domingo, 27 de septiembre de 2015

LIBRO LAS CAJAS Y LAS PIEDRAS Y OTROS RELATOS








UN SALTO A LA OSCURIDAD



A la memoria de Luis Alberto Sánchez




La primera vez que oí hablar de Al Jennings fue en la prisión de El Paso, cuando cubría en Nuevo Méjico un reportaje sobre las prisiones. El Mid land Star me pagaba los pasajes; la estadía y la alimentación corrían por mi cuenta. Si el reportaje es bueno cubriré la mitad de sus gastos. Para el viejo Hamer ningún reportaje era bueno cuando de vaciar la cartera se trataba.

Su mezquindad se opacaba ante su energía para mantener su dinero a flote. La competencia era abundante y de calidad. Volviendo a Jennings, él y Buchanan arrostraban un prontuario que comprometía a gran parte de la costa oeste. “Delitos menores” había calificado el fiscal de El Paso, Arthur Roberts, a sus cuantiosos dolos. “Son tantas las estafas que tienen en su haber como recetas de espaguetis existen en el mundo”, escribió un editorialista sureño. Las maquinaciones del abogado defensor dio sus frutos: un año de reclusión por el último dolo en Alamogordo. “cuando llegué a Alamogordo

-      “Cuando llegué a Alamogordo estaba decidido a llevar una vida honesta, dentro de la ley, usted me entiende, dijo el bandido con voz firme y ceremoniosa. Lo primero será buscar un trabajo decente, en un pueblo decente, con un empleador decente y un salario justo, me dijo. ¿Pero cree usted que se puede encontrar algo así? No, amigo, claro que no. Todo el que te da un trabajo trata de explotarte al máximo y pagarte un salario miserable. Eso me deprimió mucho, sabe. Y de repente, hambriento como estaba, como salido de la nada, apareció Charli. Se imagina usted eso, un zorro hambriento se encuentra con otro en las mismas condiciones. Ese Charli es maravilloso, tiene una imaginación y unas agallas que ya quisieras muchos.

Yo dejaba que Jennigs hablara. En mi profesión hay que dejar al entrevistado que se ahogue en sus palabras; una interrupción podía ser fatal. Una vez que cierran la boca no la abren más, más fácil te será abrir una ostra con los dientes, me dijo un veterano redactor.
Lo deje parlotear a su antojo. Me contó de su infancia en Albuquerque, su vida con unos hermanos de su madre, sus peleas en la escuela y de su encuentro con Charli Buchanan en Greenville, cerca de Dallas. Jennings bajaba la voz cuando el guardia nos echaba una mirada.
-      ¿Has comido?, me preguntó Charli. No, le dije, y estoy hambriento. Y ahí nomás pusimos en juego nuestras “habilidades”; ¿usted sabe de qué hablo verdad?

Asentí sin atreverme a interrumpir.

-      Bien, pues, jugamos a la moneda, cara o sello. Cara consigue el vino y sello la carne. A mí me tocó el vino.

Jennings encendió un cigarrillo. Miró las volutas de humo. Sus ojos, azules como un cielo de mediodía, parecían sumergirse en un recuerdo no muy lejano. Se alisó el cabello gris y continuó:

-      Le dije a Charli que me espera a las afueras del pueblo, en la colina que daba al cementerio.

No fue difícil hacerme de dos odres de cabra; llené uno de agua hasta el tope y lo cubrí con una manta; el otro me lo colgué al hombro y me fui directo a la taberna. El cantinero era un mezquino, robaba en cada garrafa un vaso por lo menos. Entonces me dije: Al, he aquí un zamarro a quien vas a darle su merecido.

El carcelero se acercó a Jennings y le hizo una señal; la entrevista había concluido.

-      No se preocupe, Orrin Henry es como todos los carceleros de este país, les das unos cigarrillos, unos dólares y dejan al zorro entrar al gallinero.

Le pasé a Jennings un paquete de cigarrillos y un billete de cinco dólares. Extrajo unos pitillos del manojo y se los dio al guardián. Las manos abiertas nos indicaron diez minutos más.

-      Deme vino, del mejor, le dije al tabernero. Me dio a probar un trago. Conforme, le dije, lléneme este odre. Los ojos le bailaron de felicidad al miserable. Vender esa cantidad de vino en un día no es frecuente.

Según él, había hecho el negocio del día, pero no imaginaba a quién tenía al frente, al mismísimo Al Jennings.

El bandolero disfrutaba con su narración con la misma complacencia con que un niño alardea ante sus amigos; parecía no hacerle mella pagar un año de condena.
-      ¿Cuánto le debo?, pregunte. Veinte dólares me contesto el desgraciado, hay cinco garrafas de buen vino aquí dentro, a cuatro dólares cada una, hacen veinte, ni un dólar más, ni un dólar menos. Aproveche que es lo último que queda. No repartirán vino por la zona hasta dentro de dos semanas. Usted está loco, amigo, si cree que por este vino voy a pagar esa fortuna. Le daré diez dólares por el odre, sino no hay trato.

El hombre se negó, era lo que yo esperaba. Ya para entonces yo había cambiado el odre de vino por el de agua. Iba a vaciar el odre con agua con el tonel, cuando escuché la voz de un hombre que dijo:

-      Un momento tabernero, yo me llevaré ese vino, basta percibir el aroma para darse cuenta su calidad.

Me quedé patitieso, pensando que al recién llegado que hablaba con voz ronca a mis espaldas fuera el alguacil de ese pueblo buscando la oportunidad de echarme el guante.

-      ¿Cuánto quiere por el odre?

-      Veinte dólares, Señor, dijo el tabernero con voz sumisa.

-      Prepáreme un odre igual y envíemelo al hotel del pueblo, le daré  cien dólares, es un regalo para un viejo amigo y cuando se trata de mis buenos amigos no escatimo gastos.

-      ¡Cien dólares!, dijo el tabernero inflando los carrillos.

-      Así es, y no se hable más. Ahora me voy al banco a sacar el dinero, con tanto ladrón que anda suelto por ahí no se puede andar con esa cantidad.

El tabernero agarró el odre, pero yo lo detuve.

-      Un momento, el vino es mío, usted me lo vendió.

-      Sí, pero no lo pagó, es más, no quiso pagarlo porque le pareció caro.

-      Pues, ahora si lo quiero, así que...

El tabernero miró al recién llegado y le dijo:

-      Espere un momento, por favor.

-      Mire, le daré veinte dólares y asunto concluido, está bien. Es el importe que usted iba a pagar, no cree que es lo justo.

-      De ninguna manera, le contesté, ahora se lo vendo en cincuenta, ni un dólar menos.

El tabernero, pensando en los cien dólares, me dio los cincuenta refunfuñando.

-      Me debe diez más por el odre, o tendrá que llevarle el vino al señor en la mano.

El recién llegado, que había estado atento escuchando nuestra discusión, dijo en tono conciliatorio:

-      Dele los diez dólares por el odre y cárguelo a mi cuenta. Otra cosa, no vaya al hotel, mejor lo espero en la puerta del banco.

Jennings echó un vistazo al guardia y me dijo en voz baja:

-      Salí de la taberna con un odre de vino y sesenta dólares en el bolsillo, todo un día de suerte, no cree.

Encendí un cigarrillo y miré a Jennings y me alegré de no haberme topado nunca con tipos como él.

-      Bueno, usted timó al tabernero, dije, pero me imagino el lío que se armaría cuando el que compró el vino descubriera que le estaban dado agua.

-      No, amigo, usted parece no haber entendido. El comprador no era otro que el gran Charli.

“Cuando llegué a la colina me dije: Charli, es mejor que sigas a tu socio, no vaya a ser que algo salga mal y te quedas sin vino.

-      Así que el tabernero se quedó sin vino y sin los sesenta dólares, dije en tono malicioso.

-      Así es, amigo, pero no lo ponga en su periódico, sino advertirá a todos los taberneros del país y nos malogrará el negocio, entendido.

Asentí. Tenía una buena historia entre las manos, pero siempre cumplo mis promesas. Estoy convencido que la ética de un periodista está en ser leal no sólo con sus lectores sino con sus fuentes. El carcelero hizo sonar sus llaves.

-      Mañana llega Charli de Arkansas, dijo Jennings. Recién salió su traslado. Hablaré con él para que le cuente como consiguió los capones que nos comimos ese día.

Al Jennings regresó a su celda y yo a mi hotel. Cene tilapias en salsa de alcaparras, crema de tomate y ensalada de berros con judías. Por la noche, tumbado en la cama, pensaba en lo que Jennings me había contado.
Que el hombre era ingenioso no cabía duda. Yo también lo soy, pero de ahí a lucubrar una artimaña como esa para estafar a las personas es otra cosa. Con ese talento, quizá Jennings y Buchanan hubieran podido ganarse la vida honestamente, pero la vida es así, a contramano, y siempre habrá buenos y malos.




II
Charli Buchanan ingresó a la prisión de Ohio entre un enjambre de reporteros que tomaron fotos a su gusto.

Varios policías se tomaban fotos con aquel timador enmarrocado con ínfulas de turiferario. Un grupo de entusiastas jovencitas coreaban su nombre como si se tratara de un héroe de guerra. La buena pinta y su fama de bandido jugaban a su favor. Pasaron dos días y no lograba el permiso del alcaide para entrevistarlo. Desalentado, me encerré en mi habitación a repasar mis notas; pensaba que algún día podía construir una buena historia basada en esos gamberros. Mi jefe en el Midland Star me telegrafiaba todos los días para decirme que mi tiempo se estaba agotando. “O me manda una buena historia o se va buscando un nuevo empleo”. Una mañana, mientras desayunaba, me llegó la autorización del Alcaide.

La influencia de Jennings no era de desestimar.

Mi padre era irlandés y mi madre Argentina, fue lo primero que me dijo Buchanan. Era grueso, cabello rojizo ensortijado, ojos verdes, mentón pronunciado y un típico acento sureño.

Nací en Mississippi; ellos llegaron allá en un barco de carga. Como buen irlandés, mi padre bebía en exceso; un día tomó sus bártulos y desapareció.

En vano mi madre quiso llevarme por el buen camino: quien nace chueco muere chueco. Es una ley, amigo, es una ley, dijo Buchanan.

Asentí. Al guardia parecía no importarle nuestra charla; leía una revista de historietas, de cuando en cuando nos echaba una mirada.

-      Sabe, amigo, entre zorros puede haber una gran amistad, pero siempre se guardan algo. Cuando Al tiró la moneda yo sabía que era una moneda de dos caras, conseguir el vino era más fácil que hacerse de los capones y eso bien que lo sabía ese matrero, pero, qué más da, mi vanidad hizo que le siguiera el juego. Si viera la cara que puso Al cuando me aparecí con dos enormes capones, bien cebados que los tenía el tío que los vendía.

Buchanan reía a carcajadas. El tiempo permitido se venció y tuve que desembolsar un paquete de cigarrillos y cinco dólares; era una norma a la que todos los presos se sometían.

-      ¿Qué cómo los conseguí? No fue difícil. Me enteré que en la iglesia del pueblo había un sacerdote que se apellidaba O’ Flaherti, irlandés sabe. Mi madre era Vera O’ Flaherti. Ese cura piadoso tendría que servir a mis planes. Estaba fuera del pueblo y eso jugó a mi favor.

No crea, amigo, que en este oficio, si algún nombre hay que ponerle, las cosas se planifican completamente de antemano, no, en el camino se van dando las circunstancias y después, pues, lo que los hechos decidan.

Buchanan me parecía más cerebral que Jennings, más seguro de sí mismo, calculador, provisto de una frialdad a prueba de todo.

-      Me fui al mercado del pueblo en busca de los malditos capones. Había una anciana que tenía muy buenos ejemplares, pero, aunque usted lo dude, aquí en mi pecho late un buen corazón y no quise aprovecharme de ella. Buscando, buscando di con un pilluelo que timaba en el peso, no había más que verle la cara a ese rufián para convencerse que era un ladrón. Oiga, buen hombre, le dije, necesito dos buenos capones. Y los cogí por las patas. Son para el padre O’ Flaherti, de la parroquia. ¿Lo conoce?

-      La verdad que no, contestó el hombre, pero he oído que es un hombre muy piadoso.

-      Pues, bien, le dije. Me los llevo, puede pasar a cobrar el importe cuando quiera.

-      Un momento. Si no hay dinero no hay capones. El reino de los cielos no tiene crédito aquí en la tierra.

Así que si no hay blanca, no hay capones.

-      Te vas a condenar en el infierno por dudar de aquel hombre santo. Cómo te atreves a poner en tela de juicio su palabra.

-      Si no hay dinero, no hay capones, y no se hable más.

-      Vayamos a la parroquia y ahí el padre O’ Flaherti, te dará el importe. Verás la vergüenza que pasaras. Y así anduvimos hasta la iglesia. Cuando llegamos, le dije al vendedor que esperara en la puerta.

-      Tienes que dejar los capones aquí, no se permiten aves en el templo, le dije.
El hombre aceptó de buena gana.

-      ¿Cuánto cuestan las aves?, le pregunté.

El desgraciado sobrevaloró tanto el precio, que ganas de darle una paliza no me faltó.

-      ¡Diez dólares cada uno! Sois un ladrón.

El tipejo ni se inmutó.

Fui en busca del cura y regresé con él donde el vendedor.

-      Este es el vendedor y estos los capones Excelencia, dije.

El padre miró las aves y exclamó:

-      Dios bendito, pero si son capones benedictinus.

-      ¿Qué son qué?, dijo el vendedor.

-      Capones benedictinus. Pagaré lo que sea por ellos, son los que comía San Pedro, hijo mío; le dijo el cura sin salir de su asombro.

-      Pagará lo que sea, su Excelencia, pregunté.

-      Lo que sea, contestó mirando al cielo.

-      Y si fueran… cien dólares cada uno.

-      Pues, que así sea, las arcas del Señor siempre se abrirán para las buenas causas, dijo su Excelencia. Ahora, hijo, mientras le traigo el dinero a este hombre milagroso, lleva esos capones a la cocina.

Cuando el cura se retiró, dije al vendedor.

-      Un momento amigo. Tú me dijiste diez dólares cada uno, y si los números no me fallan, eso suma veinte dólares.

-      Sí, pero este idiota está dispuesto a pagar doscientos dólares por estos pajarracos y estos son míos, dijo el hombre.

-      Más respeto con su Excelencia, le increpé.

-      Está bien, me disculpo.

-      Si yo hablo te puedes ir llevando las aves contigo, así que lleguemos a un acuerdo. Tú me das cien dólares por mi silencio y tú ganas tus veinte dólares por las aves y ochenta adicional, te parece.

-      Trato hecho.

El vendedor me dio los cien dólares, los capones y se quedó en la sacristía esperando el pago.

-      Pago que nunca llegó, dije.

-      Así es, amigo. Ya se podrá imaginar que su Excelencia no era otro que Al Jennings con sotana. Ese día salimos del pueblo y nos dimos un festín inolvidable. Comimos y bebimos hasta hartarnos.



III

Pasaron diez años desde los días que me entrevisté con Jennings y Buchanan. En el periódico fui ascendido a Director. Me casé, tuve tres hijos, me creció la barriga como un tambor y quedé casi calvo.

Un día me enteré que ambos habían sido capturados en Oklahoma. Las noticias no eran muy claras, quedaban muchos cabos sueltos. Se hablaba de un tiroteo y de que un policía había resultado muerto.

Jennings y Buchanan habían sido juzgados, encontrados culpables de asesinato y condenados a la horca. Tomé una maleta, un traje, dos camisas, útiles de aseo y me subí a la primera diligencia que iba a Oklahoma. La entrevista que le hice a ambos inclinó el fiel a mi favor cuando me dieron el ascenso; me sentí obligado a verlos antes que se fueran de este mundo.

Oklahoma se muestra más bella al anochecer. Instalado en el hotel, me trabe en una tenaz lucha contra chinches y pulgas que esperaban ansiosas a los huéspedes. A diferencia de la prisión de Alamogordo, la de Oklahoma era de máxima seguridad. Aquí no funcionaban las cajetillas ni los dólares.

-      Estuvieron en el lugar equivocado, me dijo un reportero que cubría la noticia para un diario neoyorkino.

Iban a timar a un comerciante en un banco. Repentinamente unos ladrones incursionaron al grito de “Esto es un asalto”. Hubo disparos, un policía muerto, los asaltantes huyeron y Jennings y Buchanan cayeron como sospechosos. Con los antecedentes que llevaban encima, no fue difícil para la policía cargarles el muerto. Fin de la historia.

Tres semanas había durado el juicio; el menos interesado en defenderlos fue el abogado defensor impuesto por el Estado. Fue imposible lograr una entrevista, estaban incomunicados. Con tantos periodistas, me fue fácil recoger pormenores de aquí y de allá. El tribunal del Estado rechazó la apelación. “Tienen la soga de la muerte como corbata”, comentó el abogado defensor. Todos, menos yo, celebraron la ocurrencia. El alcaide de la prisión rebosaba de alegría.

-      Se imaginan la publicidad que vamos a tener, este será un espectáculo que nadie querrá perderse. Estoy pensando cobrar la entrada al patio de la prisión.

En el hotel conocí a un reportero del “News Chronicle” de Missouri. Vestía con sobriedad, una chaqueta marrón de mezclilla, pantalón gris, camisa blanca y suéter del color del pantalón. Era alto, blanco, de ojos verdes porcelana y cabello rubio. Hablaba pausado, con una dicción envidiable.

-      A tipos como Jennings y Buchanan les cuesta menos trabajo mentir que decir la verdad; podrán ser embaucadores, estafadores, culpables de cualquier delito menor, pero, asesinos, no; no encajan en ese perfil.

-      ¿Y por qué ese afán de acusarlos de algo que ellos juran y rejuran no ser culpables?

El reportero, de apellido Fletcher, me susurró al oído:

-      La opinión pública no tiene bien vista a la policía, y esta no quiere llevarse otro chasco como el ocurrido en Michigan.

Quedé en la luna y se lo dije. Entonces me contó lo sucedido ahí nueve meses atrás.

-      Un ladronzuelo de nombre Ernest Cunningand se introdujo en un departamento aprovechando que los dueños habían viajado. Una vecina de esas que viven en las ventanas, alertó a la policía. En pocos minutos se acordonó el edificio. Cinco efectivos ingresaron en busca del intruso. Este, al verse descubierto, se parapetó detrás de un viejo ropero. La policía cometió el error de cortar el alumbrado de gas del edificio para confundir al ladrón.

Durante media hora se escuchó una balacera. Al cesar los disparos, otro grupo de policías ingresó al departamento y encontró a los cinco policías muertos; el ladrón se entregó sin resistencia alguna. La prensa vendió muchos diarios con sus titulares sensacionalistas: “El tirador de Michigan”, “Cinco valerosos mueren emboscados por un sanguinario asesino”, “Pena de muerte para el criminal” y otros por el estilo.

El encargado de defender a Cunningand fue Dermot Bunner, uno de los mejores penalistas de Nueva York; su padre había trabajado con Lincoln en Illinois.

Lo primero que pensó Bunner es que le resultaba increíble que un  hombre que usaba gafas con culo de botella acertara en la oscuridad a los cinco policías.

Cuando se entrevistó con Cunningand, Bunner escuchó lo más insólito que hubiera imaginado en cincuenta años de ejercicio jurídico. Señor Bunner, dijo el ladrón, cómo iba a disparar con un cuchillo. Al dispararme o creer dispararme cruzaron sus disparos y se mataron entre ellos.

En el juicio Dermot Bunner dijo que el cuchillo que Cunningand había entregado a la policía había desaparecido en la confusión (pistola y no cuchillo según versión de los oficiales que detuvieron a Cunningand).

Bunner pidió que se exhibiera ante el jurado el resultado de las autopsias. El fiscal de distrito se negó rotundamente alegando que esos policías eran héroes nacionales que a riesgo de su vida habían defendido al país de monstruos como Cunningand.

La pena de muerte cayó sobre el acusado.

En la oficina del fiscal, Bunner, que conocía a éste desde sus años universitarios, le dijo: Sabes bien que ese hombre es culpable de robo, pero no de asesinato. El fiscal se bebió un buen trago de brandy, carraspeó y le contestó con voz grave: si se presentaban las autopsias te llevabas la razón.

Pero nuestra gente hubiera sufrido una gran decepción de parte de su policía. No podemos darnos el lujo, Dermot, de que los ciudadanos pierdan el respeto a sus instituciones públicas.

El reportero del News Chronicle encendió su pipa y agregó:

-      El sistema jurídico es así, amigo, no puede mostrarse falible. Cunningand no era más que un chivo expiatorio de ese podrido sistema. Bunner consiguió que anularan la pena de muerte y que le dieran al infeliz cadena perpetua.

Esa historia me dejó trastornado. ¿Y si se estaba cometiendo una injusticia igual con Jennings y Buchanan?

Veía la esperanza de que se salvaran del cadalso como algo irrealizable. Tumbado en mi cama y combatiendo a pulgas y chinches recordé a Frank Bürkli, un especialista en noticias embustes de amores secretos quien solía decir que quien se aferraba a esperanzas irrealizables ya era un fracasado. El viejo Frank era un buen tipo; cuando lo conocí se ganaba la vida escribiendo artículos de crítica teatral; con él conocí a Irving, Cullen, Woodworth, Whitman y Longfellow. Con él aprendí también a reseñar, entre bambalinas, espectáculos de variedades por algunos dólares. Con este diestro maestro mejore mis magros ingresos escribiendo a toca teja pequeñas reseñas históricas en diarios de corte tiraje de Nueva York, Filadelfia y California. Leyendo historia descubrí que uno no debe creerse las noticias de los diarios a pie juntillas, pues, los diarios mentían tanto como los historiadores. Fue doloroso convencerme que vivíamos en un mundo de mentiras y, que aun sabiendo que te mienten, debe uno seguir mintiendo, en un intercambio de embustes que no tiene cuando acabar. “Siempre encontrarás alguien a tu lado que te está engañando”, solía decirme el viejo Frank.



IV

No me sentía cómodo viendo como transcurrían los acontecimientos, la ejecución se acercaba y yo me mantenía con los brazos cruzados. Escribí un artículo alegando por la vida de los condenados, por la abolición de la pena de muerte y por las inhumanas condiciones que se vivía en gran parte de los presidios. Le envié el artículo al dueño del diario. Como un rayo me llegó un telegrama, breve y sugerente: “Puede refregarse su artículo en el culo. Si no vuelve inmediatamente, le tendré reservada una cubeta y una escoba para su nuevo puesto”. Por esos días llegaron el verdugo y el enterrador; el primero era un anciano, el primero era un anciano regordete y el segundo un negro enorme que semejaba a un caballo parado en dos patas. El verdugo cobraría 300 dólares por cada uno; el negro 100 dólares y 50 más por enterrarlos. El pueblo estaba conmocionado por ver caer los cuerpos con el pescuezo quebrado en ese salto a la oscuridad. Muchos habían pagado hasta 20 dólares por los mejores lugares, esos que estaban a pocos metros del cadalso. El alcaide estaba feliz, sus bolsillos rebosaban de dinero. Había enviado cartas a muchas prisiones ofreciendo sus instalaciones para hospedar a todo condenado a muerte. El día de la ejecución el cielo amaneció cubierto de nubarrones que se fueron amontonando como cuentas de algodón chamuscado. Minutos antes que los condenados fueran sacados de sus celdas se desató un aguacero dantesco. Nadie se movió de sus lugares. El verdugo permanecía impasible en el tabladillo, fumando y mirando su reloj a cada tanto. Era un anciano cerca de los setenta, lucido y ágil. El cabello cano cubría gran parte de la cúpula de su frente, un bigote tupido resaltaba sobre sus ojos grises y un poco abolsados en las ojeras. El negro espiaba debajo de la trampa la caída de sus víctimas como un buitre carroñero. El alcaide hizo colocar un toldo gris debajo de la trampa. La gente reclamó: “Han pagado para verlos con la soga al cuello, pero no permitiré que los vean sacudirse como peces prendidos al anzuelo. Eso sería una mala publicidad para la prisión. Nada de decencia parecía quedar en ese espíritu práctico y venal. Quise marcharme y mandar al trasto todo, pero otro telegrama del diario me retuvo. “Quiero cada detalle, cada sacudida, que la aureola húmeda de los pantalones impregne cada página de su artículo”.

Arrugué el papel y lo arrojé por la ventana de mi habitación. “Sádico de mierda”, pensé. Los chillidos, los gritos, las maldiciones y las higas surgieron de la multitud como lava de un volcán enfurecido.

La cólera del pueblo exigiendo el ahorcamiento desfiguraba el rostro del más sereno. Jennings y Buchanan se mostraban serenos; caminaban tan tranquilos que nadie imaginaria que iban al encuentro con la muerte. Algunas  beatas levantaban sus crucifijos al cielo y les pedían que saludaran a sus parientes fallecidos. Yo los miraba confundido entre esa exaltada multitud. Fruncido, transparente, alicaído, sumergido en mí mismo, observaba aquella escena que tenía el aliño de lo trágico y lo cómico. El verdugo se puso unos guantes negros elegantes que contrastaban con su raído traje. El primero en caer fue Jennings, a los pocos minutos le tocó el turno a Charli. No permitieron que les colocaran el capuz.

Ese gesto alegró al alcaide, pues, la multitud enardecida, se vio compensada por lo del toldo.

Los  ataúdes partieron hacia el cementerio en una vieja carreta halada por dos viejas mulas que el negro, trepado en el pescante, sujetaba con firmeza. La lluvia amainó dejando a su paso un terreno fangoso y espeso. El negro, cabizbajo y melancólico, entonaba una canción quejumbrosa:


Estoy, Señor, en la ribera sola
del infinito afán. Un niño grita
entre las olas, contra el viento yermo:

A través de la nada,
van mis caminos
hacia el dolor más alto,
pidiendo asilo.

La espuma me sostiene,
y el verde frío
de las olas me lleva,
pidiendo asilo.

Hacia el amor más alto
que hay en mí mismo,
la esperanza me arrastra,
pidiendo asilo.

Gloria al padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo. Amén.



Ambos lados del camino al camposanto se extendía la multitud, fluctuante, callada, indecisa; solo unos cuantos se atrevían a murmurar. Viejas compasivas y llorosas llevaban al cielo crucifijos, rosarios y jaculatorias. El cura que había acompañado a Jenings y Buchanan hasta el patíbulo iba leyendo algunos pasajes de la Biblia con voz acongojada. El bochorno no era tan aguarroso, tan sofocante el vaho que despedía el camino que la multitud en diáspora, regresaba, apagaba la ardentía, a su vida rutinaria. Aun podía sentir dentro de mí el borujo de la agitación que había soportado durante lo que iba del día. Los ataúdes, por lo abrupto del terreno, crujían, chocando entre ellos cada cierto tramo; amenazando con volar las sogas atadas o los adrales del puente.

A las puertas del cementerio sólo quedábamos el negro, el cura, los ataúdes, las mulas con la carreta y yo.

Todo el morbo había acabado, todo era silencio, quietud. Unos cuervos, posados en las puertas de hierro oxidado y carcomido por la humedad, graznaban escandalosamente. El negro, ayudado por dos hombres, ató las cuerdas a los ataúdes y los metieron en las fosas cavadas para la ocasión. “Estos infelices pesan como piedras”, dijo uno de los sepultureros. El negro lo fulminó con una mirada despreciativa. Después de la última tierra, el cura se acomodó unos gruesos espejuelos y leyó:


Dame, Señor, la firme voluntad
compañera y sostén de la virtud;
la que sabe en el golfo hallar quietud
y, en medio de las sombras, claridad;
la que trueca en tesón la veleidad,
y el ocio en perennal solicitud,
y las ásperas fiebres en salud,
y los torpes engaños en verdad.
Y así conseguirá mi corazón
que los favores que a tu amor debí
le ofrezcan algún fruto en galardón…

y aun tú, Señor, conseguirás así
que no llegue a romper tu confusión
la imagen tuya que persiste en mí.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu,
por los siglos de los siglos. Amen.



Humedeciendo un hisopo en un frasco de agua bendita que llevaba atado al cíngulo, lanzó unas gotas sobre los montículos de tierra mientras recitaba…


Ecce enim tu, Domine,
rex meus et Deus meus.



Todo había terminado. El cielo se había despejado; los cuervos, aburridos, se acicalaban las alas con sus fuertes picos. Los sepultureros se marcharon bebiendo a pico de una botella de  whisky que el negro le había dado con unos cuantos billetes. Me hallaba cansado y aturdido; llegué al hotel y me tumbé sobre la cama, dormí como un lirón. Al otro día el mozo del hotel me entrego un telegrama. “Espero con ansiedad su artículo, apresúrese, carajo”. Les contesté de inmediato. “No se preocupe, le enviaré hasta un zurullo para que se lo trague con su almuerzo”.



V

Mis hijos crecieron y me dieron cinco nietos que eran la delicia de mi vejez. Ya tenía mi propio diario.

Mi mujer, mis hijos y uno de mis nietos trabajaban conmigo. Una noticia sobre una muchacha asesinada cerca de un lago en Arkansas me obligó a trasladarme allí. Tantos años en el periodismo me habían enseñado que la gente no puede vivir sin morbo: necesitan de secuestros, asesinatos y suicidas mientras desayunan. El día era soleado cuando descendí del carruaje. La polvareda del camino me detuvo en la tina un largo rato. Por la ventana de mi habitación vi a un hombre negro que recibía unos sacos de trigo que otro hombre le lanzaba desde el tejado de un granero; el negro los recibía como si fueran plumas a pesar de que se veían grandes y sólidos. Algo en esa escena parecía encerrar un olvido, como una imagen borrosa que mi memoria no lograba configurar en mi mente, como si el tiempo se interpusiera entre esa imagen y mi recuerdo. Cerré los ojos un instante. Tras ellos rotaba una girándula que acarreaba imágenes de mi pasado y mi presente. Me vestí con el traje blanco que mi esposa me había regalado en mi último cumpleaños y bajé al comedor para almorzar: ensalada de judías salchichas, pan negro y café. “Tráigame también una cerveza bien fresca”. El encargado asintió con tanta cortesía que me obligaba a una buena propina. Tomé un diario que estaba sobre una mesa de cedro. No pude concentrarme, las risotadas que venían de la única mesa ocupada no me dejaban ni leer tres líneas.

Dos viejos bebían y charlaban bulliciosamente. El negro de los sacos de trigo entró en el salón y se unió a lo que parecía ser una celebración. Como una campana que tañe en lejanía, la presencia de esos tres hombres alrededor de la mesa tomó un relieve singular en mi memoria. Un camino cubierto de recuerdos sigue siendo el camino que era, pensé. Repentinamente mi alma se sacudió y los vacíos de mi memoria se llenaron como un calidoscopio invadido de imágenes multiplicadas simétricamente. Eran ellos, la calvicie avanzada de uno y las arrugas abundantes en el rostro del otro no habían logrado ocultarlos de su pasado. Recuerdos fragmentados fueron formando un gran rompecabezas. La presencia del negro, ahora con motas pelicanas cubriéndole la cabeza terminaron de confirmar, ya no mis sospechas, sino mis certezas. Eran ellos, cómplices en el arte de hacer ver a la gente lo que no es como si fuera. Una retahíla de frases pasadas me vinieron como en un crucigrama mientras las copas con champaña chocaban en el aire, brindis tras brindis.

Estos infelices pesan como piedras, había dicho uno de los sepultureros. Entonces lo vi al negro detener en el aire ya no un poco de trigo sino el cuerpo de unos hombres que caían al vacío con una cuerda en el cuello.
Las conjeturas de cómo esos dos granujas habían engañado a la muerte estaba de más.

Si Dios tenía cabida en este vasto universo había impartido su justicia evitando que dos ladronzuelos pagaran por un crimen que no habían cometido. Un toldo los había salvado. Comí tranquilo, con gran entusiasmo. Hubiera querido acercarme, abrazarlos y beber con ellos como amigos. Los miré con nostalgia, como quien ve alejarse desde la playa un velero que nunca volverá a ver. Y en el que se iba una parte importante de mi vida. No quise interrumpir aquella amena reunión de tres viejos camaradas y me marché con la misma prudencia conque había llegado. Sentí en mi espíritu desvanecerse una leve tristeza que llevaba durante años.

Wolfsschanze, noviembre 2013 – abril 2015.