sábado, 27 de julio de 2013

LIBRO LA LIRA DE ORFEO




LA HECHICERA

I

La hechicera despertó a Valicha pateando el jergón en el que este descansaba.

- Levántate, mugroso, anda a buscar las hierbas que necesito para el brebaje que estoy preparando. Cuidado con quedarte jugando

Hombrecito de aspecto repugnante y algo descuidado en el aseo, Valicha tomó un cubo de agua y vació un poco de líquido en una escudilla y se mojó la cara.

La estancia se hallaba débilmente iluminada por la luz rojiza de un parco fuego sobre el que colgaba un puchero de barro en donde había un preparado. El yunque, la fragua, el fuelle y las tenazas de un herrero que había ocupado anteriormente el chamizo, daban un aspecto de cámara de tortura al sombrío interior. Valicha abandonó la casa, un frío helado y cortante le dio de lleno en el rostro. Llevaba en su mente el encargo de la vieja. No había ido a escuela alguna, pero poseía una memoria envidiable, fruto de los requerimientos herbáceos de la vieja Simeta.

- Con estas hierbas, Valicha, debidamente preparadas y dosificadas, puedo hacer bebidas y ungüentos para lograr lo que quiera. Inclusive, Valicha, si quisieras deshacerte de alguien que te causa incomodidad y sabes mantener la lengua dentro de tu boca como ratón en ratonera - ahí tienes belladona, raíces de estramonio, valeriana, eléboro, cicuta, ditaína, fresnillo, todas plantitas inocentes que administradas con cautela son excelentes medicamentos, pero que en dosis excesivas pueden matar a un caballo.

Valicha dejó sus recuerdos de lado y se inclinó sobre la hierba buscando, con mano experta las raíces y hojas requeridas por la hechicera. Cerca de ahí, vio a Lucrecia, iba camino al molino en compañía de una amiga.

- Nunca me he enamorado así, dijo la muchacha, sé que ahora va en serio y si de algo estoy segura, es que no pararé hasta lograr que Ricaldi se enamore de mí. Mientras embolsaba el trigo triturado en la molienda, Lucrecia pensaba que una visita a la vieja Simeta le abriría el camino para conquistar a Ricaldi.

“Esa vieja loca me será de mucha utilidad”, pensó.

Por la tarde llegó donde la hechicera. El interior de la casa le trajo recuerdos de otros tiempos. Allí, en compañía de Nerissa, la hija de Simeta, jugaba con los frascos y retortas que la vieja dejaba por todos los resquicios inimaginables con algún mejunje que ni perro ni gato alguno querían olisquear.

- Cómo has crecido muchacha, dijo Simeta. Qué te trae por aquí, bien sabes que Nerissa ya no está, se marchó hace mucho tiempo.

Lucrecia eludió el tema, le resultaba incómodo hablar sobre ello. Unas monedas que la muchacha extrajo del sayón terminaron por convencer a la hechicera.

- No será fácil, habrá que preparar una pócima especial que “él” tendrá que beber durante cinco días. ¿Y se puede saber quién es el potrillo que quieres domesticar?

- Eso no le interesa, usted limítese a lo que necesito, para eso le pago bien, contestó Lucrecia acerbamente.

- Chúcara la yegua, rebelde, rebelde, no lo crees así Valicha, dijo la hechicera viendo alejarse a Lucrecia por el sendero que iba al molino. Ya habrá tiempo para averiguarlo, Valicha, ya habrá tiempo.

Valicha comenzó a reírse como un estúpido, como lo hacía cada vez que la vieja soltaba la carcajada, como un rayo que precede al trueno y al relámpago. La vieja Simeta trabajó toda la noche en la pócima que haría que Ricaldi se lanzara a los pies de Lucrecia. Echó mano de una sustancia muy poderosa para esos menesteres que guardaba en uno de sus estantes. Se la había dado un brujo al regresar de un viaje por países remotos. No supo decirle cuáles eran sus componentes. Sin duda estaba hecha de hierbas, no todas conocidas. Tenía un aspecto viscoso y amarillento, el brujo le aconsejó que no la tocara, porque bastaba un leve contacto con ella para que perdiera su efecto. “Ingerida incluso en dosis mínimas, en estado de pureza, provoca al cabo de media hora, una sensación de desgano, abatimiento, después una lenta parálisis de todos los miembros, y por último la muerte”, le había dicho el brujo. Simeta tomó el frasco y echó unas gotas en el preparado que hervía en la retorta, luego lo dejó enfriar.

- Ya está, mañana el infeliz caerá como una mosca en la telaraña, dijo la vieja riendo estrepitosamente.

Valicha rió como una hiena hasta que la vieja le lanzó una cacerola que le impactó en la cabeza.


II

En casa de Ricaldi una muchacha se asomó a la puerta. Era Nerissa quien estaba empleada en la casa del muchacho con falsa identidad. Trabajaba allí desde hacía dos meses. Nadie en el villorrio había notado su presencia. Ya no era la muchacha de quince años con trenzas rojizas y piernas flacas que abandonó la casa de su madre diez años atrás. Simeta la buscó durante un año, pero no pudo dar con ella. Los lazos entre madre e hija no eran muy fuertes, de ahí que la vieja no pusiera mucho empeño en su búsqueda. Siempre le intrigó el motivo de la huida de “esa chiquilla loca y embustera”. Pasó un lechero por la calle, ofreciendo leche fresca, halando de una vaca y con un cubo de peltre y un taburete de fresno para ordeñar al animal.

- Lo de siempre muchacha.

- Sí, contestó Nerissa sin mirarlo siquiera y alcanzándole la lechera que llevaba en la mano.

- Si viviera de la leche que ese viejo borracho de Demetrio me compra hace rato que me hubiera muerto de hambre y mi vaquita hubiera reventado por falta de ordeño.

Nerissa ni se inmutó por los comentarios del hombre. Quizá la fría mañana le trajo recuerdos de otros tiempos. Pensó en el pobre Bruno, en sus despojos que bajo tierra no serían más que un puñado de polvo, como la harina que acostumbraba espolvorear en el hintero antes de colocar sobre él el amasijo de harina y mantequilla para hacer el pan.

- Aquí tienes, dijo el lechero.

Nerissa le alcanzó dos monedas, tomó la lechera y se internó en la casa.

Demetrio y Ricaldi se habían marchado muy temprano. El viejo vinatero acostumbraba llegar a las viñas antes que cualquiera de los que trabajaban para él. No importaba cuánto vino hubiera bebido la noche anterior, igual se levantaba antes que ninguno. “Un vaso de buen vino y a trabajar”, solía decir. El recuerdo de Bruno se apoderó nuevamente de ella. Nerissa estuvo enamorada años atrás de aquel joven panadero. Bruno supo llenarla de atenciones hasta que a pareció Lucrecia y echó por tierra sus ilusiones. Lucrecia y Nerissa habían sido muy unidas hasta que aquella se enteró del interés de la hija de la hechicera por el panadero. Más agraciada y más astuta que Nerissa, Lucrecia logró con sus encantos que Bruno se fijara en ella. Unas cuantas intrigas de por medio y Bruno, como la niebla nocturna que se va disipando en la mañana, relegó a Nerissa en sus pretensiones.

Nerissa pensó en convertirla en sapo. A fuerza de cocer y recocer a fuego lento el contenido de sus retortas, Simeta había descubierto algunos secretos prácticos que Nerissa había heredado. En ausencia de su madre, Nerissa mezcló hierbas, polvo y todo lo que encontró a mano con el fin de encontrar la fórmula mágica para sacar del medio “a esa zorra inmunda y traicionera” pero lo único que logró fue arrancarle el techo a la casa a causa de la explosión que provocó. Cuando Simeta regresó encontró su “laboratorio” hecho un desastre. Frascos de madera, líquidos derramados por el suelo, hierbas y polvos dispersos por doquier, mudos testigos del fracaso de la hija de la hechicera. Entre ella y Valicha lavaron todo con abundante agua; llenaron el suelo con hierbas aromáticas mezcladas con agua de pino. Reconstruir el techo y algunas paredes agrietadas les llevó más tiempo. Simeta no hizo comentario alguno, quizá el recuerdo de sus inicios en aquel extraño y mágico arte escondían algún fracaso similar. Pero lo que marcaría para siempre la vida de Nerissa no sería la desilusión de ver perderse el amor de Bruno en una columna de humo sino el hecho trágico que sobrevino después. Casquivana y veleidosa como era, Lucrecia no tardó en aburrirse de su nueva conquista.

Hastiada de la rutinaria vida de Bruno y cansada de las caricias de aquellas manos siempre ásperas a causa de la harina, Lucrecia encontró en un oficial del ejército un nuevo motivo para poner a prueba sus encantos femeninos. Por otro lado, el joven panadero no vislumbraba futuro alguno, y eso significaba que cualquier relación seria con él, la hundiría en la pobreza que tanto detestaba, en un hogar donde las comodidades no escasearían. El muchacho, herido en su amor propio y decepcionado, comenzó a beber en exceso, algo común por los alrededores, pero que en él, tan pegado a las buenas costumbres, comenzó a notarse significativamente. Vanos eran sus ruegos, Lucrecia se mantuvo firme en su decisión. Una noche, después de beber con unos amigos, Bruno se dirigió a la panadería donde unos operarios cocinaban el pan de la mañana siguiente. En un descuido, el muchacho se lanzó sobre el horno principal Sus gritos desgarradores alertaron a sus somnolientos compañeros quienes lograron salvarlo de males mayores. El rostro de Bruno quedó desfigurado del lado derecho, sus manos, otrora tan hábiles en el manejo de la masa, quedaron inútiles, sus días como panadero habían acabado. Nerissa fue a verlo muchas veces, pero el muchacho siempre se negaba a recibirla, no sólo por el hecho de verse desfigurado sino porque sentía la culpa de haberla despreciado por Lucrecia.

Al poco tiempo, cuando todo parecía haber regresado a la normalidad, el muchacho fue encontrado colgado de la viga de su habitación.

Nerissa se negó ahora a verlo, quería guardar en el luto de su corazón el recuerdo del Bruno que reía siempre con una risa pura y juvenil. Nerissa sufrió mucho con la muerte del muchacho, al punto que pensó que si seguía viviendo en ese pueblo, la tristeza y la nostalgia la volverían loca. Nunca le tuvo rencor al joven panadero, al contrario, pensaba que con ella hubiera sido feliz, hubiera estado dispuesta a darle hijos y ser una esposa modelo para él.

“No te engañes, Nerissa, lo sigues amando a pesar de todo”, se dijo a sí misma. Pero su odio se volcó hacia Lucrecia y sus modales de chica refinada y coqueta, hacia ella dirigió su rencor, ella era la culpable de todo. Una mañana tomó sus cosas y se marchó. La idea del suicidio recorrió su cabeza, pero su pensamiento se detuvo al borde de un abismo de contradicciones; el fiel Valicha supo de su partida. “La extrañaré mucho, niñita”, le dijo. Tenía entonces quince años y la incertidumbre de lo que podría hacer de ahora en adelante.


III

Los primeros años de Nerissa fueron difíciles, pero la muchacha tenía temple y de una u otra forma lograba superar las crisis que se le presentaban. El recuerdo de Bruno se fue desfigurando en su memoria poco a poco y, si bien no desapareció del todo, la imagen del muchacho se fue desvaneciendo como se evaporan los colores de un cuadro con el tiempo. “Es como si nuestros muertos murieran por segunda vez”, pensó. Trabajó de niñera, mucama y de todo aquello que pudiera ayudarla a subsistir, a sobrellevar aquella vida de soledad y rutina que la hacía odiar y maldecir su vida pasada. Los momentos de depresión y abandono fueron tormentas difíciles de afrontar y más todavía porque no contaba con amistad alguna como para compartir sus penas y desilusiones. Así se le fueron los años de la adolescencia y los primeros de la juventud, entre fugaces relámpagos de felicidad y duraderos témpanos de melancolía.

Un día se enteró por una amiga que en un pueblo cercano se necesitaba una mujer con experiencia para atender a un padre y a su hijo. Nerissa no cupo en su asombro al enterarse que el padre no era otro que el vinatero Demetrio y que por ende el hijo tenía que ser Ricaldi. Tenía un vago recuerdo de este último; lo recordaba como un muchacho flaco y enfermizo, muy pegado a su padre y algo engreído. Respondió al anuncio y fue citada de inmediato. Con identidad falsa y algunos cambios en su apariencia física, Nerissa había sepultado a “la hija de la hechicera”, tal como la conocieron siempre, y pasó a convertirse en una bella y trabajadora muchacha llena de referencias satisfactorias. Una noche de finales de otoño, la muchacha se presentó en casa de Demetrio. Ese día ocupó el cuarto de huéspedes: había sido aceptada.


IV

Nerissa encontró a Demetrio más viejo y más borracho, en cambio a Ricaldi, como era natural, lo encontró muy diferente al muchacho que albergaba en su memoria. Alto, corpulento y lleno de vida, Ricaldi era la imagen contraria del padre: ordenado, inteligente, cortés, aseado, responsable y sobrio en el comer y el beber. Una noche de luna; apoyada en el vano que daba al jardín principal, Nerissa descubrió que el lugar que en su corazón había ocupado Bruno ahora yacía la imagen de Ricaldi: habían desaparecido las sombras del pasado y un nuevo horizonte resplandecía con un nuevo sol. La muchacha había entrado con buen pie en casa del vinatero, supo ganarse de inmediato el respeto de los peones que laboraban en la campiña y de las mujeres del lugar.

Una mañana en que salió a recolectar sus flores, pasó por la antigua panificadora. El lugar se hallaba abandonado, el ambiente lucía lúgubre, pero aun, cuando temía que los recuerdos del pasado fueran a atormentarla, se acercó al lugar como si la curiosidad fuera más fuerte que su temor. Mientras miraba los ennegrecidos hinteros y las mesas de madera, apolilladas y mohosas, Nerissa recordó a aquél joven de mirada soñadora y ojos grises que la había tratado con bondad cuando iba a recoger el pan de centeno o los bizcochos de manteca. La muchacha en sus remembranzas volvía a deslizarse entre las mesas llenas de bolillos de masa listas para ser llevadas a los hornos. En cierta ocasión la había dejado coger de la mesa el pan caliente y algunos trozos de hojaldre que eran su delicia. El olor de la pasta cruda le recordó que en varias ocasiones Bruno le había obsequiado alguna hogaza y algunos pastelillos “escóndelos en el fondo de tu canasto, nadie lo notará”. En ese momento el pasado se detuvo y el presente en su corazón revivió por unos instantes el rencor hacia Lucrecia. Durante el resto del día la invadió una tristeza inusitada. “Si quiero borrar el pasado no debo volver. Ese lugar, es parte de lo que quiero olvidar”, pensó. Por la noche, Ricaldi sufrió un enfriamiento que lo postró en cama. Nerissa lo atendió con gran devoción. Ya anochecía cuando la muchacha subió las escaleras para darle una mirada “a su enfermo”. La noche era fría y un aire gélido reinaba en la habitación. Nerissa entro con un ladrillo caliente envuelto en trapos de lana. De cuclillas en el pasillo que quedaba entre la cama y la pared, introdujo el paquete ardiendo debajo de las sábanas, tocó los pies del muchacho, luego los tobillos y los muslos y los masajeó suavemente. El cuerpo de Ricaldi se estremeció. Tentada estuvo de cobijarse bajo las mantas donde el joven enfermo convalecía. Recordó que su madre había aconsejado a muchas jóvenes casaderas que para descubrir de quién estaba enamorado alguien había un método infalible. “Cógele la muñeca al enfermo y pronuncia nombres de personas del otro sexo, hasta descubrir con qué nombre se acelera el pulso”. Nerissa probó repetidas veces pero el pulso del muchacho seguí igual. “Vieja embustera”, pensó. Luego sonrió al recordar que a una mujer cuyo marido la engañaba, Simeta le había dicho que había una manera de curar ese mal. “Recurre a la ayuda de mujeres viejas, feas y experimentadas para que pasen todo el tiempo denigrando a ese sinvergüenza y verás cómo en pocos días tendrás a tu marido como un gato manso ronroneando a tus pies”. Si el hechizo funcionó nunca lo supo, pues, la mujer nunca regresó a ver a su madre. Nerissa apagó la vela de la palmatoria y se marchó, no sin antes besar la frente de Ricaldi.


V

Lucrecia regresó a los pocos días en busca de su pócima y encontró a la vieja Simeta atendiendo a una muchacha. “Vaya chasco, tendré que esperar”, se dijo malhumorada. La chica se hallaba tendida en un jergón. Era una campesina de unos quince años, una suerte de diosa griega, con los cabellos pegados a la frente y a las mejillas a causa del sudor de la fiebre, algo desvanecida por el dolor y la pérdida de sangre. Simeta le administraba un tónico y examinó la pierna; los huesos sobresalían de la carne por un punto, y la carne a su vez colgaba hecha jirones. Con ayuda de Valicha, Simeta estiró la pierna de la chica y colocó los huesos en su sitio. Unos gritos agudos salieron de la garganta de la herida. Unas vendas y unas tablillas colocadas diestramente hicieron el resto. Una fuerte dosis de láudano la pusieron a dormir. Inconsciente, la muchacha fue llevada de regreso. Cinco semanas más tarde, la muchacha andaba a saltitos ayudándose con una vara de fresno-aunque las adherencias de la cicatriz aún le causaban dolor. El viejo Demetrio supo compensar a la vieja hechicera con un tonel de su mejor vino: muchas noches Simeta durmió como un tronco.


***

Lucrecia, sentada en la salita de su casa, esperaba la llegada de Valicha a quien había invitado a desayunar. Sobre una mesa de abeto cubierta con un mantel de tela azul, ofreció al hombrecillo pan de centeno, bayas, y mojama, las cuales engulló con gran deleite. Pero Lucrecia no daba puntada sin hilo: requería de alguien de confianza que trabajara en casa de Ricaldi para que le diera de beber subrepticiamente y durante cinco días la pócima que le había preparado Simeta. “Te recompensaré, Valichita, y también a quien haga el trabajo”, le dijo.

Valicha se marchó confundido. Algo recordaba de lo sucedido con el panadero y siempre pensó que Nerissa se vio perjudicada en ello. Llegó hasta una pequeña laguna rodeada de un bosquecillo de acacia y se sentó a lanzar piedrecillas junto a los nenúfares cuyas flores blancas y amarillas reflejaban en el agua, dando el aspecto de una alfombra floreada. De regreso donde la hechicera por el sendero que llevaba a las casas de las familias acomodadas, Valicha se quedó examinado las plantas de los jardines y los parterres orlados de hojas.

Así estuvo durante más de una hora, era temprano y disponía del tiempo suficiente para internarse en el prado a buscar las hierbas y raíces que Simeta requería, no había prisa. De pronto, la aparición de una bella muchacha con una canastilla llena de flores, atrajo su atención. Era bonita, de eso no cabía duda, algo en su andar zigzagueante lo inquietó. La muchacha iba a paso de caminata y se internó en el prado y Valicha la siguió, total, él también tenía que tomar ese camino. Trecho más adelante, la muchacha se detuvo, extrajo un almocafre de la canastilla y se arrodilló sobre la hierba buscando extraer una planta de follaje tupido. No cabía duda, era ella, aunque bastante cambiada y con el cabello diferente no podía ser otra que Nerissa.

La llamó de su nombre, ella volteó y se dio cuenta de su error, estaba allí, en ese pueblo gazmoño y chismoso con otra identidad y había caído en su indiscreción.

-Valicha, eres tú, grito la muchacha casi sollozante y abrazándose de él.

Hasta entrada la tarde Valicha y Nerissa se quedaron charlando sobre los paseos a caballo por el camino viejo, sus incursiones furtivas a la laguna a cazar sapos y ranas, sus cacerías de insectos rastreros o voladores a espaldas de la vieja Simeta. Se separaron horas después con la promesa de volverse a ver. “Recuerda amigo, no quiero que nadie sepa que he vuelto, ni siquiera mi madre”.


***

Valicha se negó a los requerimientos de Lucrecia, pero ésta no tardó en hacerse de un cómplice. Uno de los palafreneros que atendía las caballerizas del viejo Demetrio y que tenía su mujer enferma y necesitaba dinero para su curación, se ofreció a llevar a cabo la “misión” a cambio de una buena cantidad como para pagar la curación de la enferma y para huir de ahí en caso de que surgiera alguna complicación que pusiera en riesgo la vida de Ricaldi. Llegado el momento, todo salió como lo había planeado Lucrecia y al poco tiempo se le vio del brazo de Ricaldi en todo lugar. La impresión que tuvo Nerissa al enterarse fue un duro golpe para ella. Se encerró en su habitación y sólo salía de ella cuando sus quehaceres así lo requerían. Parecía sumida en el abandono de su propia amargura, una vez más Lucrecia la había derrotado, pero esta vez con armas lícitas, o por lo menos eso creía ella. “El amor es renuncia del objeto amado, si con ello, aquél encuentra el fin deseado que lo lleva a la felicidad”, creyó haber leído alguna vez.


VI

El romance de Lucrecia con Ricaldi llevaba más de tres meses y la muchacha comenzó a sentir los síntomas de la rutina y el aburrimiento que la habían llevado a romper con sus conquistas anteriores. Su malhumor, su mal genio y su mal contento comenzaron a avinagrar las mañanas, las tardes y las noches del pobre Ricaldi quien ahora lucía triste, apagado y taciturno. Nerissa no tardó en percatarse del cambio operado en el hijo de Demetrio y no necesitó de pesquisa alguna para concluir que la causa de ese mal no podía ser otra que Lucrecia. “Mujer estúpida, podrías ser feliz y sin embargo llevas una vida miserable, jugando con los sentimientos de otros, sometida cada día a unas amarguras peores que las del día anterior”, pensó Nerissa dolida en lo más hondo de su ser. En tanto, Lucrecia se dio cuenta que nada obtendría discutiendo con Ricaldi y, que más bien, sus celos bien fundados podrían alejarlo de ella y con ello se esfumaría una posición económica que tan fácil le resultaría atrapar. De un día para otro se volvió más dócil, más complaciente con los requerimientos de él, más mimosa y cariñosa que con sus antiguos pretendientes. Su voz se volvió canto de ángeles a los oídos de Ricaldi, trino de querubines, voz de cristal que vibra con el viento, esa voz en la que el hombre cede, se entrega, naufraga y se abandona. Su ánimo aumentó cuando por vez primera penetró en casa de Ricaldi y calculó por su lujo, la probable fortuna que podría heredar algún día. Examinó el mobiliario, los candelabros de plata, los cubiertos de alpaca con incrustaciones en piedras preciosas, las joyas de la familia, todo lo que ella había codiciado. Le bastó una visita para inventariar mentalmente lo que Ricaldi heredaría con la muerte de “aquel viejo borracho”. Un matrimonio era el paso a dar y ella estaba dispuesta a darlo con firmeza.

Aun cuando los amores de Ricaldi y Lucrecia continuaron, Nerissa no abandonó sus incursiones mañaneras por el campo donde llenaba sus canastillos con hierbas y flores cortadas con mano experta. Los alones de la casa amanecían adornados con floreros provistos de coloridas flores, también la habitación del muchacho. Sus manos se hundían con destreza entre la vegetación que colmaba los prados, perfumándose entre el olor de las malvarrosas, los lirios, las margaritas, salvias, romeros y arrayanes. Por las tardes sobre la mesa de centro donde Ricaldi solía leer algún libro de aventuras, Nerissa colocaba un florero con flores de romero y rododendros. El muchacho se complacía respirando la embriagadora magia de aquel atavío natural como un niño que se regocija entre una habitación llena de juguetes. En una de esas incursiones matutinas al campo, Nerissa se encontró con Valicha quien la puso al tanto sobre las intenciones sórdidas de Lucrecia con respecto a su unión con el hijo de Demetrio. Ahora todo quedaba bien claro en la mente de Nerissa, Lucrecia buscaba casarse con Ricaldi por dinero, sin importarle lo infeliz que éste pudiera ser al lado de ella. Nerissa se daba cuenta que Ricaldi la había hechizado por completo y temía perderlo para siempre al entregarlo, sin luchar por su amor, a los brazos de Lucrecia. No era sólo su rostro, era su cuerpo, cuya visión ardiente evocaba a través de sus sueños. Sufría de celos al verlo junto a Lucrecia, robándose los besos que pertenecían a sus labios, cuando los espiaba hasta las lágrimas en la oscuridad. Valicha la vio tan dolorida que le confesó tener una pócima que pondría fin a sus problemas, siempre y cuando ella estuviera dispuesta a darle a Ricaldi el contenido del brebaje. La pócima haría que el hijo del vinatero reaccionara violentamente contra Lucrecia, inclusive, era probable que en un ataque de ira, pudiera matarla. Luego le facilitaría otra poción que les permitiera huir sin que nadie los descubriera jamás.

- ¿Y cómo así?, preguntó Nerissa.

La aparición de dos muchachas que retozaban cerca de ellos hizo que Valicha callara.


VII

Una semana antes de la boda, marchó a la capilla. Iba provista de un vestido gris de encajes y veriles negros. Un velo del mismo color cubría el rostro. Volvía a su memoria el triste pasado de su adolescencia: Bruno, en su muerte trágica e incomprensible; Lucrecia, en su crueldad inmensurable. El silencio reinante en la capilla invadía su pensamiento, potente, con la noción del doloroso pecado que iba a cometer. El párroco la miró como leyendo en sus ojos escondidos esa culpa que la acechaba. Observaba el ara con sus candelabros de plata, sus pequeños cálices de alpaca y las estufillas de peltre donde humeaba el incienso.

Los monaguillos cubiertos de túnicas rojas y cabellos cortos, entonaban salmodias y portaban en sus manos cirios encendidos. El párroco abrió la Biblia que descansaban sobre el facistol y leyó unos versículos del Eclesiastés que hablaban sobre la muerte. “Mientras uno vive hay esperanza, que mejor es perro vivo que león muerto; pues los vivos saben que han de morir, mas el muerto nada sabe y ya no espera recompensa, habiéndose perdido ya su memoria”. Ella, cerca de un pilar, escuchaba atenta no sin que por su sangre sintiera el calor de la venganza. “Amor, odio, envidia, prosiguió el párroco, para ellos ya todo se acabó; no toman ya parte alguna en lo que sucede bajo el sol... goza de la vida con tu amada compañera todos los días de la fugaz vida que Dios te da bajo el sol... Cuanto bien puedas hacer, hazlo alegremente, porque no hay en el sepulcro, donde vas, ni obra, ni industria, ni sabiduría”. El miedo, el pecado a cometer y el de su posible condenación turbaron su semblante y el párroco le lanzó una mirada escrutadora. Un suspiro tenue ascendió hasta sus labios, como un ahogado del fondo de un espíritu perturbado sintió las miradas de todos los feligreses que llenaban la capilla. “Pueblo gazmoño que de todo se escandaliza”, pensó. Tomó la polvera de alabastro que siempre llevaba consigo, se empolvó un poco el rostro con la borla y se marchó. Fuera de la capilla se sintió inmensamente triste, tristeza que acentuaban los cánticos místicos del interior que le hacían daño.

Invadida por la idea de hechizar a Ricaldi para que diera muerte a Lucrecia, Nerissa se decía a sí misma, como convenciéndose, que aquel paso era el más acertado. Aunque siempre la arremetía el temor y el pánico, decidió arriesgar el todo por el todo; el amor y la salvación de su amado merecían cualquier sacrificio que estuviera a su alcance. Otro pensamiento que la abordaba era que por su mala acción caería en el pecado mortal y se hundiría irremediablemente en el infierno, pero se consolaba pensando que con la transformación que le había prometido Valicha, se vería libre de justicia divina.

***

Aquella noche, echada en su cama, Nerissa cerró los ojos y en su recuerdo pudo oír el rumor de los incensarios al girar, mientras el humor azulado envolvía la atmósfera de la pequeña capilla, mientras el sonido armónico de los carillones se unía en un clamor de sonoridad metálica. Recordaba al párroco tocado con su mitra coronada de diamantes, topacios, esmeraldas, amatistas, rubíes y perlas finas. Abrió los ojos y el recuerdo se desvaneció. Se sintió sola en aquella extraña habitación y pensó que estas poseían también una fisonomía, un rostro, un espíritu, y que entre ellas y los humanos que las habitaban se creaban amistades o antipatías instantáneas. Nerissa se sintió bien acogida, aceptada entre aquellas cuatro paredes, en acuerdo con las cortinas y los antiguos muebles que la rodeaban, entonces sonrió y cerró los ojos, había tomado la decisión al fin y nada la haría cambiar de opinión.


VIII

Una semana antes de la boda, la melosidad de Lucrecia iba de la mano con las atenciones que le prodigaba su prometido. Una mañana en que Ricaldi se preparaba a desayunar, Nerissa vació unas gotas de la pócima que le dio Valicha en el chocolate que gustaba beber el hijo del patrón. Unos panecillos de sémola y unos bocadillos de verduras frescas cubrían la mesa de centro en la que el muchacho se acomodó. Lucía muy contento, pues debía recoger a Lucrecia en el carruaje recién adquirido. Era uno de los últimos caprichos de la novia.

“Quiero llegar a la capilla en una berlina tirada por dos de tus mejores caballos” le había dicho Lucrecia.

***

Nerissa no pensó que el efecto fuera tan inmediato. A las pocas horas, Ricaldi retornó a la casa con el rostro desencajado y de un humor horrible. Había roto su compromiso y juraba que no quería volver a ver “a esa alimaña” de Lucrecia. Pero ésta no estaba dispuesta a pasar el ridículo de quedarse plantada en la puerta de la capilla. Enfurecida y mostrando sus verdaderas intenciones, acuso a Ricaldi ante su padre de haberla seducido con engaños. Demetrio llamó a su hijo para que aclarara el entredicho, pues, él no estaba dispuesto a ver cómo se arruinaba su negocio por la conducta desleal de su hijo frente a una dama honorable. Por toda respuesta, Ricaldi lanzó un portazo y salió de su casa. Nerissa estaba atenta a todo lo que acontecía, amaba a Ricaldi y sufría al verlo tan contrariado, pero estaba convencida de que lo que venía, a pesar de lo trágico y doloroso que sería para él, era su único camino de salvación, aunque en el fondo de su ser disfrutaba con la venganza por todo el mal que Lucrecia había hecho. Horas más tarde, Lucrecia se presentó en la casa sumamente ofuscada y contrariada por la decisión de Ricaldi de suspender la boda, insultó al muchacho llamándolo holgazán, parásito e hijo de un borracho explotador y mezquino. La reacción del hijo del vinatero no se hizo esperar, eufórico y con el rostro enrojecido, le dijo a Lucrecia que se marchara porque de lo contrario se vería obligado a echarla a la fuerza.

- Para echarme de esta casa se necesita un hombre y no veo que haya uno por aquí, dijo Lucrecia retadora.

Ricaldi sintió enloquecer cuando un zumbido ensordeció sus oídos. Con las pupilas abrasadas por una llama sangrienta, Ricaldi sintió un ligero vértigo y un súbito frenesí que lo lanzó sobre Lucrecia. Un deseo loco de hundir sus dedos en el cuello de su amada terminó de nublar su mente y en pocos segundos el cuerpo de la muchacha yacía en el piso de su habitación. Fue en ese instante que, atraída por los gritos de auxilio de Lucrecia, Nerissa ingresó en el dormitorio de Ricaldi quien, con los ojos inyectados y nublados, apretaba fuertemente el cuello de la pobre infeliz, cuya mirada desorbitada lograba reconocer en aquel rostro con aire de triunfo, a la hija de la hechicera a quien años atrás había perturbado su existencia. Ricaldi estaba petrificado, mirándose las manos y con el juicio ya recuperado. Sin el menor rictus de asombro, Nerissa extrajo la pócima mágica que Valicha le había reservado para el instante último en que ella y Ricaldi al beberla, sufrirían un cambio incomprensible e inexplicable; anonadado, el muchacho se dejó llevar.


IX

Lucrecia fue encontrada muerta sin que nadie pudiera explicar el porqué de su deceso. No lucía huella alguna de haber sido atacada o de haber puesto fin a su vida, parecía como que la muerte la hubiera rejuvenecido quitándole del rostro toda huella de amargura o impiedad. La paz que en su faz se dibujaba, era el rostro de alguien que muere sin duda alguna, complacida de haber sido feliz en esa vida y esperando serlo en la otra. Ricaldi desapareció sin dejar rastro alguno. Cuando era velada en la capilla, dos cuervos se posaron junto a la torre mayor que daba al atrio. Valicha entró con Simeta por uno de los pórticos y los cuervos graznaron. Valicha alzó la mano en señal de saludo y los cuervos graznaron más fuertes.

- No me digas que ahora hablas con los cuervos, dijo Simeta en tono burlón.

Seguro me dirás que uno de ellos es Ricaldi y el otro la novia con que se fugó.

Valicha sonrió y contestó que sí. Un sol caliginoso atisbaba entre las nubes.




EL BRUJO

I

Era la casa familiar de Condebamba lo que aparecía una y otra vez en las pesadillas que había tenido en los últimos cinco años y que ahora, nuevamente, la privaba de un apacible sueño cuando aún el gallo dormía plácidamente rodeado de su harén.  Justina se frotó la cara, las manos ásperas y callosas recorrieron sus ojos hinchados.  Dejó atrás su petate y las pieles de carnero, se asomó al ventanuco de la choza.  Su hijo y su marido dormían uno junto al otro envueltos en unos viejos ponchos.

Miró el cielo nublado, abundantes chilcos y molles creciendo imperturbables en esos campos que comenzaban a verdear.  Vio los cerros de duros taludes, a esas horas, sumidos en un mar de soledades y silencios donde sólo alguna cuculí madrugadora interrumpía aquella calma.  Fue en esa soledad que recordó la noche en que el patrón de la hacienda la forzó después de golpearla brutalmente.  Creyéndola muerta, la cubrió con su poncho y colocó un cúmulo de piedras sobre él.  Cuando despertó del desmayo vio sus muslos ensangrentados, sus piernas y sus brazos amoratados por la salvaje golpiza.  Con un ojo a medio cerrar y los labios agrietados, Justina logró tenerse en pie.  Desgarrador fue ver a lo lejos los restos de lo que fue su vivienda, el fuego lo había devorado todo. Sabía que el señor era impune, que sus excesos nunca eran castigados y que las autoridades del lugar calificaban sus actos como diversiones del patroncito, cositas sin importancia Legó hasta la choza y vio a sus padres tumbados en la tierra, uno cerca al otro, sin vida, yacían como dormidos, con el rostro serenos, como quien se ha liberado de una opresión.  Los lloró durante largo rato, enterró sus cuerpos uno al lado del otro cerca de una loma vecina, como para que nadie encontrara los cuerpos. Envolvió en el poncho del criminal sus pocas pertenencias y se marchó, el pasado, con sus padres sepultados en aquel inhóspito lugar, quedaba atrás para siempre.

* * *

 Me voy ya, hoy hay que recoger la cosecha y separar los maicitos más tiernos porque el patrón ha encontrado un buen comprador,  dijo Vicente Huapaya, mientras azadón en mano, dejaba la choza en que vivía con la Justina hacía siete años, desde que la muchacha había salido embarazada.  No te preocupes, Justinacha, ya encontraremos un lugarcito donde vivir, ahí criaremos a nuestro hijo, le había dicho el indio.  Juntos habían construido la choza en un terreno donde con mucho esfuerzo quitaron las costras de barro que la lluvia había formado tiempo atrás; también la hierba seca y las matas de espino para allanar el piso sobre el que día a día fueron levantando las paredes de lo que sería su hogar. En la parte trasera con gran dedicación fueron formando un huerto de paltos, plátanos, piñas, naranjas y limoneros.  Mucha de esa fruta era destinada por Justina para los niños de un caserío vecino donde la fruta escaseaba por las inclemencias del clima.  En esa choza nació con ayuda de una comadrona un niño a quien llamaron Felipe, en memoria del padre de Justina.

Vicente, como todas las mañanas, llevaba al niño a casa de sus padres, al otro lado del río que cruzaba la gran hacienda. Padre e hijo se detenían a ver las exiguas aguas cenagosas de aquel pequeño río que bajaba de la parte alta de Condebambas para abonar los campos que verdeaban de gran belleza, arboledas rumorosas, lozanos pastizales y fecundos cultivos.  La casa de Remigio Huapaya era una mansión con un zaguán amplio y patio cubierto de tiestos con plantas que lucían las más coloridas flores.  Un corredor en alto al que llegaba por una escalinata de lajas blanquecinas en forma de abanico terminaba en una sala de ladrillos rojizos, donde el pequeño Felipe y otros niños del lugar recibían clases de matemática y lenguaje que un profesor traído de Cutervo por los comuneros, impartía en un ambiente calmo y acogedor Vicente observó el techo con vigas de madera sin pulimento, enjalbegadas ligeramente con tierra blanca.  Allí se despidieron, con un afectuoso beso, el hijo y el padre.  Vendré a recogerlo después, dijo Vicente al anciano mientras tomaba el camino hacia la gran hacienda.


* * *

A tempranas horas Justina salía a lavar la ropa junto a un riachuelo cascajos y rápido de aguas color acero.  De ahí veía las chozas y casitas blancas que algunos comuneros habían edificado en las faldas verdeantes de los cerros cuando llegué aquí eran sólo una cuantas, pensó, recordando la mañana aquella en que después de nueve años de abandonar su casa y de transitar por los valles y caseríos de toda la sierra central, había llegado  a la Gran Hacienda.  Las buenas gentes me recibieron bien, luego conocí al Vicente y el amor me hizo establecerme aquí, reflexionó mientras enjuagaba la ropa del hijo.  Al mediodía, acabada la faena, se tumbó en una hamaca que el marido había colocado cerca a la casa.  Mientras peinaba sus cabellos sedoso, negro azabache, recordó su duro periplo por los pueblos, comunidades y caseríos serranos que había recorrido antes de llegar a la Hacienda.  Recordó los severos montes que se erguían rodeando comunidades enteras como gigantes en torno a casitas de juguete, el tintineo alegre de los cencerros que anunciaban la proximidad de una recua donde la mula madrina lucía empenachada de añil, con peto esmeradamente tejido con lana de alpaca, los caminos que serpenteaban entre pantanos donde los espesos totorales crecían como legiones d soldados, recordó las frágiles casitas blancas, las chozas pajizas, los rediles con sus cercas que ascendía por suaves y onduladas pendientes, intercaladas entre andenes de sementeras de maíz y ollucos, recordó los segados trigales que espolvoreaban la tierra generosa con una tenue patina dorada, los cielos de la tarde con su azul índigo y sus gruesas nubes proyectando sus sombras sobre los cerros pardicientos y rojizos.  Recordaba también la vetusta parroquia de Chaupibamba con su párroco locuaz y pendenciero, sus expresivas arengas desde el pulpito, advirtiendo que quien no acuda a la iglesia y cumpla con sus diezmos será condenado al infierno.  Los indios, aterrados y sumisos, asistían a la misa dominical, pagaban sus diezmos y besaban la mano del cura con sumo acatamiento.  Algunas veces ella también había asistido, por curiosidad más que por fe.  Vio a los fieles apiñados como ganado, escuchando extasiados el sermón del cura, hablando de ángeles vengadores, paraísos y demonios, de castigos y torturas celestiales para pecadores y otras cosas más que ella ni los indios entendían… “y a sus hijos y secuaces entregaré a la muerte, con lo cual sabrán todas las Iglesias, que yo soy escudriñador de interiores y corazones; y a cada uno de ustedes les daré su merecido gritaba el cura extasiado, los cabellos desocados y los ojos enrojecidos como un endemoniado”.  El efecto sobre la indiada era contundente.  A Justina le llamaba la atención, la sumisión de los comuneros, arrodillados malolientes, andrajosos, desgreñados, algunos de rostro apergaminado, pero todos rezando con increíble fervor y, de vez en cuando, ante una señal del cura, besando el suelo como quien besa a un niño en la cuneta.

Justina regresó a la choza y se tumbó sobre un petate cubierto de pieles de carnero y de cabra.  Son tan acogedores para el cansancio y el invierno, pensó.  Estaba fatigada, el paso de los años hacían mella en su frágil contextura.  Sintió un dolor que descendía desde la nuca recorriendo todo su cuerpo, como una serpiente que enrosca a su víctima sentía aquel dolor que le constreñía los brazos, los muslos y el bajo vientre.  Los párpados se le cerraban, luchaba por mantener los ojos abiertos, como una persiana que se abre y se cierra. El cielo por la tarde es como un lago que el sol calienta en los veranos, pensó.  Se quedó profundamente dormida.  Soñó con una vizcacha que se posaba cerca de ella, observando su sueño.  Ella estiró su mano y el roedor se dejó acariciar moviendo su larga cola como un gato.  Su pelaje gris, hirsuto, parecía suavizarse ante esa mano dulce y buena.  Así estuvieron unos minutos hasta que algo asustó a la vizcacha que salió disparada como un resorte.  Solo entonces escuchó el trotar de un caballo que se avecinaba. Ten cuidado con el patrón, Justina, le había advertido su madre,  cuando bebe es el mismo diablo.  Si ves que se acerca, corre lo más que puedas, ese hombre trae al demonio dentro, Justinacha Se levantó pero ya era tarde.  Jacinto Pedraza, patrón de la hacienda Pachachaca, la tomó por la cintura y la llevó en vilo hasta una loma donde después de golpearla por resistirse, la ultrajó.  Ella lloraba, aterrorizada, aspirando ese aliento de coca y cañazo, ese olor agrio y ácido a sudor y tierra que exhalaban el cuerpo de aquel bruto; luego vio sus muslos ensangrentados. Despertó sudorosa, había dormido unos minutos, pero le habían parecido una eternidad, estos pellejos dan mucho calor en esta época, pensó.  Sintió molestar por haber tenido ese sueño, otra vez la pesadilla que la perseguía durante tantos años, como esas casas semirruinosas que los grandes señores abandonaba y que pasaban a ser ocupadas según la creencia popular, por trasgos, duendes y ánimas en pena.  Cerró los ojos y un canto lastimero inundó la choza.


¡Oh bella nube que mi casa envolvías!
¡Qué oscuros vientos te han destruido!
Ya no estás ahora, ni lo estarás jamás,
tú, que paz dabas en los dulces albores

La casa paterna está llena de silencio,
de silencio los recuerdos yacen muertos, en la verde hierba que juega con el viento también pace la muerte y la negra guadaña

Llorando en sangre está mi vieja herida,
mi vida toda, en maldita pesadilla, mis ojos no se libran de los malos recuerdos, de viejas nubes negras que no perdona el tiempo.

Llorosa, Justina hundió su rostro húmedo entre sus manos, de repente, la imagen del rostro que la había ultrajado apareció nítidamente, ninguna máscara podrá ocultar tu diabólico rostro, mal hombre,  dijo con desprecio.


II


Justina, subida sobre una mula, subió la empinada quebrada que llevaba a la cima del cerro Kature, allí encontraré al brujo, dicen que sus hechizos y maleficios nunca fallan; dicen que el mismo diablo guía sus agujas contra el pecho a herir y que es su baba la que se mezcla con las hierbas y hojas venenosas con que prepara los brebajes que beben sus víctimas.  No lo dudo, brujo, no lo dudo, pensó la Justina, mientras arreaba la mula por un sendero polvoriento, lleno de guijarros.  Había tenido que saludar a mucha gente e inventar excusas para justificar su temprana andanza.  Era domingo y desde tempranas horas comenzaba el desfile de comuneros que descendían por los cerros y estancias portando sus productos para venderlos en las ferias dominicales: papas, ollucos, maíz, carneros, cabras, leche, queso, chuño, charqui, ponchos e bayeta y todo aquello que se pudiera mercar.  Piaras cargadas de barricas de chicha, leña o frutos serranos formaban una fila interminable obstruyendo el paso de los que hacían el periplo a pie.  Algunos comuneros se apresuran para lograr los mejores lugares de expendio; cuando los compradores llegaban se veía a la indiada sentada en el suelo, en apretadas hileras vociferando sus mercancías. 

El sendero escarpado y ripioso, se hacía más pesado a medida que el camino se empinaba.

Después de una curva estrecha y peligrosa se sucedía otra, una cuesta, una lomada y otra vez otra cuesta, todo el camino lo atravesó Justina con el alma en un hilo.  Cómo será subir esto de noche, pensó, aunque es sabido que los indios no caminan a esas horas para no toparse con los malos espíritus”.

Cuando llegó a la parte más alta divisó una choza rodeada por un paraje con carneros, cabras y aves de corral.  Un perro ovejero comenzó a ladrar, se esondiò9 tras unos peñascales y observó; vio salir al brujo, calmar al perro y entrar nuevamente en la choza.

Tuvo una intuición y esperó, a los pocos minutos vio salir a una muchacha, no tendría más de catorce años.  Cuando Justina estuvo segura de que el brujo ya no saldría, abordó a la muchacha.

–                ¿Qué haces aquí sola y a esta hora?

La joven india se sintió sorprendida, trató de huir, pero Justina la tomó del brazo con fuerza.

–                ¿Qué tienes que hacer aquí con el brujo?, dijo Justina amenazadora

La muchacha guardó silencio.  Yo sé quién eres, dijo la Justina Tu padre es Simón Acco, yo te he visto con él en los sembríos de quinua y papas, en la cosecha La muchacha asintió, avergonzada y temerosa.  ¿Qué escondes ahí?, dijo la mujer de Vicente Huapaya abriendo la mano que la niña tenía apretada contra su pollera.  Era un frasco pequeño lleno de un líquido negro y aceitoso.

–                ¿Para qué es?, dímelo, te lo ha dado el brujo, interrogó la Justina.

Sí, señora,  dijo la muchacha es para mis dolores, cuando como me duele mucho aquí; Justina le abrió la blusa y le vio el vientre hinchado, cubierto de una leves manchas marrones. ¿Estás preñada, no?  La muchacha bajo la cabeza y asintió.  ¿Él es el padre, te forzó acaso? Dijo Justina rabiosa.  La muchacha volvió a asentir.  Se llamaba Ignacia y tenía trece años.  En un descuido la muchacha echó a correr, bajando el cerro con gran destreza, como un cervatillo asustado.  Justina la vio deslizarse por el camino pedregoso ¡Qué dura que es la vida!, pensó.  El cielo se estaba encapotando y corría una brisa tierna y fresca, de aquellas que preceden a la lluvia.  La deslumbrante y matutina suavidad de los lomazos y pajonales amarillentos le trajeron recuerdos amargos.  Ahora no necesito dormir, pensó mientras se limpiaba unas lágrimas y se avecinaba a la choza del brujo.  Llegó hasta el aprisco que guarnecía a los animales, mientras el ovejero ladraba furioso. ¿Qué quieres?, Dijo el brujo que se había asomado a la puerta de la chinama alertado por el perro.  Justina, temblorosa, dijo con suave voz:


–                Un conjuro, para un mal hombre que quiere matar a mi marido

¿Te quiere a ti, verdad?  Preguntó el brujo en tonillo malicioso.  La Justina asintió con la cabeza.  ¿Y piensa que con tu marido muerto, tú le harás caso, verdad?  Dijo el brujo con sorna.  La Justina volvió a asentir.  Ya en la choza, la india le entregó un trozo de poncho.  Pareces saber de conjuros, mujer, ya traías parte de una prenda de aquel infeliz que mandaremos al infierno, dijo el brujo Ahora dime quién es el hombre, sino no hay hechizo y sigues con el problema a tus espaldas.  El hechicero estaba decidido a no ceder, pero cuando vio los doscientos soles que la mujer puso en su mano, su firme4za se deshizo como un copo de nieve bajo un sol abrasador.  Eres convincente, mujer, muy convincente.  Me da lo mismo saber o no saber quién es el pobre infeliz que aguijonearemos, dijo el hechicero sacando unas agujas de un pequeño cofre.  Luego cubrió un pequeño muñeco de trapo con el trozo de poncho que la Justina había llevado y se lo entregó junto con las agujas.  Debes clavarlas en el pecho con la persistencia del espino Cardoso cuando penetra en los pies desnudos, como si el mismo diablo guiara tu mano.  Es a ese maldito que quiere hacerte daño a quien estás matando, así que no dudes,  dijo el brujo mientras bebía un trago de aguardiente de caña dulce de los temples.  Justina abandonó la choza del brujo llevando celosamente el instrumento de su venganza.  Tantos años esperando ese momento.  Sentada ladera abajo al lado de su mula sollozó como solía hacerlo cuando su madre la dejaba al cuidado de una vieja india mientras se marchaba al campo a trabajar la tierra con el marido.  Abajo el viento y el frío iban mordiendo la quebrada y el canto de algunos pájaros mañaneros se escuchaban en es mortecina soledad.



III


Vicente Huapaya dormía plácidamente al lado de su hijo.  Justina, tumbada al lado del niño, estaba despierta.  pesar de la dura jornada que había significado llegar hasta la guarida del brujo, no se sentía cansada.  Pensaba en Ignacia Acco y su desgracia, tan parecida a la mía, se decía.  Quiso pensar en algo que no fuera triste, pero le costaba recordar algo agradable en esos momentos de angustia y tensión.  Pensó en sus padres, pero las imágenes se habían tornado borrosas, como esas siervas yermas y escarpadas vistas desde lejos, pensó en los peligros que había corrido transitando punas y cordilleras por senderos de llamas y mulas, pensó en el pasar huraño y dulce de las vicuñas por los caminos que se bifurcan entre el pasto verde de los ichus y los gramalotes dorados por el sol,  pensó con tristeza y nostalgia en su casita de paja incendiada, pensó en las haciendas en que había trabajado durante años en su negro peregrinar, en esos lugares cálidos de caña de azúcar, en esos rincones de hurtas con sus limoneros, paltas, piñas, manzanos, papayos, nogales y plátanos; pensando afanosamente se durmió

* * *

Habían transcurrido los tres días que el brujo le había indicado como el momento preciso para llevar a cabo el conjuro.  Se hallaba sola en la choza, Felipito jugaba en la alberca de los patos, nada le impedía iniciar su ritual.  Prendió una vela y colocó el muñeco sobre una mesa; pensó en el hombre que la había desgraciado años atrás, un hilillo de bilis amargo su boca y escupió. Tomó  las agujas, diez en total, basta con cinco de ellas para que la bestia muera, le había dicho el brujo una sola es suficiente para matarlo si le das en el mismísimo corazón, si quieres que el perro sufra largas horas, clávalas en el estómago, piernas y brazos, allí se prenden como espinas ardientes, como el tankar que hace herida dolorosísima, eso es cuando el odio por el perro maldito es muy grande, no olvides lavarte con agua de puquio para que el mal no quede en tus manos.  Justina recordaba cada palabra, las había repetido hasta el cansancio para que no se le olvidaran cuando tomó las agujas pensó en su madre y en la dulzura de su rostro, la mano le tembló y su ánimo soliviantado se quebró.   No puedo hacerlo, dijo.  Así estuvo largo rato, mirando como la vela se consumía y la llama se volvía más tenue

–                Justina, Justina…

Escucho su nombre y salió como de un trance.  Era Vicente quien venía bajando la loma que daba al aprisco donde las cabras y los carneros remolaban, apagó la vela, escondió el muñeco y salió a su encuentro.

–                Ha ocurrido una desgracia, dijo Vicente, jadeante.  La hija de Simón Acco, la encontraron muerta cerca al puquio de jalca, parece que se envenenó

Justina cayó de rodillas sollozante, Vicente tomó a su hijo y partió, debo avisarle a su padre Justinacho, debo avisarle, repetía Vicente con voz temblorosa mientras se alejaba.

* * *

Por mi culpa niña Ignacia estás ahora muertita, por mi culpa sola, niñita, repetía gimoteante la india mientras subía la cuesta por los mismos caminos pedregosos que había andado días antes.  Había vuelto a encender la vela cuando el Vicente le confirmó que el hombre que la había embarazado le había dado un frasco con un líquido negro y aceitoso para que abortara, había clavado las diez agujas sin remordimiento alguno cuando el Vicente le había corroborado el hecho de que aquel líquido era un veneno y no un abortivo.  No se sabe quién es el canalla, Vicente, le había dicho, Simón Acco, desesperado.

* * *

Cuando Justina empujó la puerta encontró al brujo tumbado en el suelo retorciéndose de dolor.  Alguien me ha hecho daño, decía, alguien me está matando, gritaba el brujo.  Ayúdame, me estoy muriendo, ayúdame por favor, no me dejes morir.  Los ojos desorbitados no podían fijar objeto alguno, todo era un pasar de imágenes, una peonza que giraba interminable en su mente.  En los pocos instantes de lucidez que el dolor le permitía, el hechicero vio a pocos metros el muñeco que había dado a esa extraña mujer la mañana del domingo.  Estiró el brazo para cogerlo y un poncho descolorido con escaras de sangre resecas por el tiempo cayó encima de él.  El brujo se horrorizó.  No puede ser, no es verdad lo que estoy viendo, gritó aterrado, apartándose del poncho y del muñeco


–                Sí puede ser, Jacinto Pedraza, si puede ser, dijo la Justina

Se hallaba de pie frente a aquel hombre cuya apariencia física no había cambiado mucho con los años.  Eres tan buen brujo como abusador de mujeres, Jacinto, mira que buen efecto hacen tus maleficios, dijo la india tratando de liberarse del odio y el resentimiento que había arañado su corazón.

–                Pero tú estabas muerta, sí, muerta, muchacha del demonio, musito el brujo mientras vomitaba una sangre negruzca y expelía una espuma amarillenta por la nariz.
–                Sólo te vi una vez, caminando por los caserío y mi corazò9n me dijo que eras tú, el asesino de mis padres, quien ahora se hacía pasar por brujo, dijo la muchacha con desprecio

* * *

Justina descendió por el cerro dejando atrás a Jacinto Pedraza, el brujo, dando los últimos estertores de su vida.  Una suave luz y una apacible melancolía invadían su alma, a lo lejos, en lolas altas breñas, un grupo de vicuñas contemplaban, estáticas, el sol que ya asomaba grácil y majestuoso.  Parecen un coro de pequeños ángeles, musitó sonriente.




LOS CUATRO PRÍNCIPES

¡De todo queréis ser responsab
le!   ¡Sólo de vuestros sueños, no!
¡Qué miserable debilidad y que falta de lógica!
 ¡Nada es más propiamente vuestros sueños!

                “AURORA”    
FRIEDRICH NIETZSCHE


Unos días antes, obsesionado con el cinturón de aquel antiguo Kimono, el coleccionista de antigüedades se había enterado por boca de Aihara, de la maldición que se cernía por aquel cuento. Ahora, pasado los días, había dejado de ser un simple cinturón de colección. Cada vez que lo veía sentía un escozor en los ojos y un ligero temblor se apoderaba de sus manos. El cinturón se había enredado con la muerte del anticuario, y también con la mía, pensó con cierta amargura; esa reflexión maquiavélica le dio cierto alivio en aquel momento de agitación. Ahora es mío y nadie me lo quitará, se repetía a cada instante llevada por una inquietud persecutoria que brotaba de su propia conciencia. Sabía que cada vez que viera un cinturón endino, el rostro del anticuario aferrándose a la vida se le presentaría hasta en los sueños.

Aihara tomó entre sus dedos una estatuilla de marfil. Esto se colocó en un suntuoso mausoleo construido en 1124 por Kiyohira, general Fujiwara; en ese mausoleo reposan los cuerpos del general y los de sus descendientes.

-    Es un trabajo delicado, dijo el coleccionista observándola con detenimiento.

Aihara soltó una mueca de satisfacción.

-    ¿Quizá le interese esto?, dijo el anticuario extendiendo con delicadeza sobre una pequeña mesa un diseño hecho en papel arroz.

Era un plano del siglo IX de una casa poderosa perteneciente a una familia de apellido Shimakura; el lugar había sido ocupado muchas veces, temporalmente, por el emperador. En el centro se veía una habitación principal con un lecho rodeado de cortinas. En torno, había cuartos de estar y almacenes, todo dividido por colgantes biombos de bambú, otros corredizos de papel y algunos cortinajes con motivos domésticos.

-    Los biombos se podían quitar para dar más espacio, dijo el anticuario, así los súbditos del emperador podían sentarse y vea las peleas de gallos o los juegos con balón.

El hombre le dio una somera mirada; Aihara no se incomodó, conocía los gustos de aquel extraño que en los últimos meses había comprado un gran número de antigüedades. Después de andar de un lado a otro por los pasillos y recovecos de la tienda, el hombre de detuvo frente a un Kimono rojo que colgaba de una percha. Vi la prenda y el juban en el interior, le llamó la atención el cinto, en él se veían las figuras de cuatro hombres formados con flores de orquídeas, cerezos y crisantemos unos, y otro con hojas de barribú. Según Aihara, ese diseño se empleaba en pinturas y Kimonos un dibujo codiciable, agregó.

Sin poder dormirse después de despertarse del segundo sueño en el que Aihara se le había presentado blandiendo una enorme espada samurái, el hombre fue al baño y se mojó la cara repetidas veces. Llevaba el torso desnudo, sólo calzaba el pantalón de pijama y unas sandalias que el anticuario le había vendido semanas antes. Son muy cómodas, las llaman “zori”. Su diseño es sencillo, las suelas son tejidas y sus cordones se hacen a veces enteramente de paja que es el subproducto más abundante de la cosecha anual de arroz del Japón, le había dicho el anciano anticuario ¡Y vaya que si son cómodas!, pensó el hombre humedeciéndose nuevamente el rostro que le ardía como si lo abrasara una mascarilla de fuego. Al amarse ante el espejo, notó un punto oscuro debajo de la nuez. Pasó su dedo índice por aquella minúscula mancha, pero ésta se mantuvo imperturbable. La frotó con una gasa enjabonada, pero seguía ahí.

-    ¡Maldito japonés, dijo vaya que si me acertó con la daga!

El Kimono se hallaba junto a un vistoso florero de bronce de cuello estrecho con dibujos de lirios negros y jacintos blancos. Aihara trató de centrar la atención del coleccionista en el florero, pero la mirada del hombre seguía en el Kimono, como un gigantesco imán que atrae al hierro, así se sentía el hombre.

-    Tengo unas máscaras de teatro Noh. Pienso que le gustaría echarles una mirada, dijo Aihara tomando al hombre del brazo y alejándolo del Kimono

Esta es la máscara Jido y ésta la Kasshiki ambas representan a niños.

-    ¿Esto es un niño?, preguntó el coleccionista.

Aihara tomó la máscara Kasshiki de la cuerda de papel que iba de oreja a oreja.

-    Tiene el cabello pintado con la forma de una hoja de lirio. Es la figura de una joven que no ha alcanzado la edad adulta. Observé el mentón es muy pronunciado; los ojos dibujan una expresión de inocencia.

El coleccionista miró la máscara con desgano mientras Aihara tomaba notas en su libro de ventas y adquisiciones. Mirando al hombre que jugaba torpemente con la máscara, dijo el anciano.

-    Dicen que hay que sostenerlas más arriba el nivel de los ojos, con el brazo bien estirado, sólo así se puede llegar a su esencia y desentrañar el misterio que encierran.

El hombre hizo lo que anticuario le pidió y la observó durante unos segundos.

-    Hay dos posiciones que hay que considerar cuando se observa una máscara de este tipo, dijo Aihara tomando una de las máscaras. Cuando la inclinamos hacia abajo la máscara toma un aspecto melancólico, se denomina “nublada”; cuando la llevamos hacia arriba se llama “iluminación”, es cuando la expresión se vuelve brillante y feliz.

Habían pasado dos semanas y el punto bajo la nuez había aumentado su tamaño. La punta de la daga debe haber estado envenenada, pensó el hombre mientras con la uña escarbaba en aquella extraña mancha que había triplicado su tamaño.

Sentado en una poltrona y con un vaso de Whisky en la mano observaba una vieja pintura que el anticuario le había vendido a buen precio. Llevaba colgad en la pared de su cuarto más de un año, nunca había reparado en los versos que acompañaban los dibujos.

El león danza
a la sombra del árbol primaveral.
A la cadencia del tambor,
un rumor general
cae sobre la floresta.

 La pintura databa del siglo XVI y representaba a unos danzantes vestidos de león. Sólo se veían los pies desnudos de dos hombres de baja estatura que llevaban sobre sus cuerpos la figura de un león de cabeza roja y cuerpo plomizo, veteado con listas marrones. Un hombre provisto de un tambor acompañaba a la fiera. Esos hombres aparecían en las fiestas de año nuevo, había dicho Aihara. Desfilaban y también iban de casa en casa ahuyentando al bailar a los espíritus malignos. En una de sus estadías en Japón, el hombre había estado en una de esas fiestas acompañado de Aratomi, una bella geisha. Esa noche luego de muchos Whisky logró conciliar el sueño y soñó con Aratomi. La vio danzar como tantas veces la había visto, provista de un bello Kimono rosa salpicado de flores de loto. Llevaba pintado sólo el labio superior para que pareciera menos grueso en ese maquillaje blanco que cubría su rostro totalmente. La vio sonreír coquetamente mientras se sentaba frente a un tocador; la vio encender una ramita de paulonia con la cual pintó sus cejas con gran destreza; la vio acercarse a un armario y elegir algunos adornos para el cabello, uno de concha de tortuga y un extraño racimo de perlas sujeto con un largo alfiler que, extrañamente, se convirtió en una daga que venía hacia él empuñando por la mano de Aihara. Despertó de un sobresalto; la frente y las mejillas perladas de sudor. Fue hasta el lavabo y se mojó el rostro. Ante el espejo vio horrorizado como la mancha tenía ahora el tamaño de una pelota de golf.

El hombre parecía no dar importancia a lo que el anticuario le decía acerca de las máscaras; su mente seguía presa del cinto del Kimono.

-    Según los estudiosos japoneses el jido es una aparición, algo así como el símbolo de la eterna juventud, dijo Aihara buscando que el coleccionista tomara interés en las máscaras.

El hombre fue hasta donde estaba el kimono y preguntó:

-    ¿Cuánto tiempo lleva usted en este negocio, Aihara?

El anticuario se sintió sorprendido.

-    Los Aihara fueron siempre estudiosos de las cosas antiguas, mi estimado señor, por eso se les dio por coleccionarlas y venderlas, dijo el anciano con orgullo.

-    El dinero todo lo compra, dijo el hombre secamente.

El anticuario se mostró ofendido, una mueca de fastidio endureció su rostro.

-    No dedicaron su vida a coleccionar objetos para enriquecerse, se eso es lo que piensa. Es necesario deshacerse de muchas que no quisiera conservarlas para siempre, pero el dinero es necesario para seguir adquiriendo otros.

-    No quise ofenderlo, le pido disculpas, dijo el hombre.

-    Déjeme terminar, dijo el anciano suplicante. Compramos los objetos a personas, que en su mayoría, no valoran lo que tienen, sólo piensan en lo que podrían obtener por ellos. Una estatuilla cilíndrica de barro que perteneció a la tumba de algún emperador japonés es tratada como una vulgar calabaza. Nuestra labor, mi querido señor, es rescatar esos valiosos objetos de manos inescrupulosas y dárselos a aquellos que como usted, sabrán valorarlos.


Lejos de sentirse halagado, el comprador se sintió incómodo. Hubiera preferido que el anciano lo llenara de reproches, que lo injuriara por su indiscreción, así hubiera sido más fácil tratar el asunto, pensó.
Para desentender la situación, Aihara ofreció al hombre una taza de té. Pasaron a un pequeño salón donde había cestos de mimbre, cacillos de madera, pocillos y batidores. Sobre las paredes colgaban pespuntes multicolores, exquisitos brocados con elaborados dibujos de peonias y un gran cuadro donde se apreciaba a un samurái montado sobre un elefante; el guerrero, engalanado con armadura y llevando espada, arco, carcaj y flechas. Lucía un rostro sereno y una mirada límpida y transparente.

-    Hermoso cuadro, dijo el coleccionista.

El anticuario vertía agua hervida de una olla de hierro de dos asas sobre un cesto de mimbre. Miró el cuadro de soslayo mientras ponía agua caliente en un pocillo en el que había puesto una cucharadita de un tipo especial de té verde que había extraído de una cajita loqueada.

-    El samurái está entrando en el mar, dijo Aihara bebiendo un sorbo de la infusión. Es un detalle de una de las sangrientas batallas que sostuvieron las familias rivales de Taira y Minamito en el siglo XII.
El anciano alcanzó un pocillo con el té al comprador. Tome sólo tres sorbos. El coleccionista asintió con la cabeza, conocía los detalles de la ceremonia del té.

-    El hombre y la violencia estarán unidos siempre, dijo el coleccionista.

Aihara bebió otro sorbo.

-    ¿Por qué hemos de destruirnos en guerras? La muerte de los vencidos denigra el triunfo de los vencedores que dejan tras de sí sólo un camino de sangre y lágrimas, dijo el anciano.

Charlaron durante un buen rato de todo aquello que tenía que ver con las tradiciones milenarias japonesas: de la ceremonia de té, de los haikus y tankas, de los arreglos florales de los jardines zen hasta el go, hasta de la curiosa caligrafía nipona. Al ver un tambor que colgaba de unas de las paredes, el coleccionista habló de una geisha que había conocido en uno de sus viajes a la isla y que gustaba tocarlo.
-    Se ha hablado mal de las geishas, mi estimado señor. Esas bellas mujeres son consumadas artificiales del arte de la danza, la música, la intriga política y hasta del apoyo que brindan desinteresadamente a los artistas.

Aihara hizo una pausa para encender unos palillos de sándalo.

-    Geisha significa “artesana” o “artista”. Ese tambor es un tsutsumi, un tipo de instrumento que le sirve a la geisha para acompañarse mientras baila en los banquetes o en cualquier otro tipo de reunión informal.

El hombre pidió permiso para encender un cigarrillo y Aihara se lo otorgó.

-    Muchos libros, dijo el hombre pasando la vista por los numerosos estantes que se veían en una habitación vecina.

-    Es un vicio que no se castiga, dijo el anticuario esbozando una fría sonrisa. Si gusta ver algunos no tendría ningún inconveniente en mostrárselos, hay unos muy valiosos. Tengo una copia a mano de “La historia de genjí”, así que…

El coleccionista lo interrumpió bruscamente.

-    Mire Aihara, le dijo, quisiera que dejemos los formalismos de lado; ya se debe haber percatado que me interesa el kimono y le daré el precio que usted diga.

El anciano juntó los pocillos con los restos de té y dijo secamente:

-    Ha sido un gusto tenerlo por aquí, señor, espero verlo de nuevo.

El hombre regresó al mediodía y se encontró con el portero del edificio en el descanso de la escalera. Ya limpié su departamento, señor, dijo sumisamente el conserje. El hombre le dio unos billetes.

Deje las tareas del aseo por un tiempo, voy a estar muy ocupado. Yo le indicaré cuando. El conserje tomó el dinero y se limitó a asentir con la cabeza. El hombre venía de ver a un especialista. Eso es un tatuaje, algo muy extraño, le había dicho el dermatólogo.

***

Había visto en uno de sus viajes al Japón a muchos hombres y mujeres esperando ansiosos por hacerse algún tatuaje en el cuerpo. Recordó que Aratomi llevaba una mariposa en uno de sus muslos. Mucha gente encuentra en la belleza física la máxima aspiración de la vida, por eso soportan con estoicismo los cuatrocientos o quinientos pinchazos que esa ambición exige, le había dicho la geisha.

El recuerdo de Aratomi le trajo a la memoria sus delicadas manos. Los dedos perfectamente formados, las uñas iridiscentes, la tersura de sus palmas delineadas con una precisión extraña, la piel, tan radiante como si hubiera sido bañada por algún manantial mágico. Todo un conjunto destinado a despertar la sensibilidad de cualquier hombre. Tumbado en un diván cerca de la puerta de su habitación, comenzó a reflexionar sobre aquella mancha que ya comenzaba a cubrirle gran parte del torso prolongándose, como raíces de un árbol, por los brazos y parte de la espalda. Parecía ser un dibujo que la copiosa vellosidad del pecho no permitía esclarecer. Pensó en Aratomi y la mala relación que tenía con la dueña de la casa de té en donde trabajaba. ¿Se habría independizado de aquella proxeneta?, pensó.

Él sabía tan bien como Aratomi que aquello era como un suicidio para una geisha que no había juntado, como era su caso, el dinero suficiente para vivir en libertad. Tampoco podría registrarse en otra casa de té cuya propietaria se aviniera a ayudarla: la mayoría de esas “administradoras de placer” se conocían y lo menos que deseaban era enemistarse entre ellas, pensó. Como geisha cultivada y gran conocedora del teatro Kabuki, el hombre le había visto danzar en escenas muchas veces. Siempre cubierto el rostro con una máscara por la absurda prohibición de no permitir que las mujeres actuaran junto a los hombres. Su plasticidad y soltura para el baile era la mejor carta de presentación para que la llamaran diferentes grupos de teatro. Si el teatro fuera tan rentable como trabajar en una casa de té ya hubiera dejado este tipo de vida, le había dicho Aratomi en cierta ocasión.

El sueño se apoderó del hombre y entre nubes densas y luces violetas las vio danzar como un ángel desbocado; en su mano, Aratomi llevaba un abanico blanco que batía con coquetería; el kimono lila le daba un aire de superioridad sobre los otros bailarines que giraban en su entorno; de vez en cuando introducía los faldones de su kimono el obi para no tropezar con ello. Sus labios se abrían y cerraban con la refinada curvatura de una pera; sus pechos, voluptuosos en la intimidad, se hallaban firmes por el obi ajustado a su talla. Sintió su mirada bajo esas pestañas que enmarcaban sus ojos y se sintió aliviado. Cuando la muchacha se quitó la máscara, vio horrorizado que el rostro que lo miraba era el de Aihara y que él se había transformado en una dada, la misma que había alcanzado rasgar su cuello con una delicadeza inefable. Entonces despertó en ese diván, a oscuras, como se regresara de un largo viaje de placer y terror. ¡Maldito viejo!, musitó con rabia y el cuerpo humedecido por un sudor acre.

El hombre se dio cuenta que había actuado con rudeza. Después de comprar un cuadro, “Misionero europeos”, pensó que lo mejor era marcharse. Aihara, siempre conciliador, lo detuvo para explicarle el contenido de la pintura. Estos misioneros como los ve aquí, pasean japoneses conversos (es este joven y este anciano con el rosario). Estos sacerdotes de la izquierda son jesuitas, respetados en ese entonces por los japoneses; éstos temían que los franciscanos (estos que están a la derecha), fuesen agentes del colonialismo español.

Mientras el anticuario envolvía el cuadro, el hombre preguntó cómo lo había conseguido. 

-    Está con nosotros más de sesenta años; yo era muy joven cuando mi abuelo lo compró. Perteneció a un famoso japonés fabricante de sake, lo hijos sólo amaban el dinero, así que cuando murió el padre vendieron la villa donde había vivido la familia por generaciones. No conocían el arte o no les interesó conservar las antigüedades que el padre había coleccionado con tanta devoción; todo fue vendido debajo de su costo real, como sucede casi siempre con este negocio.

-    Mi abuelo lo compró barato, por eso tiene un precio de reventa muy cómodo. No todo es dinero, amigo, dijo el anciano.

***

A los pocos días el coleccionista regresó a la tienda. Le haré una oferta que no podrá rechazar, pensó. El establecimiento parecía estar vacío, llamo reiteradamente, pero nadie contestaba. Fue entonces que una turbia idea nubló su razón y fue en busca del kimono. Hurgó por todos los lugares donde podía estar oculto, poro no lo encontró. Mientras buscaba en unos cajones, Aihara apareció; había estado en el sótano envolviendo unas porcelanas chinas para un cliente que pasaría a recogerlas.

-    No encontrara lo que busca, señor, dijo el anciano desafiante.

El hombre, sorprendido y furioso, tomó al anciano por los hombros y lo sacudió con fuerza. Me vas a dar ese cinturón con el kimono o te mataré. El anciano cayó pesadamente sobre una esterilla que daba al sótano.

-    Ese cinturón y ese kimono están malditos, señor, por eso es que no puedo dárselos. Sólo le traerá desgracias, dijo el anciano consternado y con la voz casi apagada por las fuertes mano que ajustaban su cuello.

La desgracia ya te llegó, viejo maldito, gritó el hombre fuera de sí. El anciano vio en los ojos de su agresor la llegada de la muerte. A duras penas logró tomar una daga de una caja de madera y trató de defenderse. Un leve rasguño bajo la nuez del coleccionista fue toda su defensa, el viejo estaba muerto. El hombre tomó al kimono y el cinturón que estaban escondidos en el sótano y se marchó.

Habían pasado tres largos meses desde la muerte del viejo y quince días desde que el hombre dejó de salir de su departamento; la mancha cubría casi la totalidad de su cuerpo. Sólo su rostro se había librado de aquel estigma que, como una ráfaga de viento, se había expandido obligándolo a usar camisas con manga larga y guantes, aun cuando el clima se mostraba cálido y seco. Su único contacto con el mundo exterior era el portero, quien le hacía los mandados. Es raro ese hombre, díjole a su mujer, hace tiempo que no me deja limpiar el departamento, algo le debe estar sucediendo.

Las orejas que le circundaban los ojos lo hacían parecer un mapache; las horas de desvelo y los prolongados insomnios habían mermado su salud al punto de llevarlo al borde de la paranoia. Las botellas de whisky vacías se hallaban arrumadas en una habitación pequeña junto a todo tipo de residuos de comida envasada.

Llevaba tres días sin pegar los ojos, al borde del colapso se dejó caer sobre la desvencijada cama y quedó con los ojos abiertos y vidriosos mirando al techo. Lo invadió una lasitud que lo llevó a ver a Aratomi danzar sobre un escenario donde ella era la única bailarina.

Estaba vestida con un bello kimono sujeto por un cinto que le hacía ver tan bella como había sido cuando la conoció en una casa de té en las afueras de Kioto, tenía entonces sólo dieciocho años y una prestancia que anunciaba aquella hermosa mujer que los años terminarían por confirmar. Unas luces rojas como rayos llegaban desde la parte alta del escenario resaltando más el color de su ropaje. Sólo en ese momento reparó en que aquel kimono no era otro que el que él había robado a Aihara. Ahí estaban los cuatro príncipes danzando en el cinto que Aratomi llevaba sujeto a la cintura. Fue entonces que vio aparecer la figura de un hombre que, puñal en mano, buscaba atacar a la muchacha. El hombre reconoció en el agresor el rostro de Aihara, el viejo anticuario. De un salto llegó hasta el escenario donde Aratomi seguí danzando ajena a lo que sucedía a su alrededor. El hombre golpeó al anciano y lo tumbó, sus manos se cenaron fuertemente entorno al cuello buscando acabarlo para siempre. Cuando ya el viejo expiraba, el hombre sintió algo frío como un agudo metal que atravesaba su cuerpo por un costado, más arriba de la cadera; un grito, un alarido de guerra, escapó de su boca despertando al portero y  su mujer de la siesta de la tarde.

***

La policía encontró al coleccionista muerto sobre la cama, desnudo y con una profunda herida que sangraba aún por un costado del cuerpo.

-    Dice que su esposo lo encontró, interrogó el policía a la mujer del portero.

-    Sí, señor, escuchamos un grito y el subió y se encontró con esto… qué horror

Es raro este tatuaje, dijo el policía a su ayudante. Sobre el torso del coleccionista se podía ver a dos hombres, el más joven de ellos estaba ahorcando a otro, un anciano que se defendía con una daga que parecía herir a su atacante en el cuello, por debajo de la nuez. No había rastro de pelea alguna y eso inquietó a los policías. Es curioso, dijo uno de ellos, este kimono no tienes cinturón.

-    Puede llamar a su esposo, señora, dijo uno de los policías a la mujer del portero.
-    Lo siento oficial, acaban de avisarle que su madre ha muerto y ha tenido que ir a preparar el funeral.

¡Vaya, esto parece una maldición! dijo el policía mientras encendía un cigarrillo.





EL CAZADOR FURTIVO

“Si los dioses dieron a los hombres la razón,
hemos de creer que también les dieron la malicia,
que no es otras cosa que una astuta y falaz razón
para hacer daño”
CICERÓN
“De la naturaleza de los dioses”



I

Todo eso es capaz de hacer tu amo, dijo Krull, rascándose la cabeza de asombro.

Eso y mucho más, contestó Hams, lo he visto darle a dos capones con un solo disparo.
No cabía duda, pensó Krull mientras se dirigía a la taberna del viejo Charli; que la fama de Max como el mejor tirador del país era cierta; quien mejor para avalar esa afirmación que Hams, su criado.

He limpiado muchas veces sus armas, son de lo mejor, hechas del mejor hierro, bien calibradas, todo un embrujo de aperos de cacería, había dicho Hams mientras bebía una noche en el “Cuervo Negro”.

No estarás exagerando, no será que ya estás borracho, le había dicho el viejo Charli.

Pero el criado de Max se había reafirmado en ello.
Cuando Krull llegó al “Cuervo Negro” encontró a su amo bebiendo con otros campesinos, ya habían dado cuenta de tres jarras de cerveza negra y ya iban por la cuarta.

Ayer tumbé dos zorro que habían estado acechando a mis gallinas, dijo el fornido Milián, Al primero le asesté entre los dos ojos y al otro en el mismísimo corazón.
Y desde cuando los zorros tienen el corazón al lado de la cola, dijo en son de mofa uno de los que bebía con el campesino, insinuando que el disparo no había tenido la certitud que el otro decía.

Todos celebraron la ocurrencia; hasta Milián, haciendo gala de su amplia tolerancia, agregó desternillándose de risa:

Los zorros del monte sí, amigo, tenlo por seguro.

Poco a poco, como todo los viernes por la noche, el “Cuervo Negro” se fue llenando de parroquianos; las jarras de cerveza, las salchichas de cerdo, los capones ahumados, las tortas de queso, los enrollados de tocino con verduras fueron llenando las mesas de todos aquellos que, encontraban en esa noche un desfogue al arduo trabajo de la semana.

Oye, Milián, tú podrás darle a un zorro entre los dos ojos, pero he oído decir a Hams, el criado del guardabosque, que su amo es capaz de arrancarle a un zorro los ojos con un solo disparo, dijo retadoramente el gordo Fanelón levantando un porrón de cerveza e invitando a todos a un brindis.

Un silencio, como una ráfaga de viento, recorrió el amplio salón; la caída de una pluma se hubiera escuchado en ese ambiente donde parecía avecinarse una tempestad.

 Milián dio una patada a su silla y miró desafiante al ganadero; luego dirigió su mirada a su criado que estaba a pocos metros de él bebiendo con un campesino. Krull se sintió incómodo, todos conocían de su amistad con el criado de Max, el guardabosque.

Es cierto lo que dice Fanelón, preguntó Milián.
Krull apuró un sorbo de cerveza, se limpió la espuma de los labios y dijo:

Bueno… yo…, titubeó.

Es cierto o no, gritó enfurecido Milián mostrando los efectos de los tragos.
Si, es cierto, contestó Krull con confianza.

Hubo un largo mutismo, luego unas ligeras murmuraciones y luego, todo silencio.

Puesta así las cosas, no queda más que decidir quién es el mejor, dijo Milián recuperando la serenidad.

Bebió su jarro de golpe, luego otro y otro. Todos conocían su gran resistencia a la bebida.

Charli, una ronda de cerveza para todos, yo pago, dijo el fornido campesino.

Y luego de una pausa agregó:

Y encárgate de organizar una apuesta, el guardabosque y yo; allí veremos quién es el mejor.

Se bebió casi hasta el amanecer. Apoyado en Krull, Milián subió a su carreta con gran dificultad. Echado sobre el tablado, Milián comenzó a vociferar incoherencias y luego durmió la mona. Krull guió la carreta hasta la casa donde vivía Milián, colocó el carromato en el establo y lo dejó ahí; sabía por experiencia que tratar de levantar esa mole era casi imposible. Cuando se marchó, Milián balbuceaba amenazas contra Max.

II

Dormía profundamente Fanelón cuando fue despertado por su mujer de una patada; esta vez no necesito darle donde más de una, el puntapié le dio de lleno en el rostro.

Pateas más fuerte que Lorenza, Jantipa; un día me confundiré de mula y me subiré sobre tus hombros. Fanelón rió estúpidamente; no hizo ningún comentario ante la ocurrencia del marido. Sabía que se acostaba tan borracho que era difícil ponerlo en pie.

Aséate bien y ponte tu mejor traje, acuérdate que el príncipe es muy quisquilloso y te va a hurgar hasta las orejas para ver si te has bañado.

El porquerizo bebió a escondidas un poco de vino y se dirigió al granero a preparar las vituallas que llevaría al palacio del príncipe Von Papen. Tenía los mejores cerdos, la mejor tienda de abastos y una gran habilidad para preparar embutidos y encurtidos; pero aun así, su situación económica siempre lo tenía ajustado de dinero. No sólo te gastas lo que ganas bebiendo como un energúmeno, sino que se te da por invitarles los tragos a todos tus amigotes en el “Cuervo Negro”, hombre necio, le decía Jantipa constantemente. Después de cada regañina dejaba de emborracharse unos cuantos días, a lo más cuatro, luego volvía a las andadas hasta que la mujer lo volvía a llamar al orden.

Cargó la carreta con jamones, chorizos, salchichones, longanizas, morcillas, salchichas y mortadelas; agregó unas botellas de encurtidos y aceitunas, así como algunas barras de mantequilla y bolas de queso; luego ató la mula a la carreta, se despidió de su mujer y tomó el camino aledaño a la quebrada donde según se rumoreaba, habitaba. Hemming, el ermitaño y también el maléfico Samiel, un brujo hechicero que tenía fama de poseer poderes mágicos.

Después de un buen trecho y viendo que el sol se mostraba inclemente, decidió darle un descanso a la mula; se apeó a un lado del camino, buscó una frondosa encina y se estacionó cómodamente.

Bien Lorenza, le dijo a la mula, reposaremos un rato y después seguiremos.

Sacó una garrafa de vino y bebió un par de tragos. Tumbado en la hierba, vio la copa de encina, grande y redonda y cubierta de nidos de pájaros. Vio unos arrendajos que graznaban y picoteaban algunas bellotas; recordó entonces el reto que Milián había lanzado sobre Max, el guardabosques; podrá vencer a Max, pensó el obeso porquerizo mientras seguía bebiendo vino. No creo que Hams me haya mentido con eso de que su amo podía dejar sin ojos a cualquier ave de un solo disparo, y si así fuera, no tendré la culpa si Max pierde por haber incitado a Milián a que lo desafíe, pensó Fanelón mientras se acomodaba en la carreta.

Una hora después, Fanelón se estacionó en el patio principal del palacio del príncipe Von Papen; uno de los criados que descargar la marchantería le preguntó al porquerizo si era cierto eso del duelo, porque en palacio no se hablaba de otra cosa. Tú sabes que el príncipe es muy aficionado a eso de las pistolitas y sé que está apostando mucho dinero a la mano del guardabosque. Karl no cesa de decirle que Max es invencible y que la mano de su hija Agatha la tiene reservada para él. ¿Qué te parece eso Fanelón?, preguntó el criado.

Fanelón refunfuño y lo apuró a que descargara; el porquerizo parecía no pensar en eso, como si se sintiera culpable de haber provocado aquel duelo. Que el diablo se lleve, pensó el porquerizo, a aquel que sobre sus hombros carga una faena y no sabe defenderla; al fin y al cabo, más pesadumbres que honores acarrean siempre los tipos de esa ralea.

III

Buenas están estas morcillas, comentó el príncipe, lástima que ese hombre sea tan borracho. Pero me han dicho que tiene una mujer que lo mantiene en línea.

Así es, príncipe, pero Fanelón sabe cómo escabullirse, es como una comadreja que no se deja atrapar fácilmente por la zorra, dijo Karl, quien lucía su uniforme de jefe forestal. Allá en el “Cuervo negro” se le ve frecuentemente, siempre bebiendo y cantando. Pero no se le puede negar la razón y maestría que tiene para aderezar embutidos.


El príncipe asintió, mientras se engullía la cuarta morcilla.

Y hablando del “Cuervo negro”, cómo con los preparativos para el duelo; me han dicho que hay gran expectativa y que mucha gente vendrá de muchos villorrios y aldeas, preguntó el príncipe.

Karl lo puso al tanto de todo y el príncipe se comprometió a apadrinar el torneo.

Ese buen hombre, Hemming, el ermitaño, me ha enviado unas plantas que dan unas flores maravillosas; el jardín principal del palacio ha quedado como un edén, lástima que ese extraño hombre nunca haya aceptado venir a mis fiestas, me gustaría conocerlo, pero veo que eso es imposible, dijo el príncipe como esperando algún comentario de su jefe forestal; pero este se mantuvo en silencio.

Pocas veces Karl había logrado cruzar unas palabras con Hemming, el ermitaño. El hombre vivía en una rústica y frugal cabaña en lo más hondo de la quebrada conocida como “Cueva del lobo”. Decían los pobladores que sus únicos vecinos eran los animales y alimañas del bosque y samiel, ese hechicero de quien se decían las cosas más fantásticas y descabelladas que podía imaginarse. También están esas brujas que danzan como locas alrededor de una hoguera en las noches de luna llena, le había dicho Háspar al jefe forestal en una oportunidad.

Después de la cena, Karl se despidió del príncipe, nunca he sido un buen bailarín y no creo que a mi edad pueda aprender, le agradezco la invitación, ya nos encontraremos en el duelo.

Ya la música invadía los salones del palacio cuando Karl, montado en su caballo, partió rumbo a su casa. Su hija Agatha, Anette y otras muchachas parloteaban y bailaban con los jóvenes aldeanos que, atraídos por tantas muchachas bonitas, se esmeraban en las danzas, pavanas y rondas que las chicas improvisaban.

En un descanso de tanto ajetreo, Anette abordó a la hija del jefe de forasteros.

¿No ha insistido Háspar en sus requerimientos amorosos?

Agatha hizo una mueca de disgusto.

Al infeliz las desdichas lo encuentran así se esconda en los sitio más insólitos. Ese hombre es un ser despreciable, si mi padre se enterara de sus insinuaciones le haría pagar su osadía. Ese Háspar debe estar loco.

Anette, quitándose una venda de la frente, dijo riéndose.

Yo me sentiría halagada si alguien me declarara su amor.

¿Es que para ti todo es una fiesta, una feria, un reír, un bromear?, dijo Agatha regañándola.

Anette se acercó al pretil del balcón que daba a uno de los jardines y se detuvo mirando el firmamento; entonces canturreó.

Una estrella brilló
entre los mijos dormidos
brilló por la noche
y en la madrugada.

Lo dice el árbol
lo dice el monte,
lo dice un búho
que ulula y canta.

Negra es la noche
en que brilla la luna,
rauco es el río
que brama y baja.

Anette entristeció. Mi abuela me la cantaba todas las noches, para que algún día un hombre apuesto apareciera en mi vida para hacerme feliz; vaya que si estaba tocada la pobre anciana, dijo la muchacha riendo.

Eres incorregible, dijo Agatha.

La muchacha se acercó a Agatha y le dijo: Soy como una mariposa, ligera, florida, provista de sueños, de ilusiones, un manojo de canciones tan sutiles como una rosa. Tengo el corazón cerrado a los llamados del amor, no hay ataduras, no hay cadenas que aprisionen mi candor. Los pesares y disgustos de la vida, querida amiga, deber ser apartados como una urente ortiga que al alma irrita y al ánimo infunde desaliento. No amiga mía, Anette no está dispuesta a hacer de criada de ningún hombre. Los caprichos de esos seres son huéspedes malignos que se enquistan en el corazón y lo laceran hasta destruirlo. Y después, cuando te ven avenjentada, adiposa, cargada de hijos, con los cabellos blanquecinos hecho leña, dirigen sus miradas casquivanas a algún nuevo pimpollo dispuesto a ser galanteada por un hombre que por ley divina pertenece a otra mujer. No, gracias amiga mía, prefiero permanecer libre a mis caprichos, a mis antojos, a mis placeres. Ave libre soy ahora, como el viento vespertino que flirtea a su antojo por doquier, como la nube que vaga libremente por el cielo sin que cosa alguna turbe su paso.

Agatha quedó pensativa. Cuánta razón había en lo que Anette había dicho.


IV

Max había aceptado de buena gana el desafío; había aceitado y calibrado su mejor fusil. Se tenía confianza, había vencido en muchas justas y estaba seguro de vencer a aquel campesino ostentoso que, según algunos cazadores del lugar, sólo tenía en su haber algunas palomas muertas. “Tiros a corta distancia”, le habían asegurado.

Cuando Max en compañía de Hams llegó a la hostería del viejo Charli, esta se hallaba abarrotada de montañeses y campesinos de los villorrios vecinos que sumados a los de la localidad, bebían desaforadamente, atendidos por unas bellas mozas. Todos esperaban el momento del tan sonado duelo. No faltaron las apuestas que favorecían largamente a Max.

En las afueras de la hostería se colocó una pértiga y, atada a ella, dos blancos al cual debían disparar los fusileros. Quien lograra derribar el total del disco con menos disparos sería el ganador. También se colocó dos pequeños discos color azulado para que pudieran calibrar sus rifles. Max se sintió satisfecho en sus tiros de prueba: de dos disparos tumbó el disco. El duelo estaba pactado para el atardecer, se esperaba la llegada del príncipe Von Papen y su comitiva; el príncipe apadrinaría  la competencia, pues él, al igual que Karl, jefe forestal del principado, eran muy aficionados a los torneos de tiro.
                                
Karl había apostado una gran suma de dinero a la mano de Max, es un buen tirador y algún día será, mi yerno, había dicho el jefe forestal. Max estaba en amores con Agatha, la hija de Karl, y pensaba casarse con ella apenas terminara de construir una nueva estancia, se debe tener una casa más cómoda, después vienen los hijos y se necesita más espacio, le había dicho una noche al viejo Charli en el “Cuervo Negro”.

Las armas que se usarían para la competencia, como era de costumbre, quedaban en custodia en un almacén del “Cuervo Negro”, sólo el viejo Charli tenía la llave.

La desesperación había llevado a Háspar por los senderos de la venganza; un hombre, pensaba, puede soportar la vida que le toca vivir, siempre y cuando tenga la esperanza de que el motivo para vivirla este algún día al alcance de su mano. ¿Pero está Agatha tan cerca de mi corazón como para que yo pueda soportar esta angustia que me consume? Mientras viva Max toda perspectiva de lograr su amor será en vano. ¡Qué triste es darse cuenta que cuanto place a nuestros ojos y a nuestro ánimo es tan sólo una breve ilusión! De mi corazón se desprenden las esperanzas como las hojas del alerce en el otoño; pero aún me queda algo por hacer y nada podrá detener mi decisión. Haré de mi dolor leña para la hoguera de mi venganza. Haré que Max sienta tal desprecio por la vida que ansié no haber nacido; será tanta su vergüenza y su frustración que no querrá seguir abriendo los ojos a la vida. Da paso destino a mi furor, y que los cielos se abran y brote de ellos lluvia negra.

Mientras todos bebían, bailaban y cantaban con gran euforia, una sombra se deslizaba como una nube negra anunciadora de trágicas consecuencias. Era Háspar que había llegado hasta el almacén donde el viejo Charli había guardado las armas de Max y de Milián; en un descuido se había apoderado de las llaves que el anciano hostelero había dejado en una pequeña petaca debajo del mostrador en que atendía a sus parroquianos. La mano no le tembló para desajustar el rifle que Max con tanto cuidado había calibrado. Todo sucedió tan rápido que el viejo Charli no notó la ausencia del manojo de llavines.

¿Todo bien, Charli?, preguntó Háspar sonriente.

Mejor no me puede ir, contestó el viejo sonriente, mira nomás cuánta gente ha venido.

Cuando termine el duelo tendré las arcas llenas. Que coman y beban todo lo que quieran, estoy bien provisto de todo, cerveza, quesos, vino, longanizas, ese Fanelón me advirtió que necesitaría una buena provisión y no se equivocó.

Buen negocio debe haber hecho ese miserable porquerizo, pensó Háspar, escupiendo sobre una escudilla de peltre.

Los gritos de las muchachas anunciaban la llegada del príncipe y su comitiva. La hora del duelo había llegado… Y la hora en que ponga a prueba mi plan también, pensó Háspar abandonando la hostería.


V

En la quebrada que daba al bosque de Bramar los perros aullaban y ladraban. Eran los perros de Samiel que bajaban por la pendiente adentrándose en la tupida vegetación del bosque. Con razón me dolían los huesos esta mañana, dijo Buba, sobándose la espalda. Siempre que amanezco con este dolor esas bestias de Samiel comienzan a aullar como poseídos. La endeble bruja miró el fogón donde hervían todo tipo de hierbas y restos de insectos y alimañas. Era ya el atardecer y las brujas de Bramar se preparaban para su diario ritual sagrado.  

Debe haber tenido buena caza, dijo la vieja Leviatán mirando entre los árboles de donde los pájaros huían ante la estampida provocada por los perros.

A poca distancia, los perros se disputaban los arrendajos, las liebres y las martas que el misterioso cazador furtivo les arrojaba como buscando aumentar su connatural fiereza. Las piltrafas sanguinolentas se confundían con la tierra húmeda y los hierbajos que los perros, en su afán diabólico por comer, arrancaban muchas veces de cuajo tragando carne, tierra y hierba de un solo envión. Después de tan opiparó festín, los perros continuaban hozando el lugar; husmeaban y resoplaban en busca de algún remanente que engullir. Los hocicos enrojecidos por la sangre, los paladares granujientos, los ojos  amarillos como inyectados en bilis y la baba espesa que colgaba de sus hocicos, eran para Samiel un placer sólo comparable al momento aquel en que activaba el gatillo de su rifle y veía caer a su víctima. Luego de devorada la pitanza, esas cinco fieras negras de colmillos sanguinarios y gruesas patas se acercaban a su amo casi arrastrándose en señal de sumisión. Samiel recorría con sus ásperas manos sus pelajes y ellos gimoteaban como cachorros indefensos. Sin proferir palabra alguna, el cazador furtivo tomaba el camino hacia la gruta donde habitaba seguido por su jauría. Las brujas lo vieron pasar y no lo vieron, pues, solo se veía la sombra de una sombra que parecía volar entre los árboles. Era la señal que esperaban las brujas para iniciar su baile, para entregarse a sus cánticos de ultratumba, para embriagarse con sus ácidos menjurjes, para entregarse a sus desfrenadas danzas satánicas, para proferir sus coplas obscenas plagadas de versos de alabanza a aquel cazador furtivo con quien compartían el bosque en una especie de convivencia acordada. El no interfería en la vida de ellas y ellas no indagaban en la existencia oscura de ese hombre, si es que se le podía llamar así.

 Allí danzaron y cantaron durante horas. Entre la oscuridad abisal surgía la hoguera de aquel aquelarre como un lejano faro que se atisba desde altamar.


ANNCHEN
Voces de espíritus nocturnales,
sombras en penas, invisibles,
abierta está la telaraña en sangre,
y bulle el mal en el fogón de Samiel.
¡Joujo jui! ¡Jui, Luzbel!
buena es la presa que sigue el lebrel.

BUBU
Caen sobre la hierba
íncubos malignos,
suben por la senda
súcubos horrendos
hacer el bien nos hace indignos.
del bello amor que Samiel nos ofrenda.
¡Joujo jui! ¡Jui, Luzbel!
buena es la presa que acecha el lebrel.

LEVIATÁN
Junta está, esta cuadrilla,
como del trigo en hatajo
está su paja amarilla.
que baile esta vieja granuja,
que danze, pero que danze lejos,
no queremos llantos de viejos
sino maleficios de brujos.
¡Joujo jui! ¡Jui, Luzbel!
buena es la presa que acosa el lebrel.


SASHA
En todo aquello que hieda pestes
hagamos tumbas muy profundas,
ya llegarán restos humanos
luciendo azul su carne inmundo
¡Joujo jui! ¡Jui, Luzbel!
buena es la presa que acosa el lebrel.

MOSSA
Que se abran los negros cielos
que llenaremos su vientre
de zarzas, espinas y brezos,
de piedras, guijarros y hielo
cuervos, lechuzas y grajos
se mezclan en agorero canto;
brotan de oscuros agujeros
mil pájaros de malagüero,
y aquí en el fogón de Samiel
yacen reptiles y arañas.
¡Joujo jui! ¡Jui, Luzbel!
buena es la presa que come…

Unos estrepitosos truenos pusieron fin al aquelarre; las brujas, asustadas, buscaron refugio entre la tupida maleza; todo era oscuridad, unos relámpagos iluminaban de cuando en cuando aquella silenciosa noche que ya se volvía lluviosa. Las brujas, agazapadas una al lado de otra, habían alcanzado su guarida, allí permanecían como niñas asustadas. El celaje oscuro se abrió y un rayo enorme como una lengua de fuego se precipitó a tierra provocando un leve sismo.

 Es la furia de Samiel, gritó la vieja Leviatán.

Que nos protejan los espíritus encantadores, dijo Mossa con voz apagada.

¡Samiel!, ¡Samiel!

El nombre de cazador furtivo resonó en la CUEVA DEL LOBO como un enorme tambor. Samiel vio la llama roja suspendida en el aire como la había visto durante miles de años. Te he dado el don de recrearte en el mal por tu disconformidad con el mundo y por tu rebeldía que es tan inmensa como tu soberbia. Nunca te he visto declinar en tu lucha contra la bondad, la fe, la caridad y la esperanza; siempre has sido uno de mis más fieles y perversos guerreros, pero debo reconocer que pareces temblar últimamente cuando debes asumir las responsabilidades que te he encomendado. Aún espero el alma de ese cazador borracho y siniestro que me habías prometido…Háspar, interrumpió el anacoreta. Sí, ese mismo, continuó la llama. Espero no haberme equivocados de haberte sacado de lo más profundo de esas negras y oscuras masas, de esa espuma ígnea que funde la roca como si fuera plomo. Eres, Samiel, la obra más acabada y perfecta de mi maligna creación, no me falles porque te enviaré a un lugar donde contarás el tiempo por milenios, un lugar tan oscuro que ni siquiera te darás cuenta que existes.

La llama se extinguió. Un grito gutural salió de la garganta de Samiel remeciendo el tronco de los árboles tumbando, a los más débiles, sacando a las aves de su descanso nocturno para ver como sus nidos eran desprendidos de las ramas. Algunas rocas se desprendieron de los altozanos y una agua fangosa caía de las cumbres arrastrando hierbas y piedras. Samiel había apaciguado su furia. Su perros, arrinconados en el fondo de la gruta, retomaron sus puestos de vigilancia en la entrada. La calma había vuelto al bosque y las brujas dormían plácidamente.


VI

Cuando Háspar llegó a casa de Max, este se hallaba sumido en la más profunda depresión. La derrota que Milián le había infringido en el duelo era demasiado para él; y qué decir de las burlas que había tenido que soportar.

-   ¡Hurra! Hurra por Milián y su triunfo estrepitoso sobre el guardabosque, coreaban un grupo de campesinos.

-  ¡Se apagó tu estrella, guardabosque!, gritaban ebrios y eufóricos algunos cazadores adeptos del nuevo monarca del tiro al blanco.

Como había podido errar los tres tiros era algo que Max no entendía,… ni siquiera cuando era aprendiz de tirador había fallado más de una vez, no entiendo nada, estoy nublado, esos hombres mofándose de mí como si fuera un paria, el rostro bilioso de Karl por haber perdido una cuantiosa suma de dinero en las apuestas, la mirada inquisidora del Príncipe quien esperaba un torneo reñido, es decir, toda una catástrofe sobre mis hombros, se lamentaba el guardabosque.

Háspar lo escuchaba fingiendo una aflicción que no sentía, una pena disfrazada que no era por compasión, sino por satisfacción plena de haber urdido un plan que había resultado magníficamente y era más su regocijo al ver que Max no se sentía solo en ese momento tan trágico, pues, veía en él, en Háspar, el causante de su tragedia, al buen amigo, al compañero fiel que se abrazaba al caído en desgracia… el muy estúpido no sabe que está abrazando al diablo en persona, a la reencarnación de Lucifer, Señor de los abismos y Padre terrenal de toda criatura que es capaz de causar daño, ah, Max, Max, he de verte a ti y a tu amada Agatha a quien tanto amo pudrirse en la huesa, quemarse en los infiernos, sufrir miles de veces el dolor que me devora.

Háspar pensó en Agatha con la satisfacción con que una mariposa se posa en una rosa. La recordó tan bella con esa sonrisa de ángel co que dio inicio al duelo, a la tragedia de su amado Max.

Allí estaba de pie junto a su padre viendo como Max cargaba su arma; un rostro de preocupación la embargaba al ver como Milián, de dos tiros certeros, había descolgado el blanco de la pértiga ¡Bravo, Milián!, gritaron algunos cazadores y campesinos amigos de él; allí estaba Krull sonriente azuzando a la gente a alentar a su amo, hombre tan pródigo a la hora de los tragos que, a no dudarlo, invitaría varias rondas de cerveza y vino si ganaba la competencia, si se llevaba aquella presea de estaño en forma de plato que lucía sobre una mesa sacada del “Cuervo Negro”.

¡Qué voy a hacer ahora! No me duele tanto perder mi trabajo como guardabosque, porque es seguro que Karl me pondrá los pies en polvorosa; es perder el amor de Agatha lo que me atormenta ¡Oh, Háspar! ¡Qué puedo hacer!

Háspar sentía a cada momento que el lazo de la desesperación se estrechaba sobre el cuello de Max, pero sabía que podía esperar un poco más y que, llegado el momento, lo tendría entre sus manos para llevar a cabo la segunda parte de su plan. Las manos del guardabosque temblaban, ya no eran esas manos seguras que sujetaban el rifle frente al blanco. ¡Vamos, Max! ¡De un solo tiro vuela ese disco y demuéstrales quien es el campeón! Gritaron algunos afuerinos que los conocían de otro tiempo. Nunca Max se sintió más seguro de su triunfo; miró de reojo y vio a Agatha sentada entre su padre y Anette, percibió en su rostro una sonrisa cómplice la cual avivó su ánimo. Miró a Milián, su sonrisa por haber tumbado el disco de dos tiros se había disipado ahora que lo veía a él en el hito de distancia, listo y seguro para disparar. El primer disparo cortó el aire y la respiración de cuantos veían como había errado su disparo. Ni un rasguño, ni un arañón que delatara que una bala había pasado por ahí cerca. El rostro de Milián se encendió de alegría y el de Agatha se sumió en una mueca de horror. Un segundo disparo y un tercero y mi triunfo fue contundente. Max había solo vencido por Milián gracias a mí, a Háspar, un ser de una inteligencia suprema capaz de urdir un plan para destruir las ilusiones de Agatha y Max. No, Agatha, si pensaste que te saldrías con la tuya desdeñando mi amor te equivocaste. Ahora tu amado está en mis manos, al borde del precipicio; esperando estoy el momento de mandarlo al infierno.

Vamos, Max, arriba ese ánimo, cantemos juntos y bebamos, dijo Háspar moviendo la rueda de la segunda parte de su plan.

Aquí en la tierra
donde llora el pobre
y goza el rico,
sólo pena habría
y más aún tormento,
si la vida, las uvas no tuvieran
para aliviar el ánimo
y calmar el cuerpo.

Y elevando el vaso con vino, Háspar agregó:

Por eso hasta el último aliento
apuro el vaso del buen vino
que me ofrece a diario
un buen amigo.

¡Oh!. Baco generoso,
corre tu sangre por misma venas,
en delicioso mar de fuego
diablo amigo.

Algo animado por la alegría de Háspar, Max acepta un sorbo de vino, luego otro y otro hasta que su ánimo cambiante anima a Háspar a proseguir con su plan. Háspar recuerda el pacto que ha establecido con Samiel en la Cueva del lobo… ayúdame, Samiel, a vengarme de esa mujer que ha desdeñado mi amor por ese guardabosque y a cambio te daré mi alma y te serviré por siempre para sembrar entre los hombres la discordia. Y el diablo había aceptado sin dudarlo. Había visto la maldad en los ojos de ese osado cazador, percibía el olor de su carne pervertida y se regocijaba en el nefasto destino que él supremo Señor de los Abismos más oscuros, había ya trazado sabiendo que el mal era la mortal enfermedad de los mortales.

Háspar sabía que el plazo para cumplir con lo prometido a Samiel se había cumplido…pero no será mi alma la que se lleve sino la de este desgraciado, había pensado Háspar. ¡Qué más da, uno u otro! El destino ha decretado el sacrificio de este infeliz para salvar mi vida. ¿Acaso no he perdido ya bastante con el desdén de esa mujer? Ya siento el calor del infierno sin haber llegado a él. Llena está mi alma de males y tristezas y sólo me queda la esperanza de padecer más infortunios hasta el día aquel en que mi carne putrefacta sea pasto de gusanos.

Max estaba al borde de la ebriedad por lo que Háspar le quitó la garrafa de vino que tenía en las manos. ¡Basta por ahora, querido Max!, ya habrá tiempo para exprimir las viñas. Ahora escucha lo que tengo que decirte, dijo Háspar.

¡Balas encantadas!, ¡Qué es eso! ¡Dé que balas estás hablando, Háspar! ¿Es que acaso el vino ha turbado tu entendimiento al punto de hacerte delirar?, dijo Max ante la proposición que el infame le había susurrado al oído.

Quien pierde la fe, querido amigo, no puede perder más y tú ya has perdido todo, así que aférrate a ella y encomienda a los dioses lo demás, dijo Háspar seguro de que sus palabras entrarían en el guardabosque como el aire por la juntura de una puerta.

Siguieron bebiendo…la fe es la gran compañera del espíritu, querido Max, prosiguió Háspar.
 Pero sin echar mano a la obra es palabra muerta. La fe que no actúa no es una fe sincera. La razón y la fe son dones que pocos pueden poseer y es cobarde  aquel que poseyéndolas renuncia a ellas. Vamos, querido Max, todo es cielo para quien en la fe confía. No hay cosa imposible para el hombre que se entrega a la fe, aun cuando tenga que someter su razón sin restricción alguna a ella. A quien todo lo pierde le queda la fe todavía. Quien pierde la fe, querido Max, ha perdido los ojos ante el cuervo que se regocija en la duda. Ten confianza en mí te pido y no más. Si te fallo, guarda esta bala cerca de tu decepción y acaba con mi vida.

Max apretó fuertemente en su mano la bala que Háspar le entregó.

Una bala encantada dices…

Si, Max, una bala que te devolvería la gloria y pondrá a Agatha nuevamente a tus pies,  dijo Háspar volviendo a llenar los vasos.

¿Y dónde está esa bala?, interrogó Max, ya seducido por el vino y por Háspar.

En la “Cueva del lobo”. Yo mismo la fundiré para ti, pero debes estar presente para que su efecto sea eficaz. Estarás a la medianoche en punto en la “Cueva del lobo”, yo te esperaré, confía en mí, piensa en la pobre Agatha y en lo desconsolada que debe estar. ¿Eres tan cruel como para dejarla sola enclaustrada en su sufrimiento?

¡Pero ni una palabra a nadie! ¿Me lo prometes?, dijo Max tomando a Háspar del brazo. Te lo prometo, claro que sí. Difícil prueba es guardar secreto peligroso, pero asumo el reto. Contestó Háspar despidiéndose del guardabosque.


VII

Atardecía y las brujas en la quebrada que daba a la Cueva del lobo se hallaban colocando el perol en el fogón para dar comienzo a sus danzas vespertinas. Buba y Mossa seleccionaban todo tipo de plantas y hierbas para preparar el menjurje; Leviatán había desmembrado un gran número de insectos, desde arañas y escarabajos hasta ciempiés; Anchen había hecho lo mismo con sapos, lagartijas y murciélagos. Todo estaba listo para iniciar sus acostumbrados rituales. Unos nubarrones oscuros y rojos como carbones encendidos chocaron de pronto y una lluvia intensa comenzó a caer.

Tendremos mal tiempo, se quejó Mossa.

No será la primera vez que tengamos que hacer lo nuestro en estas condiciones, dijo Sasha.

La tormenta se hizo más intensa; truenos, rayos y relámpagos iluminaban y tronaban en la quebrada creando un espectáculo siniestro.

Esto no me gusta, se quejó Leviatán dejando caer los maderos de alerce destinados al fogón.

Un grito gutural resonó en todos los rincones del bosque, de la quebrada, de las pequeñas montañas.

Es Samiel, gritó Anchen abrazándose a Sasha.
Por las colinas aledañas a la “Cueva del lobo”, los perros de Samiel descendían a toda prisa, esquivando como de memoria rocas, árboles, arbustos y riachuelos. Las brujas, presintiendo que algo andaba mal, optaron por replegarse hacia su guarida. Un rayo cayó sobre el perol y estalló como una granada esparciendo el contenido. Un coro fúnebre comenzó a diseminarse por la aldehuela que las brujas habían construido durante años.

Las brujas embusteras
cerrarán la boca
y no habrá voces
que trastoquen
el infierno en el cielo o
la llama en agua.

Gusanos entregados al placer,
sois, monstruos horrendos;
ahora pagaréis con vuestra
estéril vida vuestra ofensa.

Los perros, hábiles y diestros en la caza, dieron cuenta de aquellas mujeres indefensas que salieron corriendo como gallinas asustadas. Toda la algarabía y la euforia que siempre demostraron, pasó a ser cosa del pasado; donde antes reinó el bullicioso y los cantos saturnales, ahora sólo quedaba un ambiente lúgubre de soledad y silencio. Dentelladas certeras y mortales y un apetito bulímico fue todo lo que  se necesitó para desaparecer a las brujas. Los perros, jadeantes y con el hocico babeante y sanguinolento, se pasaban la lengua por los belfos buscando alguna hilacha de carne y piel que tragar. De las brujas sólo quedaban algunos huesos triturados y unos cráneos pelados. Arriba, las nubes se acechaban por el cielo inmenso que comenzaba a despejarse; el suelo era un barrial ensangrentado donde se apreciaban algunos carbones encanecidos. Los perros los hurgaba todo, bufando, hipando y resoplando en busca de algún guiñapo que lamer. Cuando sintieron la presencia de Samiel que los espiaba desde un cerco de ligustros se tornaron inquietos. Cuando al poco rato, la sombra del cazador furtivo inició su ascenso por un camino áspero de barro y boñiga, los canes se alinearon y siguieron esa sombra ígnea que tanto conocían.
La noche se cerró lenta y tranquila; una estrella fugaz surco el cielo, el ermitaño Hemming cocinaba un trozo de ciervo en una tenue fogata cuando la vio caer.


VIII

Háspar llegó a la quebrada antes de la medianoche,… Max no tardará en llegar, mientras tanto, llamaré a Samiel para concertar nuestro acuerdo.

Samiel…

Samiel…
Háspar se sentó sobre un tronco de roble; allí percibió un ácido olor a muerto, anduvo hasta la entrada de las grutas de las brujas y, horrorizado, vio esos cráneos pelados, con uno que otro mechón de cabello. Recordó los rubios cabellos de Mossa cuando eran escarmenados por la pequeña Buba,  así ya no parecerás un espantapájaros , y Mossa que se dejaba hacer y Buba que le hacía las colas más largas y le colocaba unos lazos de seda verde como horquillas . Junto a uno de los cráneos vio un talismán, es de Leviatán, ella también debe de haber sucumbido a la ferocidad de… quedó mudo, pensó en Leviatán, enorme y obesa, con los senos caídos y pesados como talegos repletos de patatas; pensó en su viejo vestido y su llamativa percala que motivaba la burla de Mossa y Buba cada vez que danzaba imitando el baile de un oso. Y ahora, después de toda esa risa, de toda esa algarabía desbordante, de toda esa ráfaga de gritos, cantos, aullidos, voces, jadeos, ahora, ahora, ahora todo era uñas retorcidas, dedos mutilados, huesos astillados y cariados, carne putrefacta, piel reseca, dientes amarillentos, todo eso increíblemente nauseabundo.

Samiel, gritó Háspar.

Un frío gélido y una neblina densa cayeron sobre la quebrada. Cinco sombras oscuras cubiertas de lúgubre capuz rodearon a un aterrorizado Háspar. El mal sabía metamorfosearse de bestias asesinas en densas nubes negras que con sigilo rodeaban a aquel que se había atrevido a profanar una de las guaridas del demonio. Densas eran y negras eran las nubes, como carbones apagados a la espera de la lumbre, recordaría Háspar posteriormente, cuando ya el frío del sepulcro comenzaba a helar su cuerpo.

Samiel, gritó Háspar, como buscando impunidad ante esos seres extraños que comenzaban a estrechar el cerco.

ARIMÁN
Acudir a tu llamado
y abandonar mi hogar
no es sumisión a tu
mandato, espíritu visible.
En nube ligera tu invocación
ha llegado a mi cubil.
Revela, pues, mortal, tu petición.

Antes de que pudiera responder, los otros demontres intervinieron.

ZIDAH
¿Quién con voz carnal
se ha atrevido a perturbar mi paz?
¿Quién ha osado, cual hurón,
hurgar en lo insondable?
¿Quién con tenue luz
pretende penetrar en las tinieblas?
¿Aquí estoy, llevado más por la curiosidad
que por servil benevolencia?
¿Quién sois? ¿Qué pretendes?
Hablad rápido que se agota mi paciencia.

MAÚD
En perro convertido estoy
desde hace lunas.
No me quejo del destino
que mi Padre Lucifer me haya inferido.
Rabia hay en mis fauces,
en mi hocico, en el
tósigo que cae de mis colmillos.
Vago entre pantanos tenebrosos,
entre tumbas carcomidas
por el moho y por el tiempo.
¿Qué buscáis, espíritu malvado?

Háspar se mantenía en silencio, quería escuchar a todos aquellos seres extraños para saber a qué atenerse.

MIRRA
Áspero es mi andar rastrero.
En sierpe, transformado estoy
desde antes de la luz,
desde antes que mi Padre Lucifer
fuera arrojado injustamente
de su lar.
Un eco ha resonado entre
la cariada hierba y la podrida
espiga. ¿Es tu voz, espíritu
infeliz la que ha movido
la paz del infinito, el dulce
ritmo del silencio y las tinieblas?
¿Habla ahora o callarás por siempre?

La que parecía ser la nube más densa y más oscura dejo ver una calavera azulada bajo el apretado capuz.

ANAT
Esas hienas angurrientas sólo buscaban
vanagloriarse de poderes que no tenían
loaban la maldad sin practicarla,
admiraban y respetaban a Samiel
por impotencia, invocaban cancones
sin el convencimiento de que responderían
a sus ensalmos, fundaron una sociedad secreta
para parasitar; pero no actuaron
por convencimiento sino por conveniencia.
Los que no creen en la maldad y el poder
que ésta infiere no pueden hacer el mal.
El hacer el mal sólo cobra valor cuando
se hace por satisfacción, no como hacían estas infelices
que sólo buscaban regalías.
Se pasaban el tiempo preparando
ungüentos, pócimas y mejunjes que no se
untaban ni bebían. Todo incauto que caía
en sus garras no hacía más que aumentar la furia
vengadora de Samiel. Pero ya no podrán
traficar sus conjuros invocando el omnipotente nombre de Samiel.
Ya han sucumbido a nuestras fauces, ya no seguirán satirizando sobre
el poder del mal. La gente volverá a temer,
a odiar, a codiciar, a fornicar, a mentir, a ser como
eran antes, pues, está en su naturaleza
hacer el mal al prójimo: han
pagado estas brujas su osadía.
Ahora habla y di qué quieres.

Háspar pensó que si hubieran querido hacerle daño ya lo habrían hecho; eso le otorgó confianza y dijo que sólo he venido porque quiero preparar unas balas mágicas con las cuales Max pueda vencer en duelo a Milián.

Anat asintió y los espectros desaparecieron. Háspar quedó solo en las profundidades de aquella quebrada; un ligero sonido lo alertó de que Max ya se avecinaba: ahora ha llegado el momento de culminar mi plan, se dijo mientras preparaba el fuego que necesitaría para preparar las municiones que daría al guardabosque.

Max había bajado la pendiente que llevaba a la Cueva del lobo esquivando la densa vegetación. Una pequeña cascada se oía en los alrededores de aquel bosque rodeado por altas montañas y cubierto, en gran parte, de frondosas coníferas. La luna llena relucía pálida. Dos tormentas se acercaban al corazón del bosque por direcciones opuestas. Gran cantidad de árboles secos colmaban grandes sectores del bosque, algún rayo certero debe haberlos tirado a tierra, pensó Max.

Lechuzas, arrendajos y cuervos graznaban nerviosos por la proximidad de la tormenta. Después de largo andar, diviso un calvero donde encontró a Háspar, sin sombrero ni abrigo; sólo llevaba un morral y un cuchillo de caza. Había formado un gran círculo con piedras negras, en el centro, una calavera desdentadas se hallaba junto a dos alas de cuervo, unos picos de lechuzas, unas plumas de arrendajos, un cucharón y un molde de balas.  

Aquí estoy, tal como te dije.

Háspar miró a Max con indiferencia.

No hables, presta mucha atención a lo que voy a hacer, así aprenderás el arte de fundir balas mágicas. La noche avanza hoy más de prisa que nunca, cada instante es preciso, y es preciso darnos prisa, dijo Háspar extrayendo de su morral las ingredientes y echándolos dentro de un perol que calentaba bajo un denso fuego.

Y ese cráneo de quién es, preguntó Max con una mueca de temor.

De Leviatán, una vieja bruja que ahora se revuelve en la panza de un perro, contestó Max con una de sus acostumbradas sonrisas diabólicas.

Allá vamos, dijo Háspar, echando en el perol un trozo de plomo, un poco de cristal de un vitral hecho añicos robado de una iglesia anabaptista, cinco balas que ya habían sido usadas acertadamente y extraídas de los cuerpos putrefactos de cinco cerdos negros, un poco de mercurio y otro tanto de limaduras de hierro oxidado y ahora, sólo falta la bendición del más diestro de los cazadores de almas descarriadas. Más cerca de ti, ¡Oh Samiel!, anhelo estar, aunque en ígneo fuego mi cuerpo vaya a dar…

La invocación que hizo Háspar del cazador furtivo provocó escalofríos en el guardabosque. Mientras Háspar se hallaba concentrado en sus invocaciones, Max parecía lamentarse de la situación en que se encontraba. Horrenda es la oscuridad del sombrío abismo que ante mí se abre de par en par. Ya en mi mente se vislumbra un pantano hediondo e infernal. De qué vale recurrir a Dios en estos momentos en que mi alma solitaria, llevada por la pasión de una mujer y también por la soberbia, se halla errabunda por el sendero del infierno. Ya la luna ha perdido su esplendor en estas nubes tormentosas que cubren esta fría noche, aquí las aves no esperan la mañana para piar, vuelan de noche, en sigilo; las ramas de los árboles parecen saetas dirigidas hacia mí. Pero a pesar del temor y el horror que siento estoy condenando a mi destino. He abatido al águila en las alturas de la vanidad y matado al león de la ambición con estas manos que han tocado el rostro de mi amada Agatha. Cierro los ojos y veo el espíritu de mi madre pidiéndome que vuelva atrás. No, Max, no. Ya estás sobre el caldero y debes de seguir porque así lo han dispuesto los astros del cielo.
¡Samiel! No nos trates según nuestra malicia, sino según tu gran clemencia. Perdona nuestras pequeñas maldades, para sólo para darnos licencia a cometer otras más horrendas.

Max escuchaba anonadado a Háspar. Vio como la masa recogida en el cucharón comenzaba a fermentar y a sesear; luego veía salir de ese amasijo una luz blanquecina y verdosa. Escuchó el  ulular de una lechuza que en su vuelo rozó su rostro con una de sus alas. Luego escuchó como una bala caía en un recipiente de peltre uno y luego otra dos y otra tres y cuatro y cinco y seis y ahora la bala mágica; pensó para sí Háspar con la mirada perdida y el rostro sudoroso, aquella que estallaría en el rostro de Max y lo mandaría de frente de infierno y mi deuda con Samiel quedará saldada.

Un viento fuerte descendió de las montañas destrozando las copas de los árboles y tumbando a los dos hombres a tierra. Un torbellino lleno de sonidos invadió  el bosque, golpes de látigos y de yunques resonaron ensordecedores, carros tirados por corceles plateados pasaron a tal velocidad que fue imposible para Max percibir sus formas, las ruedas parecían soles encendidos; ladridos de perros y relinchos de caballos en el aire denunciaban una feroz pelea. Todo el cielo fue invadido por tormenta que descargaba su furia, en rayos, truenos y relámpagos, cayeron aguaceros, mientras de la tierra surgían lenguas de fuego gualdas y azuladas. Luego todo fue oscuridad y silencio. Max, se escucha la voz gutural de Háspar, sí, aquí estoy…bien, tengo la balas, ahora debemos salir de aquí.

Max vio, soñó con un hombre barbado de cabellos largos que pasó como una centella; su mirada benevolente, parecía decirle algo que en toda esa batahola no pudo comprender.


IX

Hemming se detuvo a la sombra de un eucalipto y se recostó en él.

Sus dedos inquietos jugaron en la hierba, descubriendo la variedad de vida que existía en ese mundo confuso disfrazado de verde. En su cabaña tenía una gran variedad de plantas recolectadas durante muchos años. Había construido un granero con la única finalidad de guardar su colección junto a las semillas de sésamo, trigo y millo, había todo tipo de hongos, desde comestibles hasta venenosos, sensitivas, cilantro, alcaparras, ajíes, alpistes, bejucos, cápsulas, lianas y un sinnúmero de raíces y cortezas de árboles. Ni los líquenes que crecían en los lugares más inhóspitos habían escapado a su ojo entomológico.

 Una tarde, en busca de ellos, bajó hasta lo profundo de la quebrada donde el terreno se hacía fragoso y la falda de las montañas era socavada por cavernas oscuras donde los murciélagos esperaban el atardecer para salir en enjambres que cubrían el cielo durante largos minutos; no sólo encontró líquenes sino una gran variedad de lianas rastreras que se amalgamaban en babeantes marañas. A pesar de su enorme estatura, su tupida barba y sus cabellos largos, Hemming tenía esa cualidad que poseen algunos hombres para ser vistos sin ser vistos; sus ojos negros, grandes como dos uvas de borgoña, poseían una mirada fija y profunda que parecía hipnotizar a todo el que se cruzaba en su camino; no se sabía de alguien que recordara sus facciones a pesar de haber asistido el ermitaño a las ferias de fin de semana organizadas por algunos comuneros principales y comerciantes ávidos de ofertar sus productos: jamones, colas de abadejo, huevas de arenque, saladillos, damajuanas de vino, garrafones de ron, alcollas de aguardiente hasta malangas en tiestos, macizos de buganvillas y rosas amarillas y rojas para parterres, estas últimas, las preferidas el príncipe Von Papen. Los hombres acudían con sus mujeres y sus hijos en busca de solaz, una forma de descargar la tensión del trabajo de la semana que muchas veces iba desde las primeras luces del alba hasta muy entrada la tarde.

Después de un frugal almuerzo, las mujeres se atiborraban de chismes y entredichos buscando pasar el tiempo, para luego regresar a sus casas a coser, hilar, bordar o a cualquier labor que las mantuviera ocupadas antes de dormir.

Entrada la tarde, un suave viento bajó hacia la quebrada; Hemming tomó un morral y ya de pie observó el celaje que comenzaba a oscurecer. Conocía el lenguaje de los árboles, las rutas de las nubes, el sonido de cada gota de lluvia, la luminosidad de los rayos, el sonido de cada relámpago, la ubicación de cada una de las piedras y rocas de todo el bosque y la quebrada. Entre la soledad de su ascetismo había aprendido a conversar con las piedras, con las plantas y hasta con sus manos. Al otro lado del bosque sintió el aullido de los perros de Samiel y los gritos desgarradores de las brujas que tronaban sobre los campos vecinos, alborotando los gallineros y haciendo huir a las palomas de los palomares. Son cosas entre de diablos, pensó.


X

Fanelón amaneció de buen humor. La venta hecha en la feria, después de las calendas dominicales, había engrosado su bolsa. Las  alabanzas recibidas lo tenían extasiado, ese hombre tiene manos mágicas, esas palabras del príncipe Von Papen lo habían elevado al cielo, abrió una bombona de aguardiente y bebió de pico un largo sorbo, se lo merecía; revisó la despensa que tenía en la parte trasera de la casa, como haciendo un inventario; de los garabatos colgaban todavía algunos perniles de venado, cabezas de ternero para los caldos, tripas para sopa y algunos salames y salchichones, todo refrescado en toneles llenos de sal y arena mojada. Miro por un ventanal que daba a la pradera y vio a las muchachas, alegres y juguetonas, sacando la vacada de los establos llevándolos hacia los campos de pastoreo, tan copiosos en forraje. Abrió un armario, extrajo un trapo y un líquido viscoso para pulir, y comenzó a limpiar sus mosquetes, trabucos y pistolas que descolgó de las planopias de su sala. Aquella tarde sería el concurso de tiro organizado por el príncipe ¿Se presentaría Max, el guardabosque? Quién sabe, pensó. A veces el orgullo es un mal consejero, otra derrota pondrá muy mal a ese hombre, no quisiera estar en su pellejo, yo prefiero participar por simple afición, no me dejo arrastrar por vanidad alguna, su mujer lo llamó, dejó su rifle en la panoplia, ya era hora del desayuno.

  Hams estaba bebiendo al mediodía en el “Cuervo Negro”, había llevado un recado de Max a Milián y aprovechó para echarse unos tintos. Ahora sí que el guardabosque acabará con ese patán de Milián se volverán a ver las caras esta tarde. Mi señor se halla muy optimista, lo he visto revisar una y otra vez su rifle, dice que ahora no se separa de él hasta la hora que tenga que disparar, ignoró porqué tanto recelo, dijo con muchos tragos detrás de la cazadora. Un ambiente de tensión, de algarabía e incertidumbre reinaba en el “Cuervo Negro”. Al poco rato entró Fanelón llevando guarniciones, salames, higos secos, aceitunas rancias, morcillas y queso de cabra, lo acompañaba Krull, el criado de Milián.
Aquí tienes tu pedido Charli, traedme una garrafa de buen vino, Krull y yo estamos sedientos, gritó Fanelón lanzando una de sus estentóreas carcajadas.

Participarás en el torneo, Hams, preguntó Krull. Hams tragó un puñado de maní frito y negó con la cabeza. Bueno, pero de todas maneras nos veremos allí, quiero ver la cara de ese guardabosque cuando Milián lo vuelva a vencer, gritó Krull levantando su vaso y brindando con Fanelón que ya apuraba el tercer vaso.


XI

Anette irrumpió en la habitación de Agatha, envuelta en una dormilona fue a acostarse al lado de Agatha. La hija de Karl de hallaba ensimismada como buscando una singladura a sus confusos pensamientos. Sus manos jugueteaban nerviosas con los pliegues de su bata de muselina; crees que todo saldrá bien esta tarde, que Max saldrá victorioso, dímelo tú que tienes algo de esas brujas que dicen que revolotean alrededor de un gallo degollado allá en el bosque; Anette río complacida. Vaya fantasía que tienes, amiguita, yo, una bruja, vaya que si es divertido. Un grupo de petirrojos trinaban cerca de la ventana de la habitación de Agatha, los vio descansar en el fresco de un aljibe, posarse juguetones en las ramas ligeras de un aromo. Todo saldrá bien,  dijo Anette, tratando de cambiar el ánimo alicaído de Agatha. Así sea, dijo Agatha mirando el celaje prístino de aquella cálida mañana, así tenga que recurrir pensó para sí misma, a promesas, ayunos, penitencias e invocaciones a quien quiera escucharme.

El cielo de aquella tarde estaba despejado, una que otra pequeña nube asomaba tímida ante un sol que amenazaba calentar aquellos campos donde las plantas y los árboles parecían secarse sobre una tierra que, de ocre y acogollada, se estaba convirtiendo en un yermo polvoroso y estéril. La gente había empezado a llegar de todas partes; aldeas, villorrios, caseríos, burgos; parecían invadir los caminos como un enjambre de abejas atraídas por la miel. Los torneos organizados por el príncipe son de lo mejor, comentaban los caminantes. Las escasas posadas, ventas, mesones, albergues y tabernas estaban abarrotadas de mercaderes, herreros, armeros, albéitars, drogueros, panaderos, campesinos, monteros de altas botas y sobre todo cazadores ávidos de ganarse un dinero en las competencias de tiro. Todos comentaban el desafío que sostendrían Milián y Max, el guardabosque.

El príncipe apareció secundado por un séquito de servidores y amigos de ocasión. Un alabardero lucía orgullosos un estandarte de terciopelo carmesí forrado en armiño, donde se veía, bordado con mucha diligencia, el escudo de los Von Papen. Luego de un breve espectáculo hecho para divertir a la tupida concurrencia donde participaron malabaristas, demiurgos, equilibristas y saltimbanquis, se dio inicio a las competencias donde los fogonazos espantaron a todos los pájaros y aves de los alrededores.

Ya entrada la tarde, Milián apareció acompañado de Krull quien portaba el fusil que su amo usaría buscando vencer nuevamente al guardabosque. Max también se hizo presente; llevaba una cazadora marrón, botas altas, puñal al cinto y un reluciente rifle. Llevaba una minúscula faltriquera atada a la cintura: allí estaban las balas “mágicas” que le darían el triunfo. Háspar, ya algo ebrio, observaba la escena como un sepulturero que espera al muerto que va a enterrar.

Después que el príncipe dio su venia y les fueron leídas las reglas de la caballerosidad que se debían guardar, ambos contendores tomaron sus puestos. De siete disparos hechos por Milián sólo tres dieron en el blanco; quienes habían apostado dinero por él se sintieron decepcionados, entre ellos Karl, el padre de Agatha. La hija del jefe forestal, por el contrario, se hallaba feliz.  Ahora sí que ganará, mis oraciones han servido, le dijo a Anette, quien estaba más ocupada buscando algún mozo con quien bailar después del torneo. Max alineó sobre una tablilla las siete balas que usaría, guardó la distancia debida y disparó la primera. Blanco, gritó el juez encargado y blanco fue el segundo para que todos aquellos que habían jugado a la mano de Milián vieran desvanecerse su dinero como agua que se escurre por una alcantarilla; y  blanco el tercero para que Milián supiera de una vez que sin la ayuda del malvado Háspar jamás hubiera derrotado a Max la primera vez; y blanco el cuarto para que el jefe forestal volviera a vanagloriase en la frase aquella de que Max es un buen tirador y algún día será mi yerno; y blanco el quinto para que la tristeza no se atreviera jamás a posarse en la blancura nívea del rostro de la dulce Agatha; y blanco el sexto para que la angustia de un Háspar guarecido en su escondrijo esperara el fogonazo final que acabaría con la vida. Del noble guardabosque Max se dispuso a lanzar el tiro final, pero se dio cuenta que ya no quedaban blancos por acertar. El encargado de colocar los discos sobre las pértigas había omitido, fortuitamente, una arandela. Cuando el desconcierto reinaba entre la multitud arremolinada, se escuchó la voz del juez, ya Max con seis aciertos ha vencido a Milián, no tiene caso seguir con esto. Todos estuvieron de acuerdo y, cuando se disponía a dar como ganador al guardabosque, la voz de un campesino ebrio se escuchó.

Oye, guardabosque, si eres tan bueno dale a esta moneda.

La moneda lanzada al aire inició un rápido descenso, la bala de Max salió como un rayo y la fulminó. El desconcierto de Háspar fue mayúsculo, Max seguía en pie, la bala no había estallado entre sus brazos y un chorro de sangre negruzca salía de un costado de su cuerpo. La bala “mágica”, después de darle a la moneda había impactado en Háspar; como presagiando su muerte, toda la vileza de su alma afloró como un torrente sanguíneo de una vena perforada.

Canalla infame, gritó Háspar saliendo de su escondite. Todo no es más que una farsa. Esas balas están encantadas por su pacto con el demonio, Samiel las ha encantado con su poder; solas podrían esos proyectiles abatir al lobo más sangriento y al jabalí que voraz escarba entre los verdes cultivos.

Ante la atónita mirada de todos los presentes, Max extrajo el puñal que llevaba atado a la cintura y fue en busca de Háspar que huía hacia la quebrada invocando a Samiel.

No escaparás a mi venganza, monstruo infame. Por amor me he condenado al infierno, pero tu  iras conmigo y ni el mismo diablo evitará que te arranque las entrañas con mis propias manos.

Todos se hallaban conturbados, los enamorados furtivos abandonaron sus caricias y arrumacos, los ebrios dejaron de beber, las mujeres soltaron a sus pequeños hijos y se unieron a la procesión de hombres y mujeres que, encabezados por el príncipe y Karl,  siguieron a los dos hombres hasta la quebrada. Cuando llegaron a la boca del desfiladero que desembocaba en la “Cueva del lobo”, vieron a Max y a Háspar forcejeando como dos aves de presa tras un mismo bocado. Todo fue rápido, Háspar, agonizante y asido a una filuda roca, luchaba por no caer, Max, también herido, se arrastraba en busca de aquel hombre que lo había llevado a las puertas de la perdición y de la muerte.

Sé que sabrás perdóname querida Agatha, musitó Max. Este hombre en los umbrales de la demencia se aprovechó de mi dolor y mi vergüenza y aquí estoy ahora junto a él a las puertas de purgar mi pecado. Ya no valen penitencias, oraciones ni sahumerios de incienso para salvarme de este camino que me lleva a la muerte. De mentas, lirios y mirtos  se cubrirá mi tumba, y ella seguramente te atará al amor por el resto de tu vida.

Como atraído por un imán Max cayó sobre Háspar y ambos cayeron pesadamente sobre rocas y pedruscos antes de tocar el fondo de aquel empinado abismo.


XII

Una Agatha ya envejecida, con el rostro lleno de arrugas y unas manos ásperas llenas de efélides, llegaba todas las tardes hasta la tumba de su amado Max, sepultado bajo un almendro en los jardines del palacio del príncipe Von Papen. Hacía años que la mayoría de los testigos de aquella lejana tragedia que había enlutado su alma de por vida habían muerto. El príncipe de una embolia, Karl de una fractura al caerse del caballo, Milián con el hígado hecho añicos y así, uno tras otro, fue cayendo con el transcurso de los años. El único que se mantenía igual, como si el tiempo hubiera ignorado su presencia, era el ermitaño Hemming. Había perdido la invisibilidad de otro tiempo y los cuantiosos niños de la localidad lo tomaban por un loco y le arrojaban guijarros cuando lo veían pasar. Seguía luciendo los cabellos largos y la barba abundante que casi le cubría todo el rostro. Cuando Agatha lo veía desde su ventana camino a la quebrada cargando hatos de leña recordaba que gracias a él la memoria de Max se había mantenido sin mancha a pesar de los esfuerzos de Háspar por deshonrarlo. Fue el testimonio de aquel extraño hombre el que aclaró las cosas. Fue Háspar quien alteró el fusil de Max la primera vez que se enfrentó con Milián, y lo de las balas mágicas fue otra patraña, el ermitaño Hemming hizo el cambio y colocó las  balas normales mientras el huracán de visiones enviado por Samiel los envolvía a ambos cuando realizaban el conjuro. Sus aciertos en la competencia fueron verdaderos. Es una pena muy grande que Max no lo haya sabido, musitó el príncipe Von Papen.
Se equivocó el príncipe en ese entonces, un hombre que era capaz de conversar con las rocas y hasta con su sombra, también podía hacerlo con los muertos.





PIEDRA PALO

Antes los zorros por estas tierras eran rojos, luego un día empezaron a mostrar unas manchas negras sin que nadie pudiera encontrar una explicación, me dijo Túpac Carhuanca, un indio de Quillabamba que me serviría de guía en mi loco viaje de Cusco a Huancayo. Lo miré de soslayo y ya se llevaba unas hojas de coca a la boca, las mascó unos minutos y luego acompañó esa bola verde y densa con un trago de caña de los temples. La mañana estaba fría, tomando un sendero donde a ambos lados del polvoriento camino se amalgamaban los molles, los cedros, los magueyes y los papayos, fuimos dejando atrás, como una urbe en miniatura, aquella ciudad legendaria que había sido la cuna de un gran imperio. Hermosa visión era aquella donde las casas coronadas de tejas rojas lucían sus callejuelas grises y sus incontables iglesias; a medida que avanzábamos y subíamos las duras cuestas andinas, unos nubarrones gigantescos iban cubriendo ante nuestros ojos aquel bello paisaje. No éramos los únicos por aquellos hoscos caminos de pedrusco y maleza salvaje, de cuando en cuando nos cruzábamos con indios a lomo de mula luciendo ponchos y chullos multicolores; en esas interminables recuas de borricos y llamas, los nativos llevaban talegos cargados de maíz, chuño, olluco, trigo, cebada y una gran variedad de frutas por madurar. Todo lo van mercando en el camino, a veces llegan a su destino con las bolsas vacías, dijo Túpac, riendo y escupiendo un amasijo verde y denso.

De cada dos indios que nos cruzábamos uno saludaba a Carhuanca, eso me tuvo intrigado; como adivinando mis pensamientos me contó que la mayoría eran de Paicu, el pueblo donde él había nacido y en donde había vivido casi toda su vida. Una tarde nos cruzamos con un Indio que arreaba cuatro mulas cargadas de ollas de barro envueltas en icho rijoso, se llamaba Ukumayo y nos advirtió que camino más arriba el frío se había puesto intenso con una leve garúa que hacía el sendero peligroso debido al barro que se estaba formando. Pasen los recodos con cuidado, pues, pueden caerse, dijo el indio muy serio. Luego, riéndose, y mostrando unos fuertes dientes verdinegros por efecto de la coca y el cañazo, dijo:

- Y si cain ya sabes, piedra palo, nomás.

Túpac Carhuanca se sonrió y yo, como de costumbre desde que andaba con ese exótico guía, me quede nuevamente intrigado. Después de varias leguas de arduo camino, de paisajes pintorescos, ríos turbulentos, valles verdes y cerros cuidadosamente cultivados en escalones por organizadas comunidades, llegamos a Apurímac.
Los locales estaban de fiesta, celebraban el Carnaval Abanquino con una música contagiosa nacida de quenas, tinyas, cascabeles y guitarras que hacían bailar alegremente a mestizas y campesinas indígenas por igual. Las algazaras, de música y danza, se prolongaban hasta altas horas de la noche; luego los indios se iban a dormir; al otro día, con el cuerpo recompuesto, volvían a iniciar la fiesta.

Allí estuvimos dos noches. En la segunda noche, entibiados por leños ardientes de una improvisada fogata, Túpac Carhuanca me sorprendió diciéndome que antiguamente los cóndores sólo alcanzaban una altura de cien metros, porque si no se marean. No lo tomé como una burla, como una tomadura de pelo. Intuí que aquello estaba relacionado con las enigmáticas palabras del indio de las mulas cargadas de ollas de barro. Piedra, palo, taita, piedra, palo, dijo ceremonioso Carhuanca avivando los leños con unos carrizos. Esperé silencioso que preparara su amasijo de coca el cual acompañaba con un sorbo de reconfortante cañazo. Cuentan que una vez un zorro dijo Carhuanca mirando en la oscuridad de esa soledad profunda que revestía los cerros de peñascos ocres y granates, andaba muy temprano buscando algún ratón perdido entre las piedras; era un zorrito andariego , rojo su pelaje, muy madrugador. Como buen cazador llenaba la panza rápido, de ahí regresaba a su guarida a dormir. Una de esas mañanas el zorro vio descender al Cóndor, volaba con dificultad, como si sus grandes alas no respondieran a su mandato; cayó, más que aterrizó, en las faldas del cerro donde estaba su guarida. En nada se parecía a ese pájaro gigante de fiero perfil de rapiña; su negro plumaje lucía polvoroso y la blanca golilla una ristra de mocos que le caía sobre un ojo. Verdad que estaba maltrecho el pobre. Subió hasta su refugio a duras penas, usando las alas como brazos para sujetarse a las rocas, casi arrastrándose. El Zorro lo siguió a cierta distancia, lleno de curiosidad. Después que el Cóndor entró en la cueva, el Zorro espero en la puerta a ver que sucedía. Cuando tocó, el Cóndor apareció; parecía un espantapájaros, atrás había quedado aquella ave majestuosa cuya sola presencia inspiraba temor. 

- Le sucede algo, amigo Cóndor, preguntó el zorro muy atento.

Por toda respuesta el Cóndor introdujo al zorro dentro de la cueva. Unos minutos después ambos bebían una jarra de “agüita mágica”, que el anfitrión había sacado de un barril. Era chicha de jora, dijo sonriendo Túpac Carhuanca, bien fermentadita y con un poco de cañazo que el Cóndor había agregado para “sazonar” un poco el trago, dijo. El Zorro se mostró contento; charlaron, amenamente hasta que al Zorro empezaron a movérsele las cosas por causa de la embriaguez. El Cóndor, gran aficionado a la bebida, seguía extrayendo jarras de “agüita mágica”, de ese barril que parecía no tener fondo, ahora comprendo porque llega usted así por las mañanas, dijo el Zorro con voz gangosa. El Cóndor reía desaforadamente; a cada carcajada golpeaba al zorro con una de sus alas y este terminaba en el suelo; cada vez le costaba más levantarse; esa combinación letal de chicha y cañazo lo tenía al borde del colapso. Una vizcacha, atraída por las risotadas del Cóndor, había entrado a la cueva por un boquete que servía de respiradero y escuchaba atenta todo lo que conversaban. El Cóndor comenzó a ponerse empalagoso haciendo que aumentara el malestar del Zorro, quiera se agarraba fuertemente de su silla para no caerse. Dijo el Cóndor, entre cosas, que los zorros eran unos estúpidos, cobardes, malolientes, enanos, oportunistas, traidores, ladrones y hasta sarnosos.

- Me voy, gritó el Zorro, ya no quiero beber más, me siento mal.

El Cóndor lo tomó del cuello y le puso un vaso en el hocico; el Zorro de una patada tiró el vaso y maldijo al Cóndor. Enano malagradecido gritó el Cóndor eufórico y sacudiendo el pescuezo. Cuando llegó a la puerta. El Zorro sintió que se le movía el mundo, pero aun así logró gritarle al Cóndor, pelado borracho. Luego desapareció. El Cóndor quedó petrificado como una estatua; sus ojos enrojecidos parecían salirse de sus órbitas por efecto de la furia. Nunca había sido vejado de esa manera. De repente su pensamiento se detuvo; algo en su interior emergía como una burbuja enorme que al explotar arrojo a la luz una sola palabra: pelado. Frente al espejo, el Cóndor sollozaba como un niño, nunca se había percatado de su calvicie. Trató de cubrirla con algunas plumas del collar blanco que llevaba en el cuello, todo fue inútil, al primer vientecillo volvía a aparecer la pelada y las carúnculas en forma de cresta en la cabeza.

- Me siento orgulloso de lo que soy, dijo el Cóndor jalándose las excrecencias carnosas que le colgaban del rostro.

Por ese motivo siguió bebiendo hasta que se quedó privado sobre un petate que le servía de cama.

***
La Vizcacha, chismosa como era, no tardó en contar lo que había visto y oído, no se guardó ningún detalle, crean en mi buena memoria, decía muy orgullosa. Los mejores pasajes de la discusión eran rememorados por cabras y ovejas en los rediles; por llamas y carneros en los apriscos; por palomas y calandrias en los pradales. Todo, aumentado, exagerado y tergiversado con la malicia con que se engalana el buen chisme.

Para el Zorro y para el Cóndor aquel incidente parecía haber quedado en el olvido. El Zorro siguió en su rutina diaria, recorriendo las praderas entre agaves y tunales buscando algo con que alimentarse. Zorrito madrugador, repetía sonriente Túpac Carhuanca, era el primero en oír el batir del follaje y el crujido de las ramas de los árboles por las agitadas rachas del aire; el primero en percibir el clarinear de los gallos y el cloquear de las gallinas y los pavos; el primero en sentir el mugir de los bueyes durante la coyunda y el primero en percibir el ladrido de los ovejeros y el trémulo balar de los rebaños madrugadores.

El Cóndor, por su parte, siguió bebiendo como cosaco. Una mañana, después de haber permanecido tres semanas en su encierro, el Cóndor salió de su cueva para dar un vuelo de reconocimiento. Agitó sus alas, meneó la cabeza de un lado a otro arrogantemente… pero en eso, entre unas rocas, se escuchó la voz socarrona de la Vizcacha.

- ¡Hola, pelado!

El Cóndor regresó a la cueva; se sentía agobiado, herido de muerte, destrozado en su amor propio; todos deben saberlo, dijo sollozante mientras bebía chicha con cañazo y se pasaba un ala por la calva.

- Debo haber oído mal, díjose el Cóndor buscando consuelo en sí mismo.

Pero se equivocó. Planeando sobre los campos se cruzó con unas palomas que siempre le habían mostrado temor y respeto.

- ¡Hola, peladito!, le gritaron con voz cantarina.

El Cóndor permaneció más de una semana sollozando, maldiciendo y embriagándose dentro de su cueva. Se sentía humillado ahora que veía que ningún animal, por más indefenso que fuera, lo respetaba. De tanto meditar sobre su situación, el Cóndor llegó a la conclusión de que el causante de la desgracia que lo atormentaba era el Zorro. Sé cómo poner fin a esta atroz situación, dijo el Cóndor mirando en el espejo su inocultable pelada. Eliminaré a ese Zorro, así nadie se atreverá a molestarme de nuevo.

***
El amanecer nos tomó por sorpresa. Todavía se divisaban algunas fogatas en los campos, de esas que los indios prenden durante la noche para evitar la escarcha. Soplaba un viento fresco. Nada turbaba aun el profundo silencio que invadía los caminos, los caseríos, los negros cerros con sus rocas ocres y peñascos grises y verdosos las hojadas y las faldas; un murmullo de corral iniciaba su jornada matutina; el cacarear de unas gallinas y el roznar de alguna bestia de carga en el aprisco daban la voz a una nueva jornada. El cielo se mostraba color perla en unos flancos, en otros, presentaba brochazos añiles. ¡Qué tan diferentes, pensé, a los arreboles del atardecer con sus traviesas figuras en forma de palmeras, galeones, rostros femeninos, animales fabulosos y atalayas fantásticas!

Desayunamos un tazón de leche de cabra con unos panecillos que las indias horneaban en unas hornacinas de barro; era curioso ver como jugaban con la masa de harina buscándole la forma de algún animal al colocarlas en los hinteros. Luego del frugal desayuno nos tumbábamos sobre unos petates buscando conciliar el sueño para luego continuar viaje, ¡Pobre zorrito!, dijo Túpac Carhuanca llevándose unas hojas de coca remojadas en caña a la boca. Volando a baja altura, como era la primigenia forma de volar de los cóndores, “Sino se marean” (volvió a reír, Carhuanca), la majestuosa ave divisó al zorro deambulando por la pampa. EL cóndor descendió y con gran precisión tomó al zorro por el lomo y lo elevó tan alto como le dieron sus fuerzas; luego los soltó con regocijo.

El pobre Zorro recordó mientras caía, cierta fórmula de encantamiento que había oído de boca de su madre cuando todavía era un zorrito de teta.

- Cuando estés en un aprieto, hijito, ponte a gritar tan fuerte como puedas… piedra, palo, piedra, palo, piedra, palo, y así te librarás de cualquier peligro.

- El Zorro nunca comprendió aquel consejo materno, pero se puso a recitar el sortilegio con devoción: piedra, palo, piedra, palo, piedra, palo, piedra, palo,,,

Su caída coincidió con la palabra palo, y a pesar de que el golpe con el suelo fue violento, el zorro no se dañó porque se había convertido en palo; días después, un indio que estaba de caza tropezó con el palo y, como necesitaba un madero para trancar la puerta de su cabaña, cargó con él. Durante las noches el Zorro rompía el encanto y salía de la vivienda del indio en busca de comida; antes del amanecer volvía a la puerta convertido en palo. Una noche el indio sintió un malestar. Una desagradable tensión en el cuello se trasladó a las sienes y luego a la garganta. Es sólo nauseas, dijo, he comido demasiado. Tenía la frente perlada de sudoración. Daré una vuelta por la chacra, un poco de aire me vendrá bien, dijo el indio calzándose las ojotas y colocándose un multicolor poncho de bayeta; grande fue la sorpresa al ver que aquel palo rojizo vibraba y se sacudía sin cesar. Había sorprendido al Zorro en pleno desencantamiento. Esperó pacientemente el amanecer, vio llegar al Zorro y convertirse nuevamente en palo. Asustado como estaba, sólo atinó a arrojar el palo al fogón donde preparaba su comida. El agradable calor de los primeros momentos se tornó en una abrasadora tortura para el Zorro que salió de la casa del indio como un ovillo de fuego. El dolor había roto el encanto y el fuego había quemado parte del lomo y la cola del pobre Zorro; ahora era un Zorro con el lomo y la cola negro. El dolor acompañó al animal durante varios días. No sentía ningún rencor hacia aquel pobre indio incendiario; la culpa la tiene ese borracho cabeza pelada, pero me las va a pagar, dijo el zorro muy molesto.

***
Una mañana, muy temprano, el Zorro con su nuevo aspecto apareció en la falda del cerro donde vivía el Cóndor.

- ¡Buenos días, peladito!, gritó eufórico.

El Cóndor dormía una de sus borracheras; creyó que soñaba, ese zorro no puede ser más que una pesadilla, decía el Cóndor dormido y revolviéndose de un lado a otro en su petate. Otro grito del Zorro lo hizo ver una realidad que ni soñaba: el Zorro estaba de vuelta.

***
Me sentía cada vez más intrigado por saber el final de esa historia, pero Túpac Carhuanca me hacía largas. Iniciamos viaje llevando una reata de mulas que un hacendado había encargado a Carhuanca para que llevara a una hacienda ubicada cerca de la campiña huancaína. El pago es bueno, amigo, me dijo, usted sabe, tengo muchos hijos. Y vaya que si tenía buena prole. No había caserío, quebrada o pampa donde Túpac Carhuanca no dejara dinero o alimentos para algún “fruto de amorío” como le gustaba decir. Por la tarde atravesamos el pueblo de Vilcas, en cuyas callejuelas los perros nos recibían con un coro canino bullicioso; delante de algunas cabañas los puercos hozaban el fango. EL paisaje era como todos los que había visto, pastos copiosos bañados por un viento vivo y seco que descendía de las cimas heladas; sembríos vallados de setos y árboles; los ríos orillados de chachacomas, nogales, molles, quishuares y carrizos; puquíos anegando laderas revestidas de zarzales, tunas y herbazales pantanosos. Era curioso ver como se podía encontrar belleza en lugares donde la vida corría peligro: en cumbres empinadas con sus caminos gredosos; en los cambios climáticos que iban desde terribles granizadas hasta rayos destructores; en ríos turbulentos arrastrando muchas veces en su furia caseríos completos, apriscos con sus reatas de mulas y aves de corral y arriates de retamas, cucardas y begonias de flor escarlata.

Cerca al llano de Chupas se nos perdieron dos mulas. Esas muchachitas vienen solas, dijo Carhuanca divertido, han ido a refocilarse por ahí, antes del amanecer estarán de vuelta. El frío comenzaba a descender de las cumbres; hice una fogata y acerqué mis manos a ese fuego reconfortante. Esta vez no deseché el cañazo que me ofreció Túpac y me animé a mascar esas hojas verdes que lo mantenían en alerta constante. El Cóndor estaba furioso, dijo Carhuanca cubriéndose los hombros con una manta. Ese Zorro del demonio debe haber escapado del infierno, gruñó el Cóndor. Me aseguraré de que no vuelva a salir. Pero lo que el Cóndor no sabía es que el Zorro se traía algo entre patas. El Cóndor vio al Zorro en terreno abierto y se lanzó en pos de él. El Zorro sin volverse lo esperó, sólo esperaba ver la sombra, haciéndose cada vez más grande a medida que el Cóndor descendía. Cuando lo cogió, el Zorro fingió sorpresa y miedo. El ave se elevó y lo dejó caer. El Zorro comenzó su ritual…piedra, palo, piedra, palo, piedra…y ¡Cataplum!, el golpe y la última palabra del Zorro se hicieron uno y el sortilegio se dio de nuevo. El Zorro quedó transformado en una hermosa piedra roja ocre. El Cóndor quiso cerciorarse de que esta vez el Zorro estuviera muerto, así que giró en redondo dispuesto a sobrevolar el lugar desde donde había lanzado su presa.

Para su mala suerte, el indio que había encontrado al Zorro convertido en palo merodeaba por el lugar; estaba de caza y blandía en su mano una enorme honda de cáñamo. El indio vio la piedra, ¡Que hermosa piedrita!, dijo. ¡Vamos cholito!, imploraba el Zorro preso en la piedra. Mira hacia arriba, dale a ese pelado, no seas zonzo cholito. La fortuna estaba con el Zorro, pues, el indio, buscando un objetivo con quien probar su rojizo proyectil, alzó la mirada y vio al Cóndor que venía hacia él. ¡Aja!, exclamó el indio, así que vienes a atacarme. El Zorro salió como un bólido. El Cóndor vio un punto rojo que venía hacia él y que a cada segundo se hacía más grande. El impacto fue mortífero, el Cóndor con la cabeza sangrante comenzó a caer, y junto con él, un Zorro que en su caída volvía a metamorfosearse. Ya en el suelo y con el Cóndor agonizante, dijo Carhuanca acercando sus ásperas manos al fuego, el Zorro le propinó un cabezazo al pobre Cóndor en su lustrosa pelada. Ahí quedó aquel rapaz, tendido como en una de sus tantas borracheras. El Zorro, algo adolorido, se marchó satisfecho; el indio también. Pero debe saber, me dijo Túpac Carhuanca, que un joven Cóndor había visto lo acontecido, no tardó en contar lo sucedido a todo Cóndor que encontró en su vuelo. A partir de este hecho que le he narrado, los cóndores decidieron volar a mayor altura, no fuera a hacer que a algún indio se le ocurriera disparar su honda contra ellos. Carhuanca tomó un trago de cañazo y se tumbó entre unas piedras a dormir. Habíamos decidido pasar la noche al socaire. No pegué los ojos en toda la noche pensando en zorros y cóndores.

***
A levantarse, patrón, ya está todo listo para seguir camino. Carhuanca era un reloj para medir el tiempo con solo mirar las nubes, el cielo o sentir en su rostro curtido un suave viento. A las pocas horas bajábamos por un estrecho camino desde donde se podía percibir un abismo bastante profundo. Las mulas detenían algunas veces su paso cuando algún guijarro o pedrusco se desprendía de aquel estrecho sendero y rodaba cuesta abajo. Todo el camino me la pase tenso, musitando unas palabras que, estoy seguro, Túpac Carhuanca sabía que no eran oraciones. Ese indio taimado sonreía picadamente cada vez que volteaba y veía mis labios. Sirvió la historia no patroncito, decía con sorna.

Castell’ Amara, Setiembre 1997.





LA LIRA DE ORFEO

Para Valentín Gomero Flores, el chato Vale, mi cariño eterno.

… descendió a los infierno. Y al tercer día resucitó de entre los muertos…




I
UN PRODIGIO DE LA MÚSICA

En el santuario de Apolo, en Lesbos, yacía una lira. Las corrientes apacibles del río Hebro, la habían llevado hasta ahí junto con la cabeza de Orfeo: las Ménades de Deyo eran las causantes de tan inusitado prodigio.

Antes que el instrumento iniciara su mágico ascenso hacia los cielos, las musas y los pájaros escucharon maravillados un cántico armonioso y leve nacido de esas cuerdas; más que un canto, semejaba una confesión.

“Yo apaciguo los ruidos de la selva
y el bramido furioso brotado del mar.

Yo soy la música,
un hálito divino
que con dulces acordes
cantó la historia de Orfeo.

¿Existe un corazón,
que turbado por el amor
o por la ira
no haya yo tranquilizado
con los dulces acentos
nacidos de mi lira?

Yo apaciguo los ruidos de la selva
y el bramido furioso brotado del mar.

Yo soy la juntura, el engarce,
la equidad y la armonía
del hombre en su lucha con el mundo.

Soy la música, reina entre las artes,
rayos que de los brazos de Marte
vibró en el corazón del hombre
transformando su existencia.

Soy caramillo, soy laúd,
sistro, cítara que vibra
un relámpago que zigzaguea,
un trino que truena y trona.

Soy la música que apacigua
los ruidos de la selva
y el bramido furioso brotado del mar”.

Luego de un largo silencio, prosiguió:

Cuando Orfeo nació los dioses se alegraron, “nació la música”, dijeron. Hijo del rey tracio, Eagro y de la musa Calíope, el niño se convertiría en el poeta y músico más famoso de la historia. Recién caminaba y ya se le veía en los bosques observando a los pájaros. “Ese niño escucha con atención cada trino”, dijo un estornino.

El pequeño Orfeo logró en poco tiempo imitar el canto de muchos pájaros.

-      Escuchen, es un abejorro, gritó un niño. Orfeo, escondido tras un árbol, sonrió ingenuamente.

En la cocina de Palacio golpeaba con los nudillos, calderas, tazones, pucheros, escudillas, marmitas, coberteras, mesas y todo cuanto produjera sonido. Tanta armonía acompasada asombraba a todo visitante que llegaba a la corte de Tracia.
Ya por entonces el chirriar de las cigarras y grillos, el graznar del cuervo y de la oca, el maullido de los gatos y ladridos de los perros, engrosaban su centón.

Cuando las primeras ráfagas del siroco barrían la planicie vecina al templo, las cuerdas de la lira vibraron suavemente:

También se entretenía ahuyentando a los cazadores: un gato salvaje se llevó un gran susto cuando frente a un diminuto ratón silvestre, este rugió como un león; el pequeño Orfeo, escondido detrás de un sicomoro, lo vio huir despavorido.
Después de una breve pausa, la lira continuó:

Cuando el dios Apolo me entregó como presente y las Musas le enseñaron a tocarme, la vida del hijo de Eagro cambió considerablemente. Algunas mañanas, sentado, en un claro del bosque, mientras los pastores llevaban su ganado por campos, prados, montes y dehesas, Orfeo dejaba escuchar su muelle canto. ¡Qué placer sus dedos en mis cordeles! Los árboles movían sus copas extasiados, las rocas avanzaban hacia él, embelesados.

Una tarde en que tañía la lira, Orfeo escuchó el quejido agónico de una liebre atrapada por sorpresa por un halcón peregrino, y recordó que cuando niño, escuchaba horrorizado los bramidos de los animales que en las primeras luces del alba eran sacrificados para calmar el apetito de sangre de los dioses. Lo asombraba el esmero que ponían los esclavos cuando armaban andamios, altares y aras para el holocausto que tenía de sangre las lajas de piedra pómez y mármol sobre las que descansaban esos monumentos de muerte.

Muerta estaba también aquella infeliz liebre cuyas entrañas, tiernas y sanguinolentas, eran tragadas con voracidad y presteza por aquella rapaz de estampa soberbia y porte marcial. Recordó entonces que algo de vanidad había ya en sus años adolescentes cuando ya era admirado por otros jóvenes tan diestros como él en el manejo de las cuerdas: tan de la piel rosada y rostro querubí como él; tan de cabellos lisos y buenos hablar como él; tan de buenas cunas y amistades distinguidas como él.

El dominio de la lira no vino por un soplo divino, fue el esfuerzo diario de tañer las cuerdas con un ímpetu de orfebre. Las tardes fueron sus momentos preferidos. Tumbado sobra la hierba húmeda pasaba las horas con su lira, con sus pájaros, con las chirriantes cigarras; mientras sus dedos jugueteaban con el húmedo esparto, soñaba con doncellas portadoras de ingenuas esquelas de amor que depositaban en su carcaj, en tanto, inocentes sílfides se rendían a los encantos de su música.

Tocando, tocando, sus dedos adquirieron la destreza de los grandes liróforos desde Samaria hasta las cortes de reyes y príncipes; tocando, tocando, el hijo del rey traciano fue accediendo a las notas del laúd, para el deleite de las bailarinas negras llegadas de Etiopía y Cartago destinadas a  entretener a los guerreros que partían a conquistar nuevas tierras para sus amos; tocando, tocando, logró Orfeo el dominio del sistro y la siringa impresionando a los músicos de su tiempo que veían como un iluminado.

Heredero de los dioses, continuó la lira, Orfeo juró cantar hasta su muerte y así lo hizo. Cantar para que tuviera vida lo que parecía muerto; para aliviar las miserias humanas, para vencer la indiferencia de los hombres ante la mágica naturaleza; para que sintieran el torrente de las aguas del río que corta la tierra, para que los hombres se maravillaran ante el vuelo de una mariposa o ante el brote de una encina; para que descubrieran la perfección geométrica de las edificaciones de cera de un avispero, los caminos trazados por las hormigas o el esfuerzo del garañón con su pesada carga. Para eso cantaba y tañía sus notas el divino Orfeo. ¿No buscaba acaso canalizar con su voz el impulso de las fieras y arrullar en la mente del hombre la esperanza de la libertad tan sujeta a los dioses? Una sonrisa eterna animó su boca hasta el día aquel en que llegó el amor y lo turbó, y no le quedó más remedio que entregarse a él. Fue como si Cupido lo hubiera confrontado para decirle: Soy tu amo, lo he sido y lo seré. Fue cuando llegó Eurídice y Orfeo entró en el laberinto de los sufrimientos.


II
UNA AMARGA MIEL

Estaba el pequeño Aristeo atendiendo a sus abejas. Lo vio su abuela, la náyade Clidánope, limpiando las colmenas, piqueras y panales. Las ninfas – mirtos, quienes le habían enseñado a cuajar la leche para hacer queso, a construir colmenas, a que el oleastro diera el olivo cultivado, le habían entregado un melificador del cual extraía una miel muy dulce y pura. Sentados bajo tinglado que protegía las colmenas, Aristeo le pidió a su abuela que le contara sobre la vida de su madre.
Clidánope untó un panecillo con un poco de miel y lo engullo; acaricio los rizos rubios del nieto.
-   ¡Ah!, pequeño Aristeo, esa sí que fue una mujer rebelde, el carácter férreo de tu abuelo Hipseo no pudo doblegarla, siempre se las ingeniaba para salirse con la suya.

La anciana tomó otro panecillo y siguió deleitándose con la miel.
-   Nunca pasaba mucho tiempo en casa, odiaba hilar, tejer; toda labor doméstica la horrorizaba.  Tomaba su arco y su carcaj y se marchaba al monte Pelión. Con la excusa de que iba a cuidar los rebaños y se pasaba gran parte del día cazando fieras. Yo sabía que no era cierto; debajo de esa piel de cervatillo se escondía una leona.

Aristeo disfrutaba viendo a la abuela engullir los amasijos de harina con la miel de sus colmenas. Por eso es que gustan tanto de mi miel, pensó.
-    ¿Y cómo conoció a mi padre Apolo?

La anciana miró una encina ahuecada en la que unos vencejos habían anidado; ese flirteo de picos y alas le trajo a la mente los engarces amorosos de Apolo y Cirene.
-   Tu madre ganó la carrera ecuestre en los Juegos Fúnebres de Pelías, y Apolo la premió enviándole con el centauro Quirón dos lebreles de caza. Sabía de la existencia de tu madre; cuando la vio luchando con un poderoso león de dio cuenta que era la mujer anhelada. Esto me lo contó el centauro, quien invitado por Apolo, presenció la pelea.

Ahí me di cuenta, dijo Quirón a Clidánope, que Apolo no sólo sabía ya su nombre, sino que también había decidido raptarla.
-   Quirón profetizó, que Apolo llevaría a tu madre allende los mares, al jardín más fértil de Zeus, y que ahí la haría reina de una gran ciudad; en una colina elevaba en medio de una planicie, y rodeada de los habitantes del lugar, Cirene fue coronada.  El vaticinio el centauro se había cumplido.

 La conversación con la abuela de los lejanos años de su niñez vinieron a su memoria ahora que Aristeo dejaba Libia rumbo a Beocia ahí se encontraría, por disposición de Apolo, con el centauro Quirón quien lo instruiría en ciertos Misterios. Uno de estos le permitiría transformarse en lo que deseara. La primera metamorfosis lo convirtió en una abeja. En su colmenar convivió con ellas. Acostumbrado a mandar y a ser atendido, pasó a ser uno más en ese enjambre de patas y aguijones.

Fue observado por los insectos como un extraño, como algo oculto que se escondía en una abeja. Los primeros días, hostilizado por estoques y encontronazos, se le mantuvo a distancia del colmenar, como un apestado a quien hay que evitar para no ser contagiado. Aristeo se refugió en un recoveco del tinglado que protegía las colmenas del viento y de la lluvia. Desde ese estratégico escondite, observó las conductas individuales y gregarias que como humano no se habrían podido percibir.

Se mantuvo sumiso, acatando las órdenes de quienes parecían dirigir los enjambres; fue todo discreción y obediencia, aún le dolían las punzadas y no quería exponerse a otro ataque. Él, que gustaba tanto de la miel, no sentía ningún atractivo por ésta siendo insecto. De nada le valió revelar a algunas abejas los lugares donde encontrarían tupidos jardines con variadas flores para extraer el polen; algo instintivo en aquellos insectos tan gregarios los hacía sentir desprecio por aquella extraña abeja. Aristeo percibió que cada individuo tenía una función específica en aquel colmenar que aparecía como una comunidad igualitaria y que todo intruso jamás tendría la menor esperanza de ser incorporado al clan.

En los diez días que permaneció preso en el cuerpo de un himenóptero comprendió que, a su manera y en su lengua, las abejas le habían demostrado con su comportamiento hostil, que no bastaba transformarse en abeja para ser una de ellas.

Nadie en la colmena lo había visto nacer, crecer, integrarse al grupo, había aparecido así como así, sin la menor credencial consanguínea ante miles de generaciones en evolución. No eras más que más que un forastero y como tal fue invitado a marcharse, más aún, cuando fue sorprendido por un grupo de obreras galanteando con la reina: la aparición de un zángano lo salvó de morir claveteado.

Vuelto a su condición humana, Aristeo tardo unas horas en acostumbrarse a su real naturaleza; lo que más le disgusto fue el haber sido rechazado por la reina, siempre se mostró intolerante a los desdenes femeninos y éste, a pesar de su singularidad, no constituía una excepción.

Una tarde, después de cazar unos capones, Aristeo se tumbó bajo un aliso. Al ver las flores blancas y rosadas le vino el recuerdo de unos versos que había escrito al enterarse de las relaciones de Eurídice y Orfeo:

Eurídice, entre las hojas verdes
y la hierba yace tu mortaja;
hiel y dolor, Orfeo, has de sentir,
y cuando ella tenga que partir,
al Infierno bajarás y sufrirás
lo que he sufrido yo por su desdén.

Regresó a su cabaña con el ánimo caído; un palafrenero maldecía a sus lebreles que en un descuido habían devorado las ristras de capones colgados sobre una soga de esparto.

-      También, se justificó el hombre, han devorado las sartas de lechones puestos a ahumar y un pernil de cerdo curado.

Déjalos, contestó Aristeo indiferente, deben estar fuertes para cuando los lleve de caza.
Mientras bebía una buena dosis de vino, encendió los leños del hogar y los atizó largo rato, sus ojos brillaban como los trozos de encina que adquirían un rojo intenso, mientras las flamas azules y verdosas se elevaban amenazantes.

Tumbado en una poltrona, observo hipnotizado el extraño realismo que el fulgor de las llamas daban a la alfombra de seda que cubría el piso de piedra caliza, donde se veía a garamante emergiendo de una planicie y ofreciendo a la Madre Tierra un sacrificio de bellotas dulces. Más por el cansancio que por la embriaguez se quedó dormido. Se soñó por los prados acosando unas estatuas de mujeres semidesnudas, cubiertas según la dirección del viento, por un leve velo. Sus líbreles iban con él en esa incursión sibilina, capturando a dentelladas ánsares, ocas, ánades y gansos que revoleteaban entre los zigzagueantes velos de las nudistas; hombres bicornes con patas de chivo acompañaban al cortejo tocando sistros y címbalos.

 Su despertar fue brusco, creyó haber oído la voz de Eurídice y algo en su interior se llenó de rabia, el recuerdo del rechazo alimentó su despecho, sintió que el mundo estaba inmóvil, vacío, frío; cerró los ojos y vislumbró unas sombras que se animaban y crecían a la luz de un hachón formando figuras humanas con boca, brazos y ojos que lo miraban con sorna, con una sonrisa bufonesca y disimulada, haciéndole ver que él era el derrotado y Orfeo el vencedor.

Vio a Eurídice correr hacia lo profundo del bosque seguida por Silvia, Tatiana, Lidia y Cérise. Una bilis ácida llego a su boca. Más allá de su deseo estaba su orgullo sustentado por una estirpe vencedora en la que su madre ostentaba de ícono paradigmático; más allá de su orgullo viril y herido estaba la necesidad de satisfacer un capricho que se le negaba; más allá de esa necesidad imperiosa que le arrancaba las entrañas a dentelladas y le quemaba las sienes, estaba el furor de probarse a sí mismo que era superior a ese músico afeminado con ínfulas de rey a quien tanto despreciaba por sus tontas cancioncillas bucólicas y sus moteles plañideros. Decidido, salió de la cabaña y dejo correr su instinto.


III
CANTO AL AMOR

Había bastado una mirada después de una larga ausencia, para que ella aceptara la proposición de Orfeo. La narración que le hiciera el hijo de Cirene sobre la aventura vivida con los argonautas en la Cólquide, maravillaron a la muchacha, quien se sintió elevada a los limbos de una heroína.

“De regreso a Egipto acepté la petición de Jasón para acompañarlo en su empresa por conquistar el Vellocino de Oro; muchos imprevistos y dificultades pudimos superar gracias a mi música: ora soplando el caramillo, ora tañendo la lira o el laúd; ora agitando el sistro o dándole a los címbalos: no había otra forma de calmar al bravío mar en las Islas de las Sirenas o de adelantarse a las traicioneras rocas chocantes, Escila y Caribdis”.

Eurídice lo escuchaba extasiada, embelesada como un niño que escucha canciones de cuna. Se imaginaba al valiente Jasón dirigiendo a sus hombres contra la bravía naturaleza. El hijo de Esón quería el trono de Yolco y sólo lo conseguiría apropiándose del Vellocino de Oro; el solio yolquiano detentado por el malévolo Pelías

“¡Ay!, prosiguió Orfeo, si Jasón hubiera sabido que esa piel aurea iba a significar su perdición, nunca hubiera solicitado la ayuda de tantos hombres valerosos como el heraldo Equión o de Hércules, ese hombres que arrancaba árboles de la tierra para construirse un remo”.

Los abejorros picoteaban los frutos de una higuera y Orfeo siguió narrando las vicisitudes que tuvieron que pasar los argonautas para cumplir el sueño de Jasón. Mucho tiempo había pasado y Eurídice, durante todo ese lapso, había incubado en su corazón un profundo amor por aquel músico loco capaz de modificar la naturaleza con el solo tañido de su lira. Ante la petición de Orfeo de tomarla por esposa, Eurídice tomó un fruto de la higuera y lo colocó en labios del poeta tracio. El dulzor del higo le dijo todo: la respuesta no podía ser otra que el “sí”.

La noticia de tal acontecimiento cobró magnitudes insospechables entre los pastores quienes se alegraron que la desdeñosa ninfa Eurídice hubiera al fin aceptado el amor del bardo, Orfeo, que tanto padeciera por el logreo de sus favores. De inmediato, las ninfas Náyade, Nereida, Dríade, Oréade, Ondina y Hamadríade, se reunieron con los pastores, zagales y floristas para cantarle a Himeneo, solicitándole que todo le sea propicio a los amantes.

HAMADRÍADE
Amanece el nuevo día
trayendo en su alforja una dicha.

NÁYADE
¡Venid pastores! ¡venid zagales!
dejad los campos…los pastizales.

NEREIDA
¡Escuchad todos, escuchad!
Las buenas nuevas, darán que hablar.

DRÍADE
La desdeñosa Eurídice
ha cedido al amor,
canta, Orfeo, canta,
canta como un ruiseñor.

ONDINA
Que heraldos y maceros
lanzando al viento las Buenas Nuevas,
tomen los campos, tomen los cerros.

ORÉADE
¡Viva Eurídice! ¡Viva Orfeo!
vengan todos a la grita,
al jaleo, a la algazara.
Venga para la novia
un collar de camafeos.

(Pastores, zagales y floristas)
Glorioso tú, ¡oh! Himeneo,
que has trocad la dura roca
en arenisca suave y leve.

Coronaremos con flores sus cabellos
y verterás tu miel sobre su lecho.

Glorioso tú, ¡oh! Himeneo,
que has trocado la dura roca
en arenisca suave y leve.

Todos los concurrentes a la boda solicitaron a Orfeo que cantara su dicha. El hijo de Apolo accedió de buena gana; atrás habían quedado sus cantos de aflicción cuando se sentía desdeñado por el amor de Eurídice. Orfeo entona un canto dirigido al Sol…
Rindo culto a Hermes
que forjó la lira
y la regalo a Apolo
quien extasió a los hombres
con sus armonías.

Rindo culto a Hermes
que hizo la zampoña,
a Pan por su caramillo
hecho con tubos de cañas.

A las musas por sus cantos,
trinos de ruiseñor
que invaden los campos.

A mi madre, Calíope,
por darme el don de la Música;
y a ustedes, gentiles amigos
por su amistad serena.

El coro de las ninfas acompaña los últimos versos de Orfeo, entonando:
Aun con deleite de las Gracias,
en los profundos bosques silenciosos
de las montañas Tracias,
Orfeo y su lira a los árboles
embrujan y a las fieras indómitas
domeña en la oscura selva.

Llega Eurídice, bellamente engalanada por las ninfas Nayáde y Nerida, y se lleva a cabo la suntuosa boda donde el vino eleva la alegría y el entusiasmo de los concurrentes. Eurídice y Orfeo no pueden ocultar su felicidad por la unión y por el alborozo que ésta ha causado entre la gente que ha dejado sus aldeas, los montes, los villorrios y los valles para expresarles sus bienaventuranzas.
Hasta el amanecer duró aquel jubileo. Nada hacía presagiar que escondido tras un nogal, el corazón herido de Aristeo se retorcía entre la envidia y el dolor. Cuando el sol ya se ponía en el horizonte, en el campo, la hierba chamuscada era el único indicio de la alegría desbordante causado por la boda. Al pie del nogal habían quedado unas flechas quebradas en señal de duelo. El cielo entero se quebraría como una lámina de cristal sobre la felicidad que embargaba a los amantes.


IV
EL LUTO DE LA LIRA

Los días que siguieron a las bodas de Orfeo y Eurídice fueron de sumo placer para los amantes: una comida frugal por la mañana, higos frescos, nueces, miel, uvas, zumo de naranja, galletas de trigo y algo de leche fresca; al medio día una copa de ambrosía y unos cuescos remojados en almíbar; luego, al  mediodía, un paseo por los jardines que Orfeo había hecho construir pensando en su amada: la grama de prados era de los más selecta, con parterres y arriates decorados por expertos jardineros.  No faltaban los caminitos casquivanos con sus bancas de piedra, el césped verde intenso, un gran número de árboles, arbustos y arbolitos, estos últimos rodeados de flores donde predominaban las hortensias, los geranios y los gladiolos. Por la tarde, sentados en la hierba fresca bajo un alerce, Orfeo tocaba la lira, la flauta y el caramillo para deleite de su mujer, quien parecía estar, por el brillo de sus ojos y el fulgor de su mirada, más enamorada cada día.

***
Una mañana, Eurídice y unas amigas se internaron en el bosque a recoger florecillas, saltar entre los setos y corretear entre los prados. Así pasaron las horas. Cuando llegaron hasta un sendero que llegaba hasta la cabaña de Aristeo, Eurídice se internó en lo profundo del bosque seguida por Silvia, Tatiana, Lidia, Cerise y otras muchachas sin saber que desde la cabañuela Aristeo las observaba.

“Es difícil precisar lo que pasaba por la mente de Eurídice después de su boda con Orfeo, dejo la lira. Una mariposa que revoloteaba entre unos almendros me contó que aquel día fatal la vio pasar, corriendo como un cervatillo, huyendo juguetona de la persecución de las ninfas que coreaban su nombre”.
Ya entraba la noche y entre los árboles asomaban tenues sombras. Corría la muchacha, ágil como un gamo, zigzagueante, esquivando todo lo que salía al paso. Se sentía feliz. Su amado descansaba en la alcoba donde se habían hecho promesas de amor eterno. Aún en la muerte te seguiré amando, Eurídice, le había dicho Orfeo entonando una endecha. Ella lo había consolado.

Cuando vi su rostro bañado por la luna, sus ojos reflejaban amor y esperanza, le dijo la mariposa a la lira. Su sonrisa inocente aumentaba la dulzura de su rostro y su beldad. Cuando escuchaba a las ninfas acercarse, iniciaba su loca correría, leve como las hojas de los árboles. La alígera mariposa continúo su relato con la voz suave y consternada; la lira permanecía atenta y callada.

Parece que cuando llegó al lago sintió el deseo de refrescarse. La vi despojarse de su túnica y sumergirse en aquellas aguas tranquilas. Allí chapoteo como una niña en un trujal. Fue entonces que lo vi a él, al hijo de Cirene, escondido tras una encina. También oí a las ninfas, sobre todo a Tatiana que era la más efusiva, el amándola, pero Eurídice no la oía. Presagié en los ojos de Aristeo que se avecinaba una tragedia, pero que podía hacer yo para evitarlo. Cuando Aristeo vio a las ninfas perderse entre un bosquecillo de alisos, afloró en su pecho la fiera; un deseo violento, convulso, estalló en su interior y se lanzó al lago. Lo que siguió fue inevitable, la muchacha, presa de pánico, huye. En la oscuridad de la noche, presa de la desesperación, Eurídice no ve a la crótalo que lanza un ataque certero y hiere su pie.
La muchacha lanza un grito y cae, Aristeo la ve y lo invade un terror, escucha a las ninfas que se acercan; otra encina le servirá de refugio, de allí observa los inútiles esfuerzos de Lidia y Cérise por evitar lo inevitable. Silvia y Tatiana, llorosas corren en busca de Orfeo.

Contó la mariposa que cuando Aristeo llegó ya el alma de la muchacha se ha desprendido del cuerpo. “Sus últimas palabras fueron, perdóname amado”, dice Cérise.
Orfeo tomó el cuerpo de su amada y como un fantasma lo llevo por los oscuros linderos del bosque; “Vi a Aristeo, concluyó la mariposa, alejarse con el rostro humedecido por un silencioso llanto”.


V
CAMINO A LOS INFIERNOS

La abrumadora pena llevó a Orfeo a tomar una firme decisión, “nada impedirá que baje a los infiernos a pedir que se me devuelva el amor de Eurídice, con mi canto encantaré a la hija de Deméter, deleitaré a Hades, Señor de los Muertos conmoviendo sus corazones con la magia de mi lira; con mi tierna melodía y mi canto lastimero lograré sacarla del infierno”, dijo Orfeo, osando hacer lo que ningún ser humano se había atrevido a hacer jamás por un ser amado.

Durante los días y las noches estrelladas, caminó el poeta cargado de pesares recorriendo laderas empinadas y atravesando bosques y páramos hostiles. Se topó con muchos hombres que maldecían la vida y lamentaban su existencia y pensó que encontrarían consuelo a sus desdichas si él les confesara su martirio. Lo intento. ¿Pero podía ser escuchada una voz debilitada presa de un corazón enlutado?

Orfeo llegó después de varios días a pie del bosque Ténaro, en donde, a través de una oscura gruta se entraba a los infiernos. En el umbral, Orfeo contempla el paisaje exuberante que deja atrás.

“Adiós claridad, adiós luz, dad paso a las tinieblas en cuyo seno mi amada Eurídice vaga como un ciego sin destino. Juro por su amor, que permaneceré imperturbable al terror de las cosas que vean mis ojos”. Descendió por terrosos y fríos caminos vertiginosos, todo un espantoso descenso en aquel mundo subterráneo donde Hades era el amo.

A cada paso pulsa Orfeo su lira y, a su son, rompe aquel silencio sepulcral, logrando que quienes lo ven pasar permanezcan inmóviles, embelesados.
Por tenebrosos pasadizos se abre camino Orfeo, el barro inmundo del Estigia, uno de los cinco ríos que recorren el averno, le provoca nauseas.
Reposa unos momentos en las márgenes sombrías y estériles del río. “Aquí no brotan más que flores sepulcrales y raíces secas como los cabellos de los muertos”, murmura Orfeo. “Ya llegará, paciencia lira mía, paciencia”, se escucha la voz del músico traciano.

Orfeo espera al barquero de la muerte para que lo lleva al otro lado del río; Caronte llega y se asusta al ver los colores del extraño, pues, entre ese rostro y el de la tez pálida de los muertos hay una dolorosa diferencia. Orfeo notó que el barquero era bajo y muy feo; el rostro rojo y grande se transformaba de rato en rato en huesudo y amarillento; la nariz chata y ancha encaja en esos ojos de lechuza, húmedos y con una expresión mortecina; también notó que movía la mandíbula de un lado a otro, inquieto y nervioso.

“Este hombre está vivo”, musita Caronte como si hablara con unas sombras extrañas que iban y venían en círculos concéntricos como buitres que giran alrededor de una presa.

Caronte discute con Orfeo, pues, aquel se niega a llevarlo a la otra orilla. “Aquí sólo suben los que arriba ya dejaron de respirar. Esta es la barca de la muerte”. Ante la negativa del barquero, Orfeo toma su lira y, entre melodía y melodía entona canciones tristes y lamentosas. Caronte se conmueve y acepta trasladar a aquel que busca la sombra errante de su mujer.

“La vida nos premia con un sueño eterno, pero según veo tu mujer ha sido recompensada antes de tiempo. La muerte también tiene sus compensaciones y a todos ve por igual, al pobre que habita en su casucha como al rico que atesora sus riquezas en ostentoso palacete”, dice el barquero.

Cantando al alimón ambos hombres atraviesan el bosque de Persíforme y llegan a las puertas del Infierno. Los condenados sollozan como si reviviesen ante el canto del poeta, esa música es como una luz que ilumina una parte de la oscuridad de ese mundo misterioso. Cerbeo, el horroroso perro de tres cabezas que cuida en el infierno; también cae subyugado por la dulzura melancólica de la lira de aquel advenedizo músico.

Los tres Jueces de los Muertos ordenan suspender temporalmente las torturas de los condenados al oír esa encantadora lira. Sisifo debe hacer rodar una enorme roca hasta la cumbre de un monte. Tan pronto como la roca llega a la cima, se despeña por la otra ladera y él tiene que recomenzar su inútil trabajo; mientras suena el canto de Orfeo deja de lado su castigo y se queda embelesado y sentado sobre su torturante roca.

Las Danaides, condenadas a llenar una crátera sin fondo, detienen su agotadora labor; Ixión, quien fuera azotado bárbaramente por Zeus y luego atado a una rueda encendida que gira sin cesar, también detiene su castigo al paso de Orfeo. En su derrotero, Orfeo encuentra al Tántalo a quien los dioses del Olimpo han castigado metiendo al terrible pecador en estanque, donde cada vez que en su atormentadora sed se inclinaba para beber, no lograba alcanzar el agua, el cual desaparecía, tragada por el suelo, a medida que Tántalo se agachaba; pero no había quedado la venganza de los dioses, a orillas del estanque había árboles frutales pesadamente cargados con granadas, higos dulces, manzanas rosadas y olorosas peras. Ya cada vez que Tántalo extendía la mano para tomar esos frutos, el viento los apartaba, poniéndolos lejos de su alcance; allí debía permanecer por la eternidad, con su garganta inmortal siempre sedienta, con su hambre siempre insatisfecha en medio de la abundancia.

Orfeo se apiadó de él, sabía que no podía atentar contra los dioses ayudándolo, pero sabía también que su música se constituiría en un paliativo para su dolor y tocó, tocó su lira y su flauta como congraciándose con ese hombre que sufría como él sufría la muerte de Eurídice: tántalo olvidó por un momento su sed y su hambre; por primera vez los rostros de las terribles diosas, las Furias, están bañadas en lágrimas, ellas, que siempre están tan ocupadas en castigar parricidas y perjuros, también interrumpen su ignominiosa labor. Hades, dios del Averno, va al encuentro del músico tracio en compañía de Perséfone, reina del Infierno.

Ambos sienten curiosidad por aquel hombre que se ha atrevido, a atravesar los lares de ultratumba. Entonces se escuchó la voz de Orfeo en un tono lastimero como nunca antes se había pronunciado:

“Quiero ser sincero, pues, sé que la sinceridad será como un viento fuerte que llevará mi barca a buen recaudo. Estoy aquí, no porque quiera visitar el nefando infierno, ni movido por curiosidad alguna de saber cómo es este poderoso y misterioso reino, no creo encontrar nada agradable en este antro; estoy aquí porque el amor por mi esposa muerta en circunstancias injustas me hace alumbrar la esperanza de poder recuperarla. Hércules al descender a los infiernos tuvo como excusa la búsqueda de Cerbero; yo también tengo la mía, la muerte de Eurídice provocada por la imprudencia de Aristeo me ha trastornado de tal manera que no hay lira, sistro, címbalo o caramillo que logre arrancar una nota de entusiasmo a mi amor por la música. Vosotros sois los amos des estos reinos al que todos tendremos que llegar tarde o temprano. Esta es nuestra última morada, todo humano, sea cual sea su condición, deberá descender a estos lares cuyos linderos están enmarcados entre fogatas y hachones”.

 Una luz hialina y glauca descendía como una enorme flecha sobre un vaho ardiente que brotaba de las troneras y respiraderos que circundaban los estrechos caminos desde donde se distinguía, no sin cierto mareo y escozor, los profundos precipicios que llevaban a mundos más ignotos aún. Orfeo prosiguió:

La muerte me ha negado el ingreso al reino de los muertos. Sería feliz aquí, sino puedo serlo en la vida, siempre que mi amada Eurídice estuviera conmigo. Seguro estoy que el amor transformaría en mis pensamientos la horribilidad de este lugar donde solo escucho ayes, quejidos y lamentos y se escucharía entonces los trinos de estorninos, jilgueros y avencejos; donde el hedor hace exudar las excrecencias humanas y sentiría mi piel el frio invierno. ¿Veis de qué grandeza está hecho mi amor?
Las palabras del músico tracio penetraron el corazón del dios de los avernos y lágrimas de hierro corrieron por sus mejillas; Orfeo aprovecho el momento de debilidad y prosiguió:
“¡Oh! Dios que gobiernas el sombrío y silencioso mundo, hacia ti debe ir obligatoriamente todo ser salido del vientre nativo, todas las cosas encantadoras deben al fin descender a ti. Tú eres el acreedor a quien siempre se la paga con la vida. Pero piensa ¡Oh! gran señor que el tiempo que permanecemos en la tierra es tan corto y que luego al fenecer seremos tuyos toda la eternidad. La pobre Eurídice vivió tan solo el tiempo que vive una flor; trató de sobrellevar la carga del dolor por su pérdida, pero el Amor es un dios demasiado fuerte y se ha apoderado de mí, la angustia y la tristeza en toda su magnitud. Te pido sólo que me la otorgues un tiempo, cuando su permanencia en la tierra se haya cumplido la tendrás de vuelta”.
No había más que ver los rostros del Percífones y Hades, para darse cuenta de lo conmovidos que habían quedado después del aquel canto sublime.
“Quien puede vengarse al tan bello canto”, piensa Percífones. Eurídice es traída del lugar de su penitencia, dolorida y sin aliento ve a su marido, una sonrisa de amor se une a la luz que llenan sus ojos, quiere abrazarlo y besarlo con sus pálidos  labios, pero ese gesto de ternura no está permitido en aquel lugar.
“Podéis partir, tú debes ir adelante y tu mujer detrás de tuyo, por ningún motivo podrás volverte para verla, si así es hicierais, Eurídice volverá a su mundo de tinieblas y ahora sí será para siempre”.
La advertencia del Percífones pone en alerta a los amantes. Inician el camino ascendente, Orfeo no deja de tocar y cantar, su alegría no tiene límites en la orilla Estigia aún sin mirarse uno a otro, los enamorados encuentran a Caronte, quien contento de ver a su amigo vivo, lo conduce al otro lado del río infernal. Después el barquero regresa para recoger a Eurídice.
-      He visto ríos parecidos a este, dice Eurídice.
-      Sí, hay cuatro más, interviene Caronte.
-      Estigia, que nombre más misterioso y como se llaman los otros.

El barquero rema con serenidad, pero con firmeza, conoce ese río como nadie, ha cruzado a innumerables hombres y mujeres en su barca.
-      Uno es el Arqueronte, otro el Cocito, Flagetón y el otro Leteo.
Después de un breve silencio y antes de llegar a la otra rivera, Eurídice musitó.
-      Siento como que voy a navegar en ellos por toda la eternidad.

Ya en tierra, Orfeo y Eurídice, a través de ese ambiente de mudos silencios, cogen un sendero empinado, oscuro, lleno de negras tinieblas. Eurídice camina con cierta dificultad, la herida infligida por la crótalo está aún patente, llagada, supurante; en el Infierno no se curan las heridas. Caminan un buen trecho, delante va el músico traciano, atrás las amante fiel.
La advertencia de Perséfone resuena en los oídos de Orfeo como el arrullo de las olas cuando tocan la ribera arenosa; en el alma de Eurídice se escucha una letanía a los dioses implorando que el esposo no ceda a la tentación de mirarla.
-      Ahora que falta tan poco, Orfeo, para que volvamos a estar juntos, musita Eurídice con el corazón excitado.

Algo suena entre unos arbustos, “será otra crótalo que quiera herir la carne de mi amada”, se pregunta Orfeo y vuelve hacia atrás la mirada dolorida y sólo divisa una sombra, translucida y llorosa que es arrastrada hacia una oscuridad sin retorno.
Lo único que escuchó Orfeo fue una voz desfallecida diciéndole adiós, desesperado trató de retenerla en su descenso, pero los dioses no se los permitieron. “Nunca más, mientras estés vivo, entrarás en el reino de los muertos”; se escuchó la voz de una sombra.


V

LA CAÍDA DE LAS SOMBRAS

“Día a día Orfeo fue perdiendo su vigor y las ansias de vivir; contó la lira. Nunca más volvería a ser el mismo, la desaparición de Eurídice lo convirtió en un guiñapo”.
El jardín que Eurídice había construido día a día se fue secando como en su alma toda esperanza. Los arriates, parterres y caminos, otrora tan bellamente engalanados de violetas, adormideras, lirios y azafranes se habían convertido en tallos y ramillas resecas y polvorientas.
Las colinas que rodeaban el palacete donde tantas voces los amantes departieron caricias y confidencias y que antaño albergaba carrascas de altas ramas, blandos tilos, virginales laureles, quebradizos avellanos, verdeantes bajo y acebos cuyas bellotas arqueaban su frágil contextura, eran ahora campo de secano.
¡Que decir de los árboles! fantasmas convertidos en esqueléticas arquitecturas donde los pájaros se habían ausentado como quien huye de un ave de rapiña.
Muchas mujeres bellas y distinguidas posaron sus ojos y su deseo en el joven viudo, pero él no estaba en disposición para nuevos romances, por el contrario, se desarrolló en él una recia misoginia.
-      Un día aprovechando que Orfeo dormía junto a un madroño cargado de borlitas rojizas, dijo la lira, pedí a un ruiseñor que triscara mis cuerdas para musitar unas notas al oído de quien tan afligido se hallaba; pero de pronto, Orfeo me tomó entre sus brazos y luego de espantar al ruiseñor, pulsó con su pulgar mis cuerdas buscando la armonía propicia para modular su voz y dejar oír su canto...
Unas hojas cayeron del madroño, un viento suave arrastró un poco de hojarascas y se escuchó la voz de Orfeo...

¡Oh!, Calíope, musa gloriosa que me has dado la vida. ¿De quién heredé la elocuencia que yo transformo en canto y que gracias a Euterpe acompaño con la música. Heme aquí, nuevamente en mi amada como odiada Tracia, donde se me dio el cielo para trocármelo luego en el fuego del infierno en el que ahora me abraso. Los campos de Tracia son estos y este es el lugar donde el dolor me atravesó el corazón. He perdido toda esperanza de recuperar el bien perdido; la pobre Eurídice vaga ahora entre unas sombras en donde mis llantos y mis ruegos y mis lágrimas son saetas lanzadas al cielo y condenadas a no dar en el blanco. Sólo me queda unirme a los bosques y consumirme con ellos en la aflicción”.


Durante días y días la tristeza de Orfeo iba creciendo en su interior tanto como un rencor que amenazaba volatilizar en cualquier momento... “durante días y días rogué y los dioses no me oyeron; he vivido de recuerdos, he soñado con recuerdos, he poblado mis vigilias de recuerdos, he aumentado mi dolor por los recuerdos porque los dioses quieren que así fuera; y mi corazón se enamoró de un ser condenado a una muerte prematura porque los dioses quisieron que así fuera; y la visión que me persigue en la que Eurídice, tocada de azul y la frente de guirnaldas, doblada sobre sus tiestos y macetas de romero y de cilantro y que tanto me conmueve, viene a mí porque los dioses quieren que así sea; pues, entonces, al Infierno vayan todos, ya no necesito de los dioses”.

Solo, desolado, como si dejase en cada paso parte de sí mismo, el otrora gran músico sintió como su canto se hacía más triste, como si estuviera esperando el momento de la muerte.

Por esos días Dionisio, el dios de la vid, llegó a Tracia. Venía precedido de carnavales y lupercales que el pueblo, embriagado y eufórico, celebraba en honor de aquel dios que les daba a través del vino, alegría y consuelo.

-      Bendito sea este dios que ha inventado el arte de extraer de los racimos de un licor exquisito, dice un Corifeo.

-      ¡Evohé! ¡Evohé! ¡oh! licor divino que a los mortales desventurados alivias sus sufrimientos aplacando sus males cotidianos, con un bendito sueño de vino saturado, dice un borracho a una de las bacantes dominada por el vértigo y el embrujo con que Dionisio la ha tocado.

La presencia del dios de la vid de trenzas rubias y perfumada cabellera, blandiendo su tirso en brazo alto como un vencedor, tumba y fascina los espíritus de un vulgo jubiloso entregado al desenfreno. Sus ojos negros y brillantes hacen del dios un encantador donde hasta el más adusto sucumbe a sus hechizos.

Las calles se cubren de pámpanos, un dragón surge de una cesta llena de ramas y flores de estoraque, mientras una tenue lluvia de vino cae sobre los danzantes cuyas cabezas se hallan enguirnaldadas con hiedra. Cuando Orfeo es llamado por Dionisio para que toque en su honor, este se rehusa.

-      Ten cuidado, advierte un pastor algo embriagado a Orfeo, no hay dios más vengativo que Dionisio. Sus venganzas tienen la rabia y el encarnizamiento des sus embriagueces. En Tebas, las hermanas de su madre, Ágave, Ino y Autonoe, renegaron de su divino poder, furioso, Dionisio arremetió contra ellas tumbándoles el entendimiento; ahora las tres vagan posesas por los campos y montañas de Tebas.

Las advertencias de pastor son tomadas por Orfeo como charlatanería de un borracho. Enterado, Dionisio envía a su harén de bacantes a seducir al liróforo: los caprichos del dios no aceptan negativas. Las bacantes se sienten atraídas por el músico traciano y tratan de cautivarlo, pero todo esfuerzo resulta vano, Orfeo se niega en nombre del recuerdo de Eurídice. El despecho de las bacantes unido al resentimiento de Dionisio, selló la suerte del hijo de Calíope. Los conspiradores bebieron y danzaron durante la noche; las mujeres cantan y vociferan; pasan, con la volubilidad propia de los embriagados, del éxtasis a la imprecación.

Antes del amanecer y enterados que Orfeo gusta dormir al socaire en el bosque, el grupo parte encabezado por Dionisio que se ha vestido de mujer mezclándose con las bacantes. Caen por sorpresa sobre el liróforo traciano que nada puede hacer...

-      Sorprendido, Orfeo trató de alcanzar un calvero para protegerse del ataque y poder huir, pero todo resultó inútil, contó la lira. Emboscado por esas fieras mujeres, sus ropas fueron rasgadas y su carne despedazada. Dionisio aullaba como un loco y sus ojos desorbitados centelleaban como dos leños encendidos. Yo permanecía entre los ramos leñosos de un seco lino, hasta ahí llegó un guiñapo de piel sanguinolienta del pobre Orfeo; lo último que recuerdo haber visto es su cabeza desmembrada que, aun separada del cuerpo, seguía cantando una canción fúnebre...

Me veo desnudo y tengo frío,
así me ha de ver, Eurídice,
tal como en el tálamo
sagrado me mostraba
ante sus ojos; hoy te veré
amada mía gracias a las
artes de estas arpías
que en vez de hacerme daño
me dan la dicha de volverte a ver.


La lira había sufrido el deterioro de una cuerda en ese encuentro.

-      Sé que se llevaron la cabeza y la lanzaron al río Hebro; aun entre las aguas no cesó de cantar. Me lo contó un estornino a quien Orfeo daba escaras de mijo y mies.
“Volé lo más bajo que pude y sentí su voz como un dulce lamentar; así, corriente abajo, siguió su frente augusta mirando al cielo, como despidiéndose de este mundo, masculló el estornino. ¿Y qué fue de su cuerpo?, preguntó el pájaro”.

La lira inclinó uno de sus arcos buscando una más cómoda.  

-      Las musas, que con tanta alegría habían cantado en sus esponsales, lloraban ahora mientras recogían sus restos y los enterraban entre cantos lúgubres en Leibetra, al pie del monte Olimpo, donde los ruiseñores, como rindiéndole tributo, cantaron dulcemente como en ningún lugar en todo Tracia. Los dioses del Olimpo se irritaron con Dionisio por la muerte de Orfeo; propio de él, el libertino culpó a las bacantes de tal exceso y, por salvarlas del castigo, las convirtió en encinas, enraizadas a la tierra del tal forma que no pudieran moverse, concluyó la lira.

El estornino se mostró confundido por tanta violencia, como preguntándose si había alguna diferencia en la forma de actuar entre los hombres y los dioses. El pájaro detuvo su mirada en aquel celaje vespertino donde ya asomaba el brillo de algunas estrellas.

-      ¿Qué miras con tanta atención?, preguntó la lira mirando el firmamento. El pájaro limpió su plumaje con su cónico pico amarillo.

-      Ya no tardará en salir, dijo el estornino.

-      ¿Quién?, interrogó la lira con curiosidad.

-      La luna, contestó el estornino. Están bella que siempre me he preguntado que se sentirá poder volar hasta ella y mirar de allá hacia acá.

Una vez que el pájaro se marchó, la lira musito:

-      Si lo sabré yo.
La cabeza de Orfeo viajó por el río hasta que fue puesta en una nueva cueva consagrada a Dionisio en Antisa. Allí profetizó día y noche hasta que Apolo descubrió que sus oráculos de Delfos, Grineo y Claro, recibían pocas visitas, pues, la gente prefería visitar a aquel músico cuyos cantos proféticos los embelesaba. Apolo fue hasta Antisa y se plantó frente a la cabeza.

-      Deja de interferir en lo que sólo un Dios puede hacer. Yo puedo mover el sol y las estrellas.
Desde ahora estarás mudo y ella, dijo señalando a la lira, permanecerá en el cielo.

Desde entonces la cabeza permaneció en silencio: el estornino miraba por las noches al cielo como quien mira el rostro de una vieja conocida.


Wolfsschanze, enero – noviembre 2012.






LA FUGA



I

Silverio Macario blandía la rama de bejuco y amenazaba a los aborígenes repitiendo maldiciones tras maldiciones en castellano, cashibo, shipibo y toda lengua nativa que recordaba de sus largos años recorriendo la selva.

-         Malditos indios supersticiosos de tunches y ayaymamas, adoradores de plantas, árboles y animales, les voy a arrancar la piel para que se les quite toda esta estupidez.

Los nativos huían como hormigas tratando de mantenerse alejados de esos sermones vitupéricos, de esos ojos enrojecidos por la rabia, de esa boca espumante de furia.

-         Malditos drogadictos, beban aguardiente carajo, no esa porquería de ayahuasca que los vuelve más estúpidos, por eso no pueden trabajar como se debe.

Nativo que caía en sus manos recibía una buena dosis de bejuco y una andanada de puntapiés.

-         El río se rebalsa, viene el río, patrón, gritó un muchacho.

-         ¡Que! ¡Maldita sea!, se llevará la madera, el caucho, todo se perderá.


El río que bajaba con furia incontenible había aumentado su caudal tres veces por lo menos. Venía cargado de troncos añosos, ramas, restos de embarcaciones arrancadas de sus amarras río arriba. La corriente se desbordó por todas sus riberas arrancando los almacenes de Silverio Macario de cuajo.

-         Salven la madera y el caucho o esta noche comerán tierra, carajo, porque juro que los voy a enterrar vivos, gritaba Silverio dándole un ramalazo a todo nativo que se cruzara en su camino.

Ranchos, bohíos, chacras y haciendas, todo era devorado por la bravura de las aguas que a medida que avanzaba arrastraba maderas, toneles con balata o goma de caucho, paja, ramas, lo cual daba a la corriente más fuerza en cada nueva embestida. Una gran cantidad de animales ahogados se confundían con las aguas barrosas. Pecaríes, tortugas, pequeños tigres, ganado de las haciendas, boas y tapires, mostraban partes de sus cuerpos mientras el río pasaba. Tallos de plátanos, restos de árboles, raíces, lianas, hojas de palmera, todo era una mezcla caótica donde era casi imposible separar un elemento de otro. Algunos animales habían logrado trepar a los árboles antes que el río los alcanzara. No faltaron los hombres, mujeres y niños ahogados que fueron sorprendidos por la creciente. Silverio Macario, con el agua hasta la cintura; seguía dirigiendo y maldiciendo.

-         Tienen el alma de un mono lujurioso que va de árbol en árbol copulado como un loco, por eso es que nos sucede esto. Este es el castigo que Dios me manda por ser tan bueno con ustedes, sarta de haraganes, pero van a ver lo que voy a hacer con ustedes cuando pase todo esto, les voy a reventar a patadas indios de mierda.

El río continuó creciendo y Silverio  Macario maldiciendo. Algunos nativos se aprovechaban de los miles de peces que, asfixiados por el barro, bajaban con el río. Cuando todo termino, una atmósfera hedionda invadió el aire haciéndolo irrespirable.
Desde su hamaca de fibra de palmera y bebiéndose la segunda botella de aguardiente, Silverio Macario veía a los gallinazos que habían establecido sus campamentos en los árboles ribereños. De ahí bajaban a darse el gran festín: peces, huanganas, nutrias, achunis y hasta uno que otro lagarto, eran parte del menú. Algunos gallinazos imprudentes quedaban atrapados entre el lodo espeso que semejaba arenas movedizas. Los techos de las casas, bohíos y palafitos se poblaron de guacamayos, tucanetas, garzas, shanshos y otras aves que normalmente no llegaban hasta hi; la falta de alimentos hizo que muchos pobladores les dieran caza de inmediato. La comunicación entre las comunidades afectadas por el río se daba a través de manguaré, cuyo sonido se escuchaba día y noche.

-         Sus “niños” no sufrieron ningún daño, don Silverio, dijo Leonidas Mandros, jefe de capataces.

-         Brindo por eso, dijo Macario bebiéndose un buen trago de aguardiente.


Sus “niños”, un gran número de cerdos que criaba en un redil vecino a su casa. Eran animales finísimos, cuya carne era cotizada en el mercado a precios astronómicos.
Muchos nativos envidiaban la comida de esos cerdos donde nunca faltaba carne de pecarí, fruta y tallos tiernos de alfalfa.


II

Desde lo alto de un babassu, un joven nativo observaba hacia el rancho donde Silverio Macario daba cuenta de una tercera botella de aguardiente. Sus capataces lo acompañaban en sus borracheras.

-         ¡Estela!, ¡Estela!, llamó Silverio.

La muchacha se peinaba frente a un espejo colocado al lado de una ventana.
Ahí estaba dirigida la atención del joven trepado en el babassu que, con un pequeño espejo y aprovechando los rayos del sol, enviaba pequeñas señales a la muchacha que, presurosa, contestaba.

-         ¡Estela! ¡Estela!

-         Ya voy, padre, un momento, contestó la muchacha guardando el pequeño espejo con que respondía a los mensajes del joven nativo.


Los capataces se retiraron y la muchacha quedó sola con su padre.

-         He decidido que vayas a Lima a estudiar, este año cumples dieciocho años y en esta selva no hay futuro para ti.

La muchacha quedó pensativa. Irse de ahí era no volver a ver a Dionicio, el muchacho del babassu.

-         ¿Y para cuándo sería eso?, preguntó con timidez.

-         En unos cuantos meses, a lo sumo tres, mientras termino unas transacciones comerciales. Este desastre retrasará las cosas, pero confío en que se superará rápido.


La muchacha sabía que con su padre no se podía discutir. Esa noche, mientras su padre dormía la crápula, Estela abandonó la casa y se internó por un estrecho sendero. A los pocos minutos, ella y Dionicio hablaban sobre su inesperado viaje.

-         Huiremos, nos iremos lejos, conozco unos parajes donde nunca nos encontrarán, dijo el muchacho decidido.

Estela asintió. Un año de relaciones secretas no habían transcurrido en vano. Esa noche se separaron con la promesa de estar siempre juntos. Cuando la hija de Silverio Macario ingresó sigilosamente en el rancho, una sombra salió de la espesura. Fulgencio, el más joven de los capataces, la había seguido aquella noche. El muchacho pensó que había llegado el momento de comunicarle al patrón lo que sucedía a sus espaldas. Más que lealtad, en su corazón anidaba el despecho.

Fulgencio llegó al rancho destinado a los capataces. El río no había llegado hasta ahí. Construido sobre lo alto de una colina, el rancho era espacioso y acogedor. En el interior había un gran número de petates y jergones colocados bajo mosquiteros; los hombres que carecían de petates usaban hojarascas u hojas de palmeras para recostarse, el cansancio y el sueño era tan intenso que cualquier lecho parecía muelle. Eran hombres rudos acostumbrados a las inclemencias del tiempo y de la selva. Cuando pernoctaban  al socaire entre arrojos y lagunas pantanosas, no era extraño que alguno de los capataces despertara durante la noche sobresaltado por la presencia de alguna boa o serpiente que, con lentitud, atravesaba el campamento camino al río o al pantano. Cuando Fulgencio ingresó al rancho los hombres bebían aguardiente y jugaban a las cartas.

-         Llegó el enamorado, dijo con sorna, Mateo, uno de los capataces más veteranos.

Todos rieron e hicieron sorna a Fulgencio. Más de uno sabia o sospechaba que el muchacho andaba caliente por la hija del patrón; pero lo que nadie sabía era de las andanzas nocturnas de Estela.

-         Tomate un trago, muchacho, el aguardiente es bueno para ahogar las penas que abrasan el corazón, dijo don Matías.

Fulgencio aceptó la botella. Don Matías era muy querido por todos. Nadie sabía cuántos años tenía, las arrugas de su rostro, curtido y cetrino, apuntaban más allá de los ochenta. Conocía la selva como pocos. “Qué no habían visto esos ojos”, decían algunos.

-         Cuéntanos de aquella vez que presenciaste la lucha entre la boa y el otorongo, dijo Luciano, uno de los capataces de más confianza de Silverio Macario.

Matías prendió su cachimba, la había llenado de tabaco picado hasta el tope. Bebió un trago de aguardiente. Escupió una saliva espesa, algo negruzca.

-         Es raro que se encuentren y más raro aún que se trencen un una pelea, dijo el viejo. Que son enemigos a muerte es algo que nadie discute. Cuando la boa sale de las agua a tierra en busca de alimento, el felino siente que su territorio ha sido invadido. Ahí comienza la disputa. siempre miden fuerza antes de embestirse.

El otorongo se agazapa, sus pupilas se encienden, las garras desnudas sobresalen y su enorme cabeza se muestra tensa. El gato se estira, tira el cuerpo hacia atrás como preparándose para dar el gran salto, la cola se erecta. La boa, con la mirada fija, encoje el cuerpo, asienta la cola en el suelo con firmeza y se lanza hacia adelante como una flecha que busca el blanco.

El viejo se detuvo. Hubo un silencio prolongado. Todos permanecieron callados. El viejo bebió un largo trago de aguardiente; se rasco la nariz, hizo un gesto de asco.

-         Cuando el otorongo con gran reacción  esquiva el ataque y prepara el contraataque, la frustrada boa intenta regresar al agua, sabe que no es tan buena contrincante en tierra. El felino sabe que es su turno y cierra la línea de fuga y ataca. Colmillos y uñas penetran la carne del ofidio después de perforar la dura piel.

Ruge, se retira para evitar los ataques de la boa. El rugido es ingente, ensordecedor. Monos, huanganas, armadillos, achunis, picuros, todos salen en diáspora, aterrados, buscando sus madrigueras o el hueco de un árbol para protegerse. Las más asustadizas son las aves, la ayaimama, la paucar, el churi – churi. Todas buscan, por instinto, proteger a sus polluelos estrechándolos en sus nidos y cubriéndolos con sus alas.

-         Es difícil seguirle el movimiento a la boa, dijo Mateo, ataca, se enrosca, retrocede, va hacia adelante, hacia los lados, todo con una velocidad increíble.

Matías asintió y dio dos chupadas a su cachimba.

-         Un brujo de Yurimaguas me contó que los otorongos envejecen con la boa en la memoria, dijo uno de los capataces.

Matías volvió a asentir.

-         Esos otorongos, dijo el viejo, arrastran muchas peleas en su piel, conocen las artimañas de sus eternas enemigas  y saben sacar partido de cualquier error que la boa comete.

-         ¿Y cómo terminó esa pelea?, preguntó un joven capataz, impaciente.


-         La boa se recuperó del ataque del tigre y con sorpresa lo cogió envolviéndose con rapidez a su cuerpo; los anillos comenzaron a hacer su trabajo, dijo el viejo Matías.

-         ¿Lo trituró?, interrogó el joven capataz.


-         No, dijo Matías. El otorongo calculó que la boa se preparaba para el próximo apretón, el segundo siempre es decisivo, así que el felino comprimió su cuerpo extendiéndose hasta tomar la forma alargada del de la boa y ahí se escurrió.

Todos escuchaban sorprendidos.

-         La boa vio que era el momento de retirarse y así lo hizo. El otorongo sacudió su cuerpo como buscando colocar todo en su lugar; el ajustón fue como un aviso para el otorongo.

El canto quejumbroso, inconsolable de una ayaimama, disipó la concentración de aquella inusual narración.

-         ¿Qué es eso?, preguntó un capataz recién llegado.

-         ¿Cuánto tiempo hace que has llegado, muchacho?, interrogó el viejo.


-         Dos días, señor. Mi padre es amigo de don Silverio. Y cómo yo no hacía nada en Lima, me embarcó en un avión y aquí me tiene.

El viejo apagó su cachimba.

-         Es hora de dormir, mañana el trabajo será arduo. Habrá que limpiar todo lo que hizo ese maldito río, dijo Mateo.

Matías pasó cerca al jergón donde se acomodaba el recién llegado.

-         ¿Cómo te llamas, muchacho?

-         Freddy Mora, señor, para servirle.


-         Bien, ya te contaré la historia de la ayaimama. Ahora duérmete.

A los pocos minutos todos dormían. Sólo Fulgencio permanecía despierto. Sus pensamientos danzaban como grullas junto a un lago de aguas cristalinas. Pensó en Estela. Él la amaba desde que la vio, desde que llegó a esa selva maldita que tanto odiaba con sus serpientes, sus guacamayos, sus pantanos y con esos nativos que tanto despreciaba. También odiaba el día aquel en que ella lo rechazó, aquel día en que él trató de decirle algo cariñoso que le hubiera hecho más fácil la declaración, pero fue en ese preciso instante en que apareció la mariposa y Estela corrió tras ella dejándolo con la palabra en el aire. La claridad de la mañana daba al cabello de Estela un brillo inusual y un alegre fulgor en sus ojos. Nunca como antes la había visto tan hermosa. Hubo una pausa. Él aprovechó para abordarla, temeroso de dejar pasar una segunda oportunidad. Estela corrió como un cervatillo en fuga y se refugió bajo unos manchales.

-         Estela…, quisiera…

Ella lo miró con cierto temblor, algo le decía que lo que venía no era nada bueno.

La mañana era calurosa y diáfana y el sol brillaba en el cielo como un soberano.

El clima se puso tenso.

-         Hace calor, verdad, dijo Fulgencio como buscando llenar el silencio.

-         Sí, será mejor que me vaya, mi padre debe andar buscándome, dijo Estela.


Él la detuvo.

-         No, su padre está con los peones en las caucherías.

Estela lo miró con cierto resentimiento.

-         No comprendo por qué me detiene…

-         Sólo quería decirle… yo… quiero…


-         Ahora no, por favor, debo irme, dijo Estela suplicante.

La tomó del brazo y trató de besarla.

Ella reaccionó con rapidez y le dio una bofetada.

-         Cómo se atreve, espere que mi padre se entere y le aseguro que usted no la pasara bien.

-          Pero es que yo la amo y quiero casarme con usted, dijo Fulgencio.


-         Usted está loco si piensa que yo podría casarme con usted. Váyase al diablo, dijo la muchacha y salió corriendo.

El canto de la ayaimama desvaneció las evocaciones del muchacho. Ahora comprendía el porqué de la negativa de Estela. Ese nativo era el causante de su infelicidad. “El patrón tiene que enterarse de esto”, se dijo. Pero cómo decírselo. Pensando en eso se quedó dormido. La ayaimama seguía emitiendo su canto quejumbroso y lúgubre.


III

Cuando Silverio Macario despertó la mañana del domingo, había pasado una semana del desborde del río y las cosas parecían haber vuelto a la normalidad. Mientras vertía un poco de aguardiente en su café, descubrió un papel que había sido introducido por debajo de la puerta de su rancho. La nota era clara y precisa: su hija Estela vivía un romance a escondidas con un nativo llamado Dionicio. Fulgencio no se había atrevido a encarar a Silverio Macario por temor, la nota delatoria lo mantenía en el anonimato y lejos de la ira de ese hombre a quienes todos consideraban como un enviado del diablo.

Los reproches y amenazas contra Estela no se hicieron esperar. Quedó prisionera en su bohío con un vigilante a la puerta las veinticuatro horas.

-         Yo me encargaré de establecerle los límites a ese salvaje, sentencio Silverio Macario.

Dionicio Méndez da Costa había nacido cerca a Iquitos, en una aldea de pescadores. Su madre, una nativa del lugar, había escapado con un cazador venido de las selvas del Brasil. No sólo cazó buenas presas sino también  a esa bella nativa a quien después de embarazar abandonó para siempre. El hijo heredó del padre ese espíritu aventurero que lo llevó a recorrer la selva durante muchos años y de su madre el orgullo de no bajar la cabeza ante nadie. Por eso vivía de la pesca y por eso se había negado siempre a trabajar para algún empresario o consorcio cauchero de los tantos que habían hecho de la selva su pozo de fortuna.

-         Tantas muchachas bonitas miran a tu Dionicio con codicia, Ilsa, pero a ninguna suelta liana el muchacho, le decía Cuñajá a la madre.

-         Esas cosas llegan a su tiempo, ya le llegará, decía la madre.


Lo que llegó primero para Ilsa fue la muerte, la causante fue una tarántula de las megales, de esas que viven cazando de noche en los árboles. Todo fue rápido, la picadura, las fiebres, la sudoración, las contradicciones, la respiración anhelosa y silbante y la muerte. Dionicio tenía quince años y quedó al cuidado de Cuñajá. Para paliar su dolor la mujer le regaló un polluelo de milano, una especie de halcón pequeño.
Dionicio y la rapaz se hicieron inseparables. Le puso el nombre de Abadúa.

-         Así se llamaba mi abuela, le dijo a Cuñajá.

Cuando llegó a la edad adulta, Abadúa lucia unas patas y una cola muy larga; su cuerpo se cubrió de un plumaje gris y negro que con las patas amarillas, le daban la majestuosidad de un excelente cazador.

Antes de conocer a Estela, Dionicio pasaba la mayor parte del día en el río, en su canoa, pescando pirañas, cunchis, arahuanas y boquichicos. Abadúa se volvió un experto pescador, con sus poderosas garras atrapaba lisas que iba descuartizando al vuelo. Por las tardes, Dionicio, tumbado en su hamaca de fibras de palmera, veía a Abadúa sobrevolar entre los árboles, luego caer en picada, y zas, mono que atrapaba.

-         Mete a Abadúa entre los árboles y tendrás carne para la cena, le decía Dionicio a Cuñajá.


IV

-         ¡Abaduuu…a! ¡Abaduuuu…a!

El llamado de Dionicio al milano se escuchó ese día como solía escucharse todas las mañanas.

El ave apareció como siempre, dando piruetas, dibujando en el aire líneas concéntricas como un cisne que bailotea en un lago. En un lenguaje secreto que sólo ellos parecían conocer, se escuchó el grito de Dionicio:

-         ¡Abaduuua…iiii!

Era la señal para que el milano se metiera entre los árboles y capturará algún pequeño mono. Era una forma de mejorar el adiestramiento. La rapaz se elevó como una lanza y desde lo alto cayó como una flecha. El disparo fue certero. Primero se escuchó el fogonazo, seco, con un eco que alteró la vida de la fauna como un cataclismo venido del cielo. Ante el impacto, las alas de Abadúa se contrajeron automáticamente y cayó entre la densa espesura de la selva. Dionicio tardó más de una hora en encontrarlo. Sus alas, quebradas, estaban atracadas entre unos espinos. Dionicio enterró a Abadía en el jardín aledaño a su choza.

“Su tristeza era como la que sintió el día que sepultaron a su madre”, dijo Cuñajá a un brujo de la aldea vecina. Dionicio no hizo ningún comentario.

Esa noche mientras comía, Cuñajá vio en sus ojos un odio que iba creciendo con las horas.

La destreza de Silverio  Macario con la carabina era conocida por todos. “Esa bestia le acierta a un zancudo a treinta metros de distancia, mantente lejos de ese hombre, hijo”, le había dicho su madre una vez. Dionicio y Silverio no se verían nunca después de ese día fatal para Abadúa. La advertencia del padre de Estela para que se mantuviera lejos de su hija había llegado en un mensaje que había herido el corazón del muchacho de la peor manera. La guerra silenciosa había comenzado.


***


Cuñajá fue a visitar a un viejo brujo que había conocido en sus años mozos. “Quiero que hagas un conjuro que proteja al muchacho, le prometí a su madre que lo cuidaría y no pienso faltar a mi promesa”. El brujo asintió. Había hecho un pequeño muñeco que representaba el espíritu de Dionicio. El viejo se había pintado el cuerpo con huito. Los símbolos y las alegorías que había dibujado en su cuerpo eran maravillosos y encerraban un misterio atávico. Los atavíos que se había colgado en el cuello, muñecas y tobillos eran los objetos que tenían la virtud de alejar el mal y atraer el bien. Pero había un problema y se lo comunicó a Cuñajá con determinación: “A veces no funciona y el efecto es lo contrario a lo que se espera”.

Cuñajá observaba sorprendida. Dio su asentimiento y el brujo continuó.

-         Uñas de tigre para penetrar en los secretos del enemigo, dijo el brujo; piel de anaconda para dominar sobre el agua; caparazón de charapa para endurecer el espíritu y la de motelo enana para fecundar la muerte en el alma del enemigo, también sirve de escudo protector; plumas de gavilán, para poder volar y huir del peligro que se arrastra; patas de mono, para poder trepar en los arboles; dientes de paiche, para nadar de prisa, como canoa que llevada por un torrente; los dientes del caimán para morder la carne del hombre malo con fuerza, para que no pueda soltarse hasta desgarrarle la carne.

Cuñajá observó como todo ese aparejo era acompañado por el brujo con danzas, contorsiones, piruetas y cantos monótonos en un lenguaje ininteligible salpicado de sonidos onomatopéyicos de aves, monos, felinos e insectos.

Cuñajá abandonó el bohío del brujo y tomó el camino más largo a su choza. Necesitaba  meditar sobre ese nubarrón de mal agüero que se avecinaba. Piso la muelle hojarasca que yacía en un sendero muy angosto, de lecho pedregoso que serpenteaba por los arbustos. Bandadas de guacamayos bulliciosos cortaban el cielo y un numeroso nubarrón de mariquiñas fue a posarse en las ramas altas de un caimeto cuyos frutos las atraían como un fuerte imán. Cuando se avecinó a la aldea pasó junto al río, ahora apacible, después de todo el daño que había causado. “Eres como los hombres”, le dijo. “Misterioso, bello, de una majestuosidad indescriptible”. El río tenía la magia y el silencio de los cementerios.

Nacido en montañas lejanas de nubes trashumantes, se deslizaba suavemente, como una boa que trepa hacia la copa de un árbol buscando los ruidos de pájaros para alimentarse. Llegada a su choza, Cuñajá se tumbó en el jergón y se quedó dormida.


V

El encierro de Estela no fue impedimento alguno para que sus citas clandestinas con Dionicio continuaran. El vigilante que su padre había colocado en la puerta se pasaba la mayor parte del día y de la noche durmiendo o leyendo historietas. La muchacha, astuta como una comadreja, había hecho un hueco por el tejado de hojas de palmera y por ahí abandonaba su encierro las veces que quería. Dionicio no le contó lo sucedido con Abadúa, prefería mantenerla fuera de eso.

-         Debo irme ya, será mejor que vuelvas al bohío antes de que se den cuenta de que has huido, dijo Dionicio.

Estela nunca lo contradecía, el amor había establecido una línea de mando que la muchacha había consentido desde un principio.

En su bohío y aprovechando que Cuñajá dormía plácidamente, Dionicio extrajo una talega que tenía debajo de una caja. Durante varios días había capturado jergones y las tenía prisioneras en la bolsa.

-         Esta noche harán su trabajo, ya verá ese Silverio Macario lo que es la venganza.

El padre de Estela bebía en ese momento unos tragos de aguardiente con dos de sus capataces.

-         Tú, Florencio, mañana tenme ayuntados los bueyes porque habrá que llevar la reserva del caucho hasta el río durante todo el día.

-         Sí patrón, contestó Florencio.


-         Y tú, Matías, no te olvides de ver que mis “niños” hayan comido bien, ya falta poco para que vengan a llevárselos.

-         Esos cerditos le ha resultado buen negocio, don Silverio, dijo Florencio
con voz socarrona.

El padre de Estela río como debía reír el mismo diablo cuando veía entrar a su reino un buen número de pecadores.

-         Son cuarenta y me los compran a precio de oro. La verdad es que voy a extrañar a mis “niños”, dijo Macario mostrando ya los signos de su embriaguez.

Así estuvieron los tres hombres, bebiendo y fumando hasta pasada la medianoche. Cuando Matías se retiró, Macario le dijo a Florencio:

-         Llévate mi carabina y revísala, me parece que anda un poco descalibrada.

-         ¿Descalibrada? Pero si ese tiro fue certero don Silverio, el pájaro ese quebró el pico al instante.


Silverio refunfuñó entre eructos y alborigmos. No quería tocar ese tema. Así lo entendió el capataz que se retiró.


***


La sombra que avanzaba amenazante hacia el aprisco donde los cerdos de Silverio Macario devoraban mazorcas de tierno maíz, hatajos de alfalfa y borujo, se detuvo ante un viejo estoraque aledaño.

Dionicio amarró el talego a su espalda y trepó por el áspero tronco sintiendo el balsámico olor, suave y agradable de la madera. Una gruesa rama doblaba hacia el centro del aprisco.

Dionicio se deslizó por ella y sigilosamente, como una boa en busca de nidos de pájaros. Vio a los cerdos comer, unos juntos a otros, con la placidez del animal que no necesita buscar alimento en la selva inhóspita. En una esquina, una gorda y sonrosada cerda, amamantaba a una hambrienta mole de nueve pequeños puercos.

Las jergones cayeron como un amasijo de lianas en el centro del corral. Los “niños” de Macario entraron en un estado de pánico y sus voluminosos cuerpos, mordisqueados por los ofidios, arremetieron contra las tablas de protección y huyeron por la oscura vegetación en estampida. Dionicio, protegido por la oscuridad, observaba a distancia. Al otro día, los hombres de Silverio Macario contabilizaron treinta y un cerdos muertos entre el denso boscaje de un kilómetro a la redonda.

En el corral yacían siete cerdos pisoteados. Los puercos pequeños y su madre habían sido mordidos por las víboras. Nada quedó de aquella piara, orgullo de don Silverio Macario. La guerra silenciosa continuaba.

El siguiente golpe del padre de Estela fue quemar el bohío de Dionicio, destrozar sus pequeñas plantaciones de hortalizas y dar muerte a sus tres perros. Escondido en algún lugar de la selva, Dionicio contraatacó una noche llevándose los bueyes de Silverio hasta un pantano. Allí los encontró el padre de Estela, ahogados y sirviendo de alimento a todo tipo de alimañas. El golpe de gracia lo recibió el cauchero cuando descubrió que su hija había huido. No era necesario conjeturas con quien. Dionicio y Silverio Macario habían cruzado una línea de la cual ya no había regreso.

-         Cuando se encuentren esto va a ser como la boa y el otorongo, pero acá sólo quedará uno en pie, dijo Matías a Fulgencio.

El muchacho se estremeció. Había prendido una llama que devoraba el horizonte arrasando con todo a su paso. Comenzó a sentirse culpable. Esa noche mientras todos dormían, tomó sus cosas, abandono el rancho de los capataces y se marchó.
Nunca más se supo de él.


VI

En la selva cuando un mundo duerme hay otro que despierta. Por la mañana estalla un coro de chillidos de monos donde los más bulleros son los leoncillos, los pichicos y los machines; los mugidos de trompeteros y gruñidos de jabalíes se amalgaman con un coro de croar de sapos mañaneros que surgen de las charcas, ciénagas y paúles: el estridente y monótono croar produce un concierto nocturno verdaderamente selvático, donde cada individuo grita cuanto puede en loco empeño por sobresalir.

La búsqueda de los fugitivos estaba encabezada por Silverio Macario. Los buscadores viajaban en pequeños grupos selva adentro. Los que iban provistos de machetes iban abriendo trocha entre la densa vegetación inundada de pantanos infectados de reptiles ponzoñosos. A veces esquivaban un pantano y caían horas después en otro. Todos llevaban plátano ahumado, zuri y arroz prensado con trozos de carne de añuje.

Fruto de tempestades anteriores, los rastreadores veían a su paso montañas de hojas de palma, lianas, troncos y ramas de bejuco hacinadas junto a torrentes de agua fangosa.

-         Por aquí han pasado, dijo Silverio Macario mirando con desprecio la tierra removida y algunos arbustos arrancados de raíz por los pasos apurados de los fugitivos.

Pasado el mediodía, los grupos de búsqueda se reunieron en un bosque de gigantescos renacos cuyas ramas henchidas y enrevesadas al infinito mostraban una muralla compacta donde parecía imposible encontrar un vado propicio para continuar la marcha.

-         Miren allá, gritó uno de los rastreadores.

Una enorme boa había atrapado a un ronsoco adulto y se enrollaba a su cuerpo con una elasticidad y rapidez que el roedor, sorprendido y aterrado, no atinaba a hacer movimiento alguno. El ronsoco comenzó su lento ingreso por la enorme boca de la boa. A medida que su cuerpo iba desapareciendo se escuchaba  el triturar de los poderosos anillos. Las crines pardas y gruesas se iban cubriendo de una sustancia viscosa formada por los poderosos ácidos intestinales del ofidio. La ingestión era lenta y laboriosa. Centímetro a centímetro el ronsoco terminó por desaparecer en la enorme boca de la boa.

Un guía experto se acercó donde el viejo Matías y le dijo algo en una lengua que nadie conocía. Silverio Macario observó el hecho y se acercó donde el viejo. A la espalda llevaba su carabina.

-         Dice que los han visto navegando en una canoa por el río, dijo.

-         ¿Cuál?, preguntó Macario.


-         El Curaray.

Silverio conocía bien ese río. Hondo y navegable, tortuoso y de aguas turbias y barrosas. La relativa pobreza de la cuenca, los abundantes mosquitos y la proliferación de pirañas tenían casi despoblado al Curaray.

-         Hay que tener cuidado, mucho cuidado con ese río, don Silverio, su hija puede correr peligro, dijo Matías sujetando con fuerza el machete que llevaba al cinto.

Silverio Macario se mostró indiferente.

-         Tratarán de huir por alguno de los afluentes si no los detenemos antes. Quinientos soles a quien me traiga a Dionicio Méndez da Costa, gritó Macario, eufórico.

Varios grupos partieron a la búsqueda de los fugitivos. Silverio Macario se internó en la selva seguido por el viejo Matías. Caminaron durante una hora hasta que llegaron a un amplio paraje donde la vegetación mostraba el paso del machete. Siguieron camino adelante y penetraron por una reducida trocha que ascendía el barranco, y toparon con un pequeño monte donde la maleza había echado fuertes raíces. De ahí divisaron una manada de huanganas que daban cuenta de los frutos acumulados en las bases del tronco de un manchal de palmeras. En el interior de esos duros frutos como piedras existían unas suaves almendras muy nutritivas que las huanganas conocían muy bien. De un disparo certero Silverio Macario tumbó a un ejemplar de tamaño mediano.

Luego tomó el machete y descuartizó al animal en trozos medianos, los cuales introdujo en una talega. Se puso la carga sanguinolenta al hombro e inicio la marcha a tronco ligero.

-         Ese hombre estaba poseído por el diablo diría el viejo Matías a unos caucheros cinco años después que la muerte se llevó a Silverio Macario.

Cuando llegaron cerca al río Curaray unas nubes de mosquitos comenzaron a abordarlos. Matías prendió su cachumba y logró mantenerlos a raya; a Silverio parecía no importarle. Allí estuvieron cerca de una hora. Macario bebía aguardiente como quien calma su sed con agua. Matías lo observaba,  el cauchero  no quitaba la mirada del río, estaba como petrificado.

-         ¡Don Silverio, don Silverio!

La voz desesperada venía del denso follaje que bordeaban un grupo de cacahuillos. Era Tomás, un joven nativo venido de Alto Amazonas, que llevaba como capataz algo más de seis meses.

-         Lograron esquivarlos en la naciente del río. Ese muchacho es muy diestro con los remos, dijo Tomás, jadeante.

-         ¿Escaparon?, preguntó Silverio Macario, angustiado.


-         Sí, pero pasarán este lado en cualquier momento no los podremos detener, don Silverio, no hay canoas para interceptarlos, dijo Tomás con cierto desánimo.

Silverio Macario miró a Matías fijamente.

-         Anda con Tomás a  buscar a los otros, nos encontraremos por la noche en el rancho.

Matías asintió y se marcharon. Unos minutos más adelante, le dijo al nativo que se adelantara. Prendió su cachumba y se apoyó en una incira.

Los primeros trozos de la huangana cayeron en el río. A los pocos minutos un cuantioso cardumen de pirañas se disputaba la carnada. Matías sintió  que el estómago se le revolvía y sintió ganas de vomitar. Al primer trozo siguió otro y después un tercero y después  un cuarto. Fue en ese momento en que divisó la canoa y vio a la hija de Macario sonreír  como lo hacía cuando era niña, y vio a Dionicio tomarla por la cintura y besarla con la ternura con que los jóvenes suelen hacerlos cuando están enamorados.

-         Los disparos fueron certeros, fueron cuatro, todos a la proa, dijo el viejo a los caucheros que escuchaban atentos cinco años después de que la muerte se llevó a Silverio Macario. El agua se introdujo en la canoa con rapidez  y empezó a hundirse. Silverio Macario ya no necesito más carnada.


Wolfsschanze, setiembre – diciembre 2013.