LA HECHICERA
I
La hechicera
despertó a Valicha pateando el jergón en el que este descansaba.
- Levántate,
mugroso, anda a buscar las hierbas que necesito para el brebaje que estoy
preparando. Cuidado con quedarte jugando
Hombrecito de
aspecto repugnante y algo descuidado en el aseo, Valicha tomó un cubo de agua y
vació un poco de líquido en una escudilla y se mojó la cara.
La estancia
se hallaba débilmente iluminada por la luz rojiza de un parco fuego sobre el
que colgaba un puchero de barro en donde había un preparado. El yunque, la
fragua, el fuelle y las tenazas de un herrero que había ocupado anteriormente
el chamizo, daban un aspecto de cámara de tortura al sombrío interior. Valicha
abandonó la casa, un frío helado y cortante le dio de lleno en el rostro.
Llevaba en su mente el encargo de la vieja. No había ido a escuela alguna, pero
poseía una memoria envidiable, fruto de los requerimientos herbáceos de la
vieja Simeta.
- Con estas
hierbas, Valicha, debidamente preparadas y dosificadas, puedo hacer bebidas y
ungüentos para lograr lo que quiera. Inclusive, Valicha, si quisieras
deshacerte de alguien que te causa incomodidad y sabes mantener la lengua
dentro de tu boca como ratón en ratonera - ahí tienes belladona, raíces de
estramonio, valeriana, eléboro, cicuta, ditaína, fresnillo, todas plantitas
inocentes que administradas con cautela son excelentes medicamentos, pero que
en dosis excesivas pueden matar a un caballo.
Valicha dejó
sus recuerdos de lado y se inclinó sobre la hierba buscando, con mano experta
las raíces y hojas requeridas por la hechicera. Cerca de ahí, vio a Lucrecia,
iba camino al molino en compañía de una amiga.
- Nunca me he
enamorado así, dijo la muchacha, sé que ahora va en serio y si de algo estoy
segura, es que no pararé hasta lograr que Ricaldi se enamore de mí. Mientras
embolsaba el trigo triturado en la molienda, Lucrecia pensaba que una visita a
la vieja Simeta le abriría el camino para conquistar a Ricaldi.
“Esa vieja
loca me será de mucha utilidad”, pensó.
Por la tarde
llegó donde la hechicera. El interior de la casa le trajo recuerdos de otros
tiempos. Allí, en compañía de Nerissa, la hija de Simeta, jugaba con los
frascos y retortas que la vieja dejaba por todos los resquicios inimaginables
con algún mejunje que ni perro ni gato alguno querían olisquear.
- Cómo has
crecido muchacha, dijo Simeta. Qué te trae por aquí, bien sabes que Nerissa ya
no está, se marchó hace mucho tiempo.
Lucrecia
eludió el tema, le resultaba incómodo hablar sobre ello. Unas monedas que la
muchacha extrajo del sayón terminaron por convencer a la hechicera.
- No será
fácil, habrá que preparar una pócima especial que “él” tendrá que beber durante
cinco días. ¿Y se puede saber quién es el potrillo que quieres domesticar?
- Eso no le
interesa, usted limítese a lo que necesito, para eso le pago bien, contestó
Lucrecia acerbamente.
- Chúcara la
yegua, rebelde, rebelde, no lo crees así Valicha, dijo la hechicera viendo
alejarse a Lucrecia por el sendero que iba al molino. Ya habrá tiempo para
averiguarlo, Valicha, ya habrá tiempo.
Valicha
comenzó a reírse como un estúpido, como lo hacía cada vez que la vieja soltaba
la carcajada, como un rayo que precede al trueno y al relámpago. La vieja
Simeta trabajó toda la noche en la pócima que haría que Ricaldi se lanzara a
los pies de Lucrecia. Echó mano de una sustancia muy poderosa para esos
menesteres que guardaba en uno de sus estantes. Se la había dado un brujo al
regresar de un viaje por países remotos. No supo decirle cuáles eran sus
componentes. Sin duda estaba hecha de hierbas, no todas conocidas. Tenía un
aspecto viscoso y amarillento, el brujo le aconsejó que no la tocara, porque
bastaba un leve contacto con ella para que perdiera su efecto. “Ingerida
incluso en dosis mínimas, en estado de pureza, provoca al cabo de media hora,
una sensación de desgano, abatimiento, después una lenta parálisis de todos los
miembros, y por último la muerte”, le había dicho el brujo. Simeta tomó el
frasco y echó unas gotas en el preparado que hervía en la retorta, luego lo
dejó enfriar.
- Ya está,
mañana el infeliz caerá como una mosca en la telaraña, dijo la vieja riendo
estrepitosamente.
Valicha rió
como una hiena hasta que la vieja le lanzó una cacerola que le impactó en la
cabeza.
II
En casa de
Ricaldi una muchacha se asomó a la puerta. Era Nerissa quien estaba empleada en
la casa del muchacho con falsa identidad. Trabajaba allí desde hacía dos meses.
Nadie en el villorrio había notado su presencia. Ya no era la muchacha de quince
años con trenzas rojizas y piernas flacas que abandonó la casa de su madre diez
años atrás. Simeta la buscó durante un año, pero no pudo dar con ella. Los
lazos entre madre e hija no eran muy fuertes, de ahí que la vieja no pusiera
mucho empeño en su búsqueda. Siempre le intrigó el motivo de la huida de “esa
chiquilla loca y embustera”. Pasó un lechero por la calle, ofreciendo leche
fresca, halando de una vaca y con un cubo de peltre y un taburete de fresno
para ordeñar al animal.
- Lo de
siempre muchacha.
- Sí,
contestó Nerissa sin mirarlo siquiera y alcanzándole la lechera que llevaba en
la mano.
- Si viviera
de la leche que ese viejo borracho de Demetrio me compra hace rato que me
hubiera muerto de hambre y mi vaquita hubiera reventado por falta de ordeño.
Nerissa ni se
inmutó por los comentarios del hombre. Quizá la fría mañana le trajo recuerdos
de otros tiempos. Pensó en el pobre Bruno, en sus despojos que bajo tierra no
serían más que un puñado de polvo, como la harina que acostumbraba espolvorear
en el hintero antes de colocar sobre él el amasijo de harina y mantequilla para
hacer el pan.
- Aquí
tienes, dijo el lechero.
Nerissa le
alcanzó dos monedas, tomó la lechera y se internó en la casa.
Demetrio y
Ricaldi se habían marchado muy temprano. El viejo vinatero acostumbraba llegar
a las viñas antes que cualquiera de los que trabajaban para él. No importaba
cuánto vino hubiera bebido la noche anterior, igual se levantaba antes que
ninguno. “Un vaso de buen vino y a trabajar”, solía decir. El recuerdo de Bruno
se apoderó nuevamente de ella. Nerissa estuvo enamorada años atrás de aquel
joven panadero. Bruno supo llenarla de atenciones hasta que a pareció Lucrecia
y echó por tierra sus ilusiones. Lucrecia y Nerissa habían sido muy unidas
hasta que aquella se enteró del interés de la hija de la hechicera por el
panadero. Más agraciada y más astuta que Nerissa, Lucrecia logró con sus
encantos que Bruno se fijara en ella. Unas cuantas intrigas de por medio y
Bruno, como la niebla nocturna que se va disipando en la mañana, relegó a
Nerissa en sus pretensiones.
Nerissa pensó
en convertirla en sapo. A fuerza de cocer y recocer a fuego lento el contenido
de sus retortas, Simeta había descubierto algunos secretos prácticos que
Nerissa había heredado. En ausencia de su madre, Nerissa mezcló hierbas, polvo
y todo lo que encontró a mano con el fin de encontrar la fórmula mágica para
sacar del medio “a esa zorra inmunda y traicionera” pero lo único que logró fue
arrancarle el techo a la casa a causa de la explosión que provocó. Cuando
Simeta regresó encontró su “laboratorio” hecho un desastre. Frascos de madera,
líquidos derramados por el suelo, hierbas y polvos dispersos por doquier, mudos
testigos del fracaso de la hija de la hechicera. Entre ella y Valicha lavaron
todo con abundante agua; llenaron el suelo con hierbas aromáticas mezcladas con
agua de pino. Reconstruir el techo y algunas paredes agrietadas les llevó más
tiempo. Simeta no hizo comentario alguno, quizá el recuerdo de sus inicios en
aquel extraño y mágico arte escondían algún fracaso similar. Pero lo que
marcaría para siempre la vida de Nerissa no sería la desilusión de ver perderse
el amor de Bruno en una columna de humo sino el hecho trágico que sobrevino
después. Casquivana y veleidosa como era, Lucrecia no tardó en aburrirse de su
nueva conquista.
Hastiada de
la rutinaria vida de Bruno y cansada de las caricias de aquellas manos siempre
ásperas a causa de la harina, Lucrecia encontró en un oficial del ejército un
nuevo motivo para poner a prueba sus encantos femeninos. Por otro lado, el
joven panadero no vislumbraba futuro alguno, y eso significaba que cualquier
relación seria con él, la hundiría en la pobreza que tanto detestaba, en un
hogar donde las comodidades no escasearían. El muchacho, herido en su amor
propio y decepcionado, comenzó a beber en exceso, algo común por los
alrededores, pero que en él, tan pegado a las buenas costumbres, comenzó a
notarse significativamente. Vanos eran sus ruegos, Lucrecia se mantuvo firme en
su decisión. Una noche, después de beber con unos amigos, Bruno se dirigió a la
panadería donde unos operarios cocinaban el pan de la mañana siguiente. En un
descuido, el muchacho se lanzó sobre el horno principal Sus gritos
desgarradores alertaron a sus somnolientos compañeros quienes lograron salvarlo
de males mayores. El rostro de Bruno quedó desfigurado del lado derecho, sus
manos, otrora tan hábiles en el manejo de la masa, quedaron inútiles, sus días
como panadero habían acabado. Nerissa fue a verlo muchas veces, pero el
muchacho siempre se negaba a recibirla, no sólo por el hecho de verse
desfigurado sino porque sentía la culpa de haberla despreciado por Lucrecia.
Al poco
tiempo, cuando todo parecía haber regresado a la normalidad, el muchacho fue
encontrado colgado de la viga de su habitación.
Nerissa se
negó ahora a verlo, quería guardar en el luto de su corazón el recuerdo del
Bruno que reía siempre con una risa pura y juvenil. Nerissa sufrió mucho con la
muerte del muchacho, al punto que pensó que si seguía viviendo en ese pueblo,
la tristeza y la nostalgia la volverían loca. Nunca le tuvo rencor al joven
panadero, al contrario, pensaba que con ella hubiera sido feliz, hubiera estado
dispuesta a darle hijos y ser una esposa modelo para él.
“No te
engañes, Nerissa, lo sigues amando a pesar de todo”, se dijo a sí misma. Pero
su odio se volcó hacia Lucrecia y sus modales de chica refinada y coqueta,
hacia ella dirigió su rencor, ella era la culpable de todo. Una mañana tomó sus
cosas y se marchó. La idea del suicidio recorrió su cabeza, pero su pensamiento
se detuvo al borde de un abismo de contradicciones; el fiel Valicha supo de su
partida. “La extrañaré mucho, niñita”, le dijo. Tenía entonces quince años y la
incertidumbre de lo que podría hacer de ahora en adelante.
III
Los primeros
años de Nerissa fueron difíciles, pero la muchacha tenía temple y de una u otra
forma lograba superar las crisis que se le presentaban. El recuerdo de Bruno se
fue desfigurando en su memoria poco a poco y, si bien no desapareció del todo,
la imagen del muchacho se fue desvaneciendo como se evaporan los colores de un
cuadro con el tiempo. “Es como si nuestros muertos murieran por segunda vez”,
pensó. Trabajó de niñera, mucama y de todo aquello que pudiera ayudarla a
subsistir, a sobrellevar aquella vida de soledad y rutina que la hacía odiar y
maldecir su vida pasada. Los momentos de depresión y abandono fueron tormentas
difíciles de afrontar y más todavía porque no contaba con amistad alguna como
para compartir sus penas y desilusiones. Así se le fueron los años de la
adolescencia y los primeros de la juventud, entre fugaces relámpagos de
felicidad y duraderos témpanos de melancolía.
Un día se
enteró por una amiga que en un pueblo cercano se necesitaba una mujer con
experiencia para atender a un padre y a su hijo. Nerissa no cupo en su asombro
al enterarse que el padre no era otro que el vinatero Demetrio y que por ende
el hijo tenía que ser Ricaldi. Tenía un vago recuerdo de este último; lo
recordaba como un muchacho flaco y enfermizo, muy pegado a su padre y algo
engreído. Respondió al anuncio y fue citada de inmediato. Con identidad falsa y
algunos cambios en su apariencia física, Nerissa había sepultado a “la hija de
la hechicera”, tal como la conocieron siempre, y pasó a convertirse en una
bella y trabajadora muchacha llena de referencias satisfactorias. Una noche de
finales de otoño, la muchacha se presentó en casa de Demetrio. Ese día ocupó el
cuarto de huéspedes: había sido aceptada.
IV
Nerissa
encontró a Demetrio más viejo y más borracho, en cambio a Ricaldi, como era
natural, lo encontró muy diferente al muchacho que albergaba en su memoria.
Alto, corpulento y lleno de vida, Ricaldi era la imagen contraria del padre:
ordenado, inteligente, cortés, aseado, responsable y sobrio en el comer y el
beber. Una noche de luna; apoyada en el vano que daba al jardín principal,
Nerissa descubrió que el lugar que en su corazón había ocupado Bruno ahora
yacía la imagen de Ricaldi: habían desaparecido las sombras del pasado y un
nuevo horizonte resplandecía con un nuevo sol. La muchacha había entrado con
buen pie en casa del vinatero, supo ganarse de inmediato el respeto de los
peones que laboraban en la campiña y de las mujeres del lugar.
Una mañana en
que salió a recolectar sus flores, pasó por la antigua panificadora. El lugar
se hallaba abandonado, el ambiente lucía lúgubre, pero aun, cuando temía que
los recuerdos del pasado fueran a atormentarla, se acercó al lugar como si la
curiosidad fuera más fuerte que su temor. Mientras miraba los ennegrecidos
hinteros y las mesas de madera, apolilladas y mohosas, Nerissa recordó a aquél
joven de mirada soñadora y ojos grises que la había tratado con bondad cuando
iba a recoger el pan de centeno o los bizcochos de manteca. La muchacha en sus
remembranzas volvía a deslizarse entre las mesas llenas de bolillos de masa
listas para ser llevadas a los hornos. En cierta ocasión la había dejado coger
de la mesa el pan caliente y algunos trozos de hojaldre que eran su delicia. El
olor de la pasta cruda le recordó que en varias ocasiones Bruno le había
obsequiado alguna hogaza y algunos pastelillos “escóndelos en el fondo de tu
canasto, nadie lo notará”. En ese momento el pasado se detuvo y el presente en
su corazón revivió por unos instantes el rencor hacia Lucrecia. Durante el
resto del día la invadió una tristeza inusitada. “Si quiero borrar el pasado no
debo volver. Ese lugar, es parte de lo que quiero olvidar”, pensó. Por la
noche, Ricaldi sufrió un enfriamiento que lo postró en cama. Nerissa lo atendió
con gran devoción. Ya anochecía cuando la muchacha subió las escaleras para
darle una mirada “a su enfermo”. La noche era fría y un aire gélido reinaba en
la habitación. Nerissa entro con un ladrillo caliente envuelto en trapos de
lana. De cuclillas en el pasillo que quedaba entre la cama y la pared,
introdujo el paquete ardiendo debajo de las sábanas, tocó los pies del
muchacho, luego los tobillos y los muslos y los masajeó suavemente. El cuerpo
de Ricaldi se estremeció. Tentada estuvo de cobijarse bajo las mantas donde el
joven enfermo convalecía. Recordó que su madre había aconsejado a muchas
jóvenes casaderas que para descubrir de quién estaba enamorado alguien había un
método infalible. “Cógele la muñeca al enfermo y pronuncia nombres de personas
del otro sexo, hasta descubrir con qué nombre se acelera el pulso”. Nerissa
probó repetidas veces pero el pulso del muchacho seguí igual. “Vieja
embustera”, pensó. Luego sonrió al recordar que a una mujer cuyo marido la
engañaba, Simeta le había dicho que había una manera de curar ese mal. “Recurre
a la ayuda de mujeres viejas, feas y experimentadas para que pasen todo el
tiempo denigrando a ese sinvergüenza y verás cómo en pocos días tendrás a tu
marido como un gato manso ronroneando a tus pies”. Si el hechizo funcionó nunca
lo supo, pues, la mujer nunca regresó a ver a su madre. Nerissa apagó la vela
de la palmatoria y se marchó, no sin antes besar la frente de Ricaldi.
V
Lucrecia
regresó a los pocos días en busca de su pócima y encontró a la vieja Simeta
atendiendo a una muchacha. “Vaya chasco, tendré que esperar”, se dijo
malhumorada. La chica se hallaba tendida en un jergón. Era una campesina de
unos quince años, una suerte de diosa griega, con los cabellos pegados a la
frente y a las mejillas a causa del sudor de la fiebre, algo desvanecida por el
dolor y la pérdida de sangre. Simeta le administraba un tónico y examinó la
pierna; los huesos sobresalían de la carne por un punto, y la carne a su vez
colgaba hecha jirones. Con ayuda de Valicha, Simeta estiró la pierna de la
chica y colocó los huesos en su sitio. Unos gritos agudos salieron de la
garganta de la herida. Unas vendas y unas tablillas colocadas diestramente
hicieron el resto. Una fuerte dosis de láudano la pusieron a dormir.
Inconsciente, la muchacha fue llevada de regreso. Cinco semanas más tarde, la
muchacha andaba a saltitos ayudándose con una vara de fresno-aunque las
adherencias de la cicatriz aún le causaban dolor. El viejo Demetrio supo
compensar a la vieja hechicera con un tonel de su mejor vino: muchas noches
Simeta durmió como un tronco.
***
Lucrecia,
sentada en la salita de su casa, esperaba la llegada de Valicha a quien había
invitado a desayunar. Sobre una mesa de abeto cubierta con un mantel de tela
azul, ofreció al hombrecillo pan de centeno, bayas, y mojama, las cuales
engulló con gran deleite. Pero Lucrecia no daba puntada sin hilo: requería de
alguien de confianza que trabajara en casa de Ricaldi para que le diera de
beber subrepticiamente y durante cinco días la pócima que le había preparado
Simeta. “Te recompensaré, Valichita, y también a quien haga el trabajo”, le
dijo.
Valicha se
marchó confundido. Algo recordaba de lo sucedido con el panadero y siempre
pensó que Nerissa se vio perjudicada en ello. Llegó hasta una pequeña laguna
rodeada de un bosquecillo de acacia y se sentó a lanzar piedrecillas junto a
los nenúfares cuyas flores blancas y amarillas reflejaban en el agua, dando el
aspecto de una alfombra floreada. De regreso donde la hechicera por el sendero
que llevaba a las casas de las familias acomodadas, Valicha se quedó examinado
las plantas de los jardines y los parterres orlados de hojas.
Así estuvo
durante más de una hora, era temprano y disponía del tiempo suficiente para
internarse en el prado a buscar las hierbas y raíces que Simeta requería, no
había prisa. De pronto, la aparición de una bella muchacha con una canastilla
llena de flores, atrajo su atención. Era bonita, de eso no cabía duda, algo en
su andar zigzagueante lo inquietó. La muchacha iba a paso de caminata y se
internó en el prado y Valicha la siguió, total, él también tenía que tomar ese
camino. Trecho más adelante, la muchacha se detuvo, extrajo un almocafre de la
canastilla y se arrodilló sobre la hierba buscando extraer una planta de
follaje tupido. No cabía duda, era ella, aunque bastante cambiada y con el
cabello diferente no podía ser otra que Nerissa.
La llamó de
su nombre, ella volteó y se dio cuenta de su error, estaba allí, en ese pueblo
gazmoño y chismoso con otra identidad y había caído en su indiscreción.
-Valicha,
eres tú, grito la muchacha casi sollozante y abrazándose de él.
Hasta entrada
la tarde Valicha y Nerissa se quedaron charlando sobre los paseos a caballo por
el camino viejo, sus incursiones furtivas a la laguna a cazar sapos y ranas,
sus cacerías de insectos rastreros o voladores a espaldas de la vieja Simeta.
Se separaron horas después con la promesa de volverse a ver. “Recuerda amigo,
no quiero que nadie sepa que he vuelto, ni siquiera mi madre”.
***
Valicha se
negó a los requerimientos de Lucrecia, pero ésta no tardó en hacerse de un
cómplice. Uno de los palafreneros que atendía las caballerizas del viejo
Demetrio y que tenía su mujer enferma y necesitaba dinero para su curación, se
ofreció a llevar a cabo la “misión” a cambio de una buena cantidad como para
pagar la curación de la enferma y para huir de ahí en caso de que surgiera
alguna complicación que pusiera en riesgo la vida de Ricaldi. Llegado el
momento, todo salió como lo había planeado Lucrecia y al poco tiempo se le vio
del brazo de Ricaldi en todo lugar. La impresión que tuvo Nerissa al enterarse
fue un duro golpe para ella. Se encerró en su habitación y sólo salía de ella
cuando sus quehaceres así lo requerían. Parecía sumida en el abandono de su
propia amargura, una vez más Lucrecia la había derrotado, pero esta vez con
armas lícitas, o por lo menos eso creía ella. “El amor es renuncia del objeto
amado, si con ello, aquél encuentra el fin deseado que lo lleva a la
felicidad”, creyó haber leído alguna vez.
VI
El romance de
Lucrecia con Ricaldi llevaba más de tres meses y la muchacha comenzó a sentir
los síntomas de la rutina y el aburrimiento que la habían llevado a romper con
sus conquistas anteriores. Su malhumor, su mal genio y su mal contento
comenzaron a avinagrar las mañanas, las tardes y las noches del pobre Ricaldi
quien ahora lucía triste, apagado y taciturno. Nerissa no tardó en percatarse
del cambio operado en el hijo de Demetrio y no necesitó de pesquisa alguna para
concluir que la causa de ese mal no podía ser otra que Lucrecia. “Mujer
estúpida, podrías ser feliz y sin embargo llevas una vida miserable, jugando
con los sentimientos de otros, sometida cada día a unas amarguras peores que
las del día anterior”, pensó Nerissa dolida en lo más hondo de su ser. En
tanto, Lucrecia se dio cuenta que nada obtendría discutiendo con Ricaldi y, que
más bien, sus celos bien fundados podrían alejarlo de ella y con ello se
esfumaría una posición económica que tan fácil le resultaría atrapar. De un día
para otro se volvió más dócil, más complaciente con los requerimientos de él,
más mimosa y cariñosa que con sus antiguos pretendientes. Su voz se volvió
canto de ángeles a los oídos de Ricaldi, trino de querubines, voz de cristal
que vibra con el viento, esa voz en la que el hombre cede, se entrega, naufraga
y se abandona. Su ánimo aumentó cuando por vez primera penetró en casa de
Ricaldi y calculó por su lujo, la probable fortuna que podría heredar algún
día. Examinó el mobiliario, los candelabros de plata, los cubiertos de alpaca
con incrustaciones en piedras preciosas, las joyas de la familia, todo lo que
ella había codiciado. Le bastó una visita para inventariar mentalmente lo que
Ricaldi heredaría con la muerte de “aquel viejo borracho”. Un matrimonio era el
paso a dar y ella estaba dispuesta a darlo con firmeza.
Aun cuando
los amores de Ricaldi y Lucrecia continuaron, Nerissa no abandonó sus
incursiones mañaneras por el campo donde llenaba sus canastillos con hierbas y
flores cortadas con mano experta. Los alones de la casa amanecían adornados con
floreros provistos de coloridas flores, también la habitación del muchacho. Sus
manos se hundían con destreza entre la vegetación que colmaba los prados,
perfumándose entre el olor de las malvarrosas, los lirios, las margaritas,
salvias, romeros y arrayanes. Por las tardes sobre la mesa de centro donde
Ricaldi solía leer algún libro de aventuras, Nerissa colocaba un florero con
flores de romero y rododendros. El muchacho se complacía respirando la
embriagadora magia de aquel atavío natural como un niño que se regocija entre
una habitación llena de juguetes. En una de esas incursiones matutinas al campo,
Nerissa se encontró con Valicha quien la puso al tanto sobre las intenciones
sórdidas de Lucrecia con respecto a su unión con el hijo de Demetrio. Ahora
todo quedaba bien claro en la mente de Nerissa, Lucrecia buscaba casarse con
Ricaldi por dinero, sin importarle lo infeliz que éste pudiera ser al lado de
ella. Nerissa se daba cuenta que Ricaldi la había hechizado por completo y
temía perderlo para siempre al entregarlo, sin luchar por su amor, a los brazos
de Lucrecia. No era sólo su rostro, era su cuerpo, cuya visión ardiente evocaba
a través de sus sueños. Sufría de celos al verlo junto a Lucrecia, robándose
los besos que pertenecían a sus labios, cuando los espiaba hasta las lágrimas
en la oscuridad. Valicha la vio tan dolorida que le confesó tener una pócima
que pondría fin a sus problemas, siempre y cuando ella estuviera dispuesta a
darle a Ricaldi el contenido del brebaje. La pócima haría que el hijo del
vinatero reaccionara violentamente contra Lucrecia, inclusive, era probable que
en un ataque de ira, pudiera matarla. Luego le facilitaría otra poción que les
permitiera huir sin que nadie los descubriera jamás.
- ¿Y cómo
así?, preguntó Nerissa.
La aparición
de dos muchachas que retozaban cerca de ellos hizo que Valicha callara.
VII
Una semana
antes de la boda, marchó a la capilla. Iba provista de un vestido gris de
encajes y veriles negros. Un velo del mismo color cubría el rostro. Volvía a su
memoria el triste pasado de su adolescencia: Bruno, en su muerte trágica e
incomprensible; Lucrecia, en su crueldad inmensurable. El silencio reinante en
la capilla invadía su pensamiento, potente, con la noción del doloroso pecado
que iba a cometer. El párroco la miró como leyendo en sus ojos escondidos esa
culpa que la acechaba. Observaba el ara con sus candelabros de plata, sus
pequeños cálices de alpaca y las estufillas de peltre donde humeaba el
incienso.
Los
monaguillos cubiertos de túnicas rojas y cabellos cortos, entonaban salmodias y
portaban en sus manos cirios encendidos. El párroco abrió la Biblia que descansaban sobre el facistol y
leyó unos versículos del Eclesiastés que hablaban sobre la muerte. “Mientras
uno vive hay esperanza, que mejor es perro vivo que león muerto; pues los vivos
saben que han de morir, mas el muerto nada sabe y ya no espera recompensa,
habiéndose perdido ya su memoria”. Ella, cerca de un pilar, escuchaba atenta no
sin que por su sangre sintiera el calor de la venganza. “Amor, odio, envidia,
prosiguió el párroco, para ellos ya todo se acabó; no toman ya parte alguna en
lo que sucede bajo el sol... goza de la vida con tu amada compañera todos los
días de la fugaz vida que Dios te da bajo el sol... Cuanto bien puedas hacer,
hazlo alegremente, porque no hay en el sepulcro, donde vas, ni obra, ni
industria, ni sabiduría”. El miedo, el pecado a cometer y el de su posible
condenación turbaron su semblante y el párroco le lanzó una mirada escrutadora.
Un suspiro tenue ascendió hasta sus labios, como un ahogado del fondo de un
espíritu perturbado sintió las miradas de todos los feligreses que llenaban la
capilla. “Pueblo gazmoño que de todo se escandaliza”, pensó. Tomó la polvera de
alabastro que siempre llevaba consigo, se empolvó un poco el rostro con la
borla y se marchó. Fuera de la capilla se sintió inmensamente triste, tristeza
que acentuaban los cánticos místicos del interior que le hacían daño.
Invadida por
la idea de hechizar a Ricaldi para que diera muerte a Lucrecia, Nerissa se
decía a sí misma, como convenciéndose, que aquel paso era el más acertado.
Aunque siempre la arremetía el temor y el pánico, decidió arriesgar el todo por
el todo; el amor y la salvación de su amado merecían cualquier sacrificio que
estuviera a su alcance. Otro pensamiento que la abordaba era que por su mala
acción caería en el pecado mortal y se hundiría irremediablemente en el
infierno, pero se consolaba pensando que con la transformación que le había
prometido Valicha, se vería libre de justicia divina.
***
Aquella
noche, echada en su cama, Nerissa cerró los ojos y en su recuerdo pudo oír el
rumor de los incensarios al girar, mientras el humor azulado envolvía la
atmósfera de la pequeña capilla, mientras el sonido armónico de los carillones
se unía en un clamor de sonoridad metálica. Recordaba al párroco tocado con su
mitra coronada de diamantes, topacios, esmeraldas, amatistas, rubíes y perlas
finas. Abrió los ojos y el recuerdo se desvaneció. Se sintió sola en aquella
extraña habitación y pensó que estas poseían también una fisonomía, un rostro,
un espíritu, y que entre ellas y los humanos que las habitaban se creaban
amistades o antipatías instantáneas. Nerissa se sintió bien acogida, aceptada
entre aquellas cuatro paredes, en acuerdo con las cortinas y los antiguos
muebles que la rodeaban, entonces sonrió y cerró los ojos, había tomado la
decisión al fin y nada la haría cambiar de opinión.
VIII
Una semana
antes de la boda, la melosidad de Lucrecia iba de la mano con las atenciones
que le prodigaba su prometido. Una mañana en que Ricaldi se preparaba a
desayunar, Nerissa vació unas gotas de la pócima que le dio Valicha en el
chocolate que gustaba beber el hijo del patrón. Unos panecillos de sémola y
unos bocadillos de verduras frescas cubrían la mesa de centro en la que el
muchacho se acomodó. Lucía muy contento, pues debía recoger a Lucrecia en el
carruaje recién adquirido. Era uno de los últimos caprichos de la novia.
“Quiero
llegar a la capilla en una berlina tirada por dos de tus mejores caballos” le
había dicho Lucrecia.
***
Nerissa no
pensó que el efecto fuera tan inmediato. A las pocas horas, Ricaldi retornó a
la casa con el rostro desencajado y de un humor horrible. Había roto su
compromiso y juraba que no quería volver a ver “a esa alimaña” de Lucrecia.
Pero ésta no estaba dispuesta a pasar el ridículo de quedarse plantada en la
puerta de la capilla. Enfurecida y mostrando sus verdaderas intenciones, acuso
a Ricaldi ante su padre de haberla seducido con engaños. Demetrio llamó a su
hijo para que aclarara el entredicho, pues, él no estaba dispuesto a ver cómo
se arruinaba su negocio por la conducta desleal de su hijo frente a una dama
honorable. Por toda respuesta, Ricaldi lanzó un portazo y salió de su casa.
Nerissa estaba atenta a todo lo que acontecía, amaba a Ricaldi y sufría al
verlo tan contrariado, pero estaba convencida de que lo que venía, a pesar de
lo trágico y doloroso que sería para él, era su único camino de salvación,
aunque en el fondo de su ser disfrutaba con la venganza por todo el mal que
Lucrecia había hecho. Horas más tarde, Lucrecia se presentó en la casa sumamente
ofuscada y contrariada por la decisión de Ricaldi de suspender la boda, insultó
al muchacho llamándolo holgazán, parásito e hijo de un borracho explotador y
mezquino. La reacción del hijo del vinatero no se hizo esperar, eufórico y con
el rostro enrojecido, le dijo a Lucrecia que se marchara porque de lo contrario
se vería obligado a echarla a la fuerza.
- Para
echarme de esta casa se necesita un hombre y no veo que haya uno por aquí, dijo
Lucrecia retadora.
Ricaldi
sintió enloquecer cuando un zumbido ensordeció sus oídos. Con las pupilas
abrasadas por una llama sangrienta, Ricaldi sintió un ligero vértigo y un
súbito frenesí que lo lanzó sobre Lucrecia. Un deseo loco de hundir sus dedos
en el cuello de su amada terminó de nublar su mente y en pocos segundos el
cuerpo de la muchacha yacía en el piso de su habitación. Fue en ese instante
que, atraída por los gritos de auxilio de Lucrecia, Nerissa ingresó en el
dormitorio de Ricaldi quien, con los ojos inyectados y nublados, apretaba
fuertemente el cuello de la pobre infeliz, cuya mirada desorbitada lograba
reconocer en aquel rostro con aire de triunfo, a la hija de la hechicera a
quien años atrás había perturbado su existencia. Ricaldi estaba petrificado,
mirándose las manos y con el juicio ya recuperado. Sin el menor rictus de
asombro, Nerissa extrajo la pócima mágica que Valicha le había reservado para
el instante último en que ella y Ricaldi al beberla, sufrirían un cambio
incomprensible e inexplicable; anonadado, el muchacho se dejó llevar.
IX
Lucrecia fue
encontrada muerta sin que nadie pudiera explicar el porqué de su deceso. No
lucía huella alguna de haber sido atacada o de haber puesto fin a su vida,
parecía como que la muerte la hubiera rejuvenecido quitándole del rostro toda
huella de amargura o impiedad. La paz que en su faz se dibujaba, era el rostro
de alguien que muere sin duda alguna, complacida de haber sido feliz en esa
vida y esperando serlo en la otra. Ricaldi desapareció sin dejar rastro alguno.
Cuando era velada en la capilla, dos cuervos se posaron junto a la torre mayor
que daba al atrio. Valicha entró con Simeta por uno de los pórticos y los
cuervos graznaron. Valicha alzó la mano en señal de saludo y los cuervos
graznaron más fuertes.
- No me digas
que ahora hablas con los cuervos, dijo Simeta en tono burlón.
Seguro me
dirás que uno de ellos es Ricaldi y el otro la novia con que se fugó.
Valicha
sonrió y contestó que sí. Un sol caliginoso atisbaba entre las nubes.
EL BRUJO
I
Era la
casa familiar de Condebamba lo que aparecía una y otra vez en las pesadillas
que había tenido en los últimos cinco años y que ahora, nuevamente, la privaba
de un apacible sueño cuando aún el gallo dormía plácidamente rodeado de su
harén. Justina se frotó la
cara, las manos ásperas y callosas recorrieron sus ojos hinchados. Dejó atrás su petate y las pieles de carnero, se
asomó al ventanuco de la choza. Su hijo y su marido dormían uno junto al otro
envueltos en unos viejos ponchos.
Miró el cielo nublado, abundantes chilcos y molles
creciendo imperturbables en esos campos que comenzaban a verdear. Vio los cerros de duros taludes, a
esas horas, sumidos en un mar de soledades y silencios donde sólo alguna cuculí
madrugadora interrumpía aquella calma. Fue
en esa soledad que recordó la noche en que el patrón de la hacienda la forzó
después de golpearla brutalmente. Creyéndola muerta,
la cubrió con su poncho y colocó un cúmulo de piedras sobre él. Cuando despertó del desmayo vio sus
muslos ensangrentados, sus piernas y sus brazos amoratados por la salvaje
golpiza. Con un ojo a medio
cerrar y los labios agrietados, Justina logró tenerse en pie. Desgarrador fue ver a lo lejos los
restos de lo que fue su vivienda, el fuego lo había devorado todo. Sabía que el señor era impune, que sus excesos nunca eran
castigados y que las autoridades del lugar calificaban sus actos como diversiones del patroncito, cositas
sin importancia. Legó
hasta la choza y vio a sus padres tumbados en la tierra, uno cerca al otro, sin
vida, yacían como dormidos, con el rostro serenos, como quien se ha liberado de
una opresión. Los lloró
durante largo rato, enterró sus cuerpos uno al lado del otro cerca de una loma
vecina, como para que nadie encontrara los cuerpos. Envolvió en el poncho del
criminal sus pocas pertenencias y se marchó, el pasado, con sus padres
sepultados en aquel inhóspito lugar, quedaba atrás para siempre.
* * *
Me voy ya, hoy hay que recoger la cosecha y separar
los maicitos más tiernos porque el patrón ha encontrado un buen comprador, dijo
Vicente Huapaya, mientras azadón en mano, dejaba la choza en que vivía con la
Justina hacía siete años, desde que la muchacha había salido embarazada. No te preocupes, Justinacha, ya
encontraremos un lugarcito donde vivir, ahí criaremos a nuestro hijo, le
había dicho el indio. Juntos
habían construido la choza en un terreno donde con mucho esfuerzo quitaron las
costras de barro que la lluvia había formado tiempo atrás; también la hierba
seca y las matas de espino para allanar el piso sobre el que día a día fueron
levantando las paredes de lo que sería su hogar. En la parte trasera con gran
dedicación fueron formando un huerto de paltos, plátanos, piñas, naranjas y
limoneros. Mucha de esa
fruta era destinada por Justina para los niños de un caserío vecino donde la
fruta escaseaba por las inclemencias del clima. En esa choza nació con ayuda de una
comadrona un niño a quien llamaron Felipe, en memoria del padre de Justina.
Vicente, como todas las mañanas, llevaba al niño a casa
de sus padres, al otro lado del río que cruzaba la gran hacienda. Padre e hijo
se detenían a ver las exiguas aguas cenagosas de aquel pequeño río que bajaba
de la parte alta de Condebambas para abonar los campos que verdeaban de gran
belleza, arboledas rumorosas, lozanos pastizales y fecundos cultivos. La casa de Remigio Huapaya era una
mansión con un zaguán amplio y patio cubierto de tiestos con plantas que lucían
las más coloridas flores. Un
corredor en alto al que llegaba por una escalinata de lajas blanquecinas en
forma de abanico terminaba en una sala de ladrillos rojizos, donde el pequeño
Felipe y otros niños del lugar recibían clases de matemática y lenguaje que un
profesor traído de Cutervo por los comuneros, impartía en un ambiente calmo y
acogedor Vicente observó el techo con vigas de madera sin pulimento,
enjalbegadas ligeramente con tierra blanca. Allí se despidieron, con un afectuoso
beso, el hijo y el padre. Vendré
a recogerlo después, dijo
Vicente al anciano mientras tomaba el camino hacia la gran hacienda.
* * *
A tempranas horas Justina salía a lavar la ropa junto a
un riachuelo cascajos y rápido de aguas color acero. De ahí veía las chozas y casitas blancas
que algunos comuneros habían edificado en las faldas verdeantes de los cerros cuando llegué aquí eran sólo una
cuantas, pensó, recordando la
mañana aquella en que después de nueve años de abandonar su casa y de transitar
por los valles y caseríos de toda la sierra central, había llegado a la Gran Hacienda. Las buenas gentes me recibieron
bien, luego conocí al Vicente y el amor me hizo establecerme aquí, reflexionó mientras enjuagaba la
ropa del hijo. Al mediodía,
acabada la faena, se tumbó en una hamaca que el marido había colocado cerca a
la casa. Mientras peinaba
sus cabellos sedoso, negro azabache, recordó su duro periplo por los pueblos,
comunidades y caseríos serranos que había recorrido antes de llegar a la
Hacienda. Recordó los
severos montes que se erguían rodeando comunidades enteras como gigantes en
torno a casitas de juguete, el tintineo alegre de los cencerros que anunciaban
la proximidad de una recua donde la mula madrina lucía empenachada de añil, con
peto esmeradamente tejido con lana de alpaca, los caminos que serpenteaban
entre pantanos donde los espesos totorales crecían como legiones d soldados,
recordó las frágiles casitas blancas, las chozas pajizas, los rediles con sus
cercas que ascendía por suaves y onduladas pendientes, intercaladas entre
andenes de sementeras de maíz y ollucos, recordó los segados trigales que
espolvoreaban la tierra generosa con una tenue patina dorada, los cielos de la
tarde con su azul índigo y sus gruesas nubes proyectando sus sombras sobre los
cerros pardicientos y rojizos. Recordaba
también la vetusta parroquia de Chaupibamba con su párroco locuaz y
pendenciero, sus expresivas arengas desde el pulpito, advirtiendo que quien no acuda a la iglesia y
cumpla con sus diezmos será condenado al infierno. Los indios, aterrados y sumisos,
asistían a la misa dominical, pagaban sus diezmos y besaban la mano del cura
con sumo acatamiento. Algunas
veces ella también había asistido, por curiosidad más que por fe. Vio a los fieles apiñados como ganado,
escuchando extasiados el sermón del cura, hablando de ángeles vengadores,
paraísos y demonios, de castigos y torturas celestiales para pecadores y otras
cosas más que ella ni los indios entendían… “y a sus hijos y secuaces
entregaré a la muerte, con lo cual sabrán todas las Iglesias, que yo soy
escudriñador de interiores y corazones; y a cada uno de ustedes les daré su
merecido gritaba el cura extasiado, los cabellos desocados y los ojos
enrojecidos como un endemoniado”. El
efecto sobre la indiada era contundente. A Justina le llamaba la atención, la
sumisión de los comuneros, arrodillados malolientes, andrajosos, desgreñados,
algunos de rostro apergaminado, pero todos rezando con increíble fervor y, de
vez en cuando, ante una señal del cura, besando el suelo como quien besa a un
niño en la cuneta.
Justina regresó a la choza y se tumbó sobre un petate
cubierto de pieles de carnero y de cabra. Son tan acogedores para el
cansancio y el invierno, pensó. Estaba
fatigada, el paso de los años hacían mella en su frágil contextura. Sintió un dolor que descendía desde la
nuca recorriendo todo su cuerpo, como una serpiente que enrosca a su víctima
sentía aquel dolor que le constreñía los brazos, los muslos y el bajo
vientre. Los párpados se le
cerraban, luchaba por mantener los ojos abiertos, como una persiana que se abre
y se cierra. El cielo por la
tarde es como un lago que el sol calienta en los veranos, pensó. Se quedó profundamente dormida. Soñó con una vizcacha que se posaba cerca
de ella, observando su sueño. Ella
estiró su mano y el roedor se dejó acariciar moviendo su larga cola como un
gato. Su pelaje gris,
hirsuto, parecía suavizarse ante esa mano dulce y buena. Así estuvieron unos minutos hasta que
algo asustó a la vizcacha que salió disparada como un resorte. Solo entonces escuchó el trotar de un
caballo que se avecinaba. Ten
cuidado con el patrón, Justina, le había advertido su madre, cuando bebe es el mismo
diablo. Si ves que se
acerca, corre lo más que puedas, ese hombre trae al demonio dentro, Justinacha. Se levantó pero ya era tarde. Jacinto Pedraza, patrón de la
hacienda Pachachaca, la tomó por la cintura y la llevó en vilo hasta una loma
donde después de golpearla por resistirse, la ultrajó. Ella lloraba, aterrorizada, aspirando
ese aliento de coca y cañazo, ese olor agrio y ácido a sudor y tierra que
exhalaban el cuerpo de aquel bruto; luego vio sus muslos ensangrentados.
Despertó sudorosa, había dormido unos minutos, pero le habían parecido una
eternidad, estos pellejos dan
mucho calor en esta época, pensó. Sintió
molestar por haber tenido ese sueño, otra vez la pesadilla que la perseguía
durante tantos años, como esas casas semirruinosas que los grandes señores
abandonaba y que pasaban a ser ocupadas según la creencia popular, por trasgos,
duendes y ánimas en pena. Cerró
los ojos y un canto lastimero inundó la choza.
¡Oh bella nube que mi casa envolvías!
¡Qué oscuros vientos te han destruido!
Ya no estás ahora, ni lo estarás jamás,
tú, que paz dabas en los dulces albores
La casa paterna está llena de silencio,
de silencio los recuerdos yacen muertos, en la verde
hierba que juega con el viento también pace la muerte y la negra guadaña
Llorando en sangre está mi vieja herida,
mi vida toda, en maldita pesadilla, mis ojos no se libran
de los malos recuerdos, de viejas nubes negras que no perdona el tiempo.
Llorosa, Justina hundió su rostro húmedo entre sus manos,
de repente, la imagen del rostro que la había ultrajado apareció nítidamente, ninguna máscara podrá ocultar tu
diabólico rostro, mal hombre, dijo
con desprecio.
II
Justina, subida sobre una mula, subió la empinada
quebrada que llevaba a la cima del cerro Kature, allí encontraré al brujo, dicen que
sus hechizos y maleficios nunca fallan; dicen que el mismo diablo guía sus
agujas contra el pecho a herir y que es su baba la que se mezcla con las
hierbas y hojas venenosas con que prepara los brebajes que beben sus
víctimas. No lo dudo,
brujo, no lo dudo, pensó la Justina, mientras arreaba la mula por un
sendero polvoriento, lleno de guijarros. Había tenido que saludar a mucha gente
e inventar excusas para justificar su temprana andanza. Era domingo y desde tempranas horas
comenzaba el desfile de comuneros que descendían por los cerros y estancias
portando sus productos para venderlos en las ferias dominicales: papas, ollucos, maíz, carneros, cabras,
leche, queso, chuño, charqui, ponchos e bayeta y todo aquello que se pudiera
mercar. Piaras cargadas de
barricas de chicha, leña o frutos serranos formaban una fila interminable
obstruyendo el paso de los que hacían el periplo a pie. Algunos comuneros se apresuran para
lograr los mejores lugares de expendio; cuando los compradores llegaban se
veía a la indiada sentada en el suelo, en apretadas hileras vociferando sus
mercancías.
El sendero escarpado y ripioso, se hacía más pesado a
medida que el camino se empinaba.
Después de una curva estrecha y peligrosa se sucedía
otra, una cuesta, una lomada y otra vez otra cuesta, todo el camino lo atravesó
Justina con el alma en un hilo. Cómo
será subir esto de noche, pensó, aunque es sabido que los indios no
caminan a esas horas para no toparse con los malos espíritus”.
Cuando llegó
a la parte más alta divisó una choza rodeada por un paraje con carneros, cabras
y aves de corral. Un perro
ovejero comenzó a ladrar, se esondiò9 tras unos peñascales y observó; vio salir
al brujo, calmar al perro y entrar nuevamente en la choza.
Tuvo una intuición y esperó, a los pocos minutos vio salir
a una muchacha, no tendría más de catorce años. Cuando Justina estuvo segura de que el
brujo ya no saldría, abordó a la muchacha.
– ¿Qué haces aquí
sola y a esta hora?
La joven india se sintió sorprendida, trató de huir, pero
Justina la tomó del brazo con fuerza.
– ¿Qué tienes que
hacer aquí con el brujo?, dijo
Justina amenazadora
La muchacha guardó silencio. Yo sé quién eres, dijo la Justina. Tu padre es Simón Acco, yo te he visto
con él en los sembríos de quinua y papas, en la cosecha. La muchacha asintió, avergonzada y
temerosa. ¿Qué escondes
ahí?, dijo la mujer de
Vicente Huapaya abriendo la mano que la niña tenía apretada contra su
pollera. Era un frasco
pequeño lleno de un líquido negro y aceitoso.
– ¿Para qué es?,
dímelo, te lo ha dado el brujo, interrogó
la Justina.
Sí, señora, dijo
la muchacha, es para
mis dolores, cuando como me duele mucho aquí; Justina le abrió la blusa y
le vio el vientre hinchado, cubierto de una leves manchas marrones. ¿Estás
preñada, no? La
muchacha bajo la cabeza y asintió. ¿Él
es el padre, te forzó acaso? Dijo
Justina rabiosa. La
muchacha volvió a asentir. Se
llamaba Ignacia y tenía trece años. En
un descuido la muchacha echó a correr, bajando el cerro con gran destreza, como
un cervatillo asustado. Justina
la vio deslizarse por el camino pedregoso ¡Qué dura que es la vida!,
pensó. El cielo se estaba
encapotando y corría una brisa tierna y fresca, de aquellas que preceden a la
lluvia. La deslumbrante y
matutina suavidad de los lomazos y pajonales amarillentos le trajeron recuerdos
amargos. Ahora no
necesito dormir, pensó mientras se limpiaba unas lágrimas y se avecinaba a
la choza del brujo. Llegó
hasta el aprisco que guarnecía a los animales, mientras el ovejero ladraba
furioso. ¿Qué quieres?, Dijo el brujo que se había asomado a la puerta
de la chinama alertado por el perro. Justina,
temblorosa, dijo con suave voz:
– Un conjuro, para
un mal hombre que quiere matar a mi marido
¿Te quiere a ti, verdad? Preguntó el
brujo en tonillo malicioso. La
Justina asintió con la cabeza. ¿Y
piensa que con tu marido muerto, tú le harás caso, verdad? Dijo el brujo con
sorna. La Justina volvió a
asentir. Ya en la choza, la
india le entregó un trozo de poncho. Pareces
saber de conjuros, mujer, ya traías parte de una prenda de aquel infeliz que
mandaremos al infierno, dijo el brujo. Ahora dime quién es el hombre, sino no
hay hechizo y sigues con el problema a tus espaldas. El hechicero estaba decidido a no
ceder, pero cuando vio los doscientos soles que la mujer puso en su mano, su
firme4za se deshizo como un copo de nieve bajo un sol abrasador. Eres convincente, mujer, muy
convincente. Me da lo mismo
saber o no saber quién es el pobre infeliz que aguijonearemos, dijo el hechicero sacando unas
agujas de un pequeño cofre. Luego
cubrió un pequeño muñeco de trapo con el trozo de poncho que la Justina había
llevado y se lo entregó junto con las agujas. Debes clavarlas en el pecho con la
persistencia del espino Cardoso cuando penetra en los pies desnudos, como si el
mismo diablo guiara tu mano. Es
a ese maldito que quiere hacerte daño a quien estás matando, así que no dudes, dijo el brujo mientras bebía
un trago de aguardiente de caña dulce de los temples. Justina abandonó la choza del brujo
llevando celosamente el instrumento de su venganza. Tantos años esperando ese
momento. Sentada ladera
abajo al lado de su mula sollozó como solía hacerlo cuando su madre la dejaba
al cuidado de una vieja india mientras se marchaba al campo a trabajar la
tierra con el marido. Abajo
el viento y el frío iban mordiendo la quebrada y el canto de algunos pájaros
mañaneros se escuchaban en es mortecina soledad.
III
Vicente
Huapaya dormía plácidamente al lado de su hijo. Justina, tumbada al lado del niño,
estaba despierta. A pesar de la dura jornada que había
significado llegar hasta la guarida del brujo, no se sentía cansada. Pensaba en Ignacia Acco y su
desgracia, tan parecida a la
mía, se decía. Quiso pensar en algo que no fuera triste, pero le
costaba recordar algo agradable en esos momentos de angustia y tensión. Pensó en sus padres, pero las imágenes
se habían tornado borrosas, como esas siervas yermas y escarpadas vistas desde
lejos, pensó en los peligros que había corrido transitando punas y cordilleras
por senderos de llamas y mulas, pensó en el pasar huraño y dulce de las vicuñas
por los caminos que se bifurcan entre el pasto verde de los ichus y los
gramalotes dorados por el sol, pensó
con tristeza y nostalgia en su casita de paja incendiada, pensó en las
haciendas en que había trabajado durante años en su negro peregrinar, en esos
lugares cálidos de caña de azúcar, en esos rincones de hurtas con sus
limoneros, paltas, piñas, manzanos, papayos, nogales y plátanos; pensando
afanosamente se durmió
* * *
Habían
transcurrido los tres días que el brujo le había indicado como el momento
preciso para llevar a cabo el conjuro. Se
hallaba sola en la choza, Felipito jugaba en la alberca de los patos, nada le
impedía iniciar su ritual. Prendió
una vela y colocó el muñeco sobre una mesa; pensó en el hombre que la había
desgraciado años atrás, un hilillo de bilis amargo su boca y escupió.
Tomó las agujas, diez en
total, basta con cinco de
ellas para que la bestia muera, le había dicho el brujo una sola es suficiente para
matarlo si le das en el mismísimo corazón, si quieres que el perro sufra largas
horas, clávalas en el estómago, piernas y brazos, allí se prenden como espinas
ardientes, como el tankar que hace herida dolorosísima, eso es cuando el odio
por el perro maldito es muy grande, no olvides lavarte con agua de puquio para
que el mal no quede en tus manos. Justina
recordaba cada palabra, las había repetido hasta el cansancio para que no se le
olvidaran cuando tomó las agujas pensó en su madre y en la dulzura de su
rostro, la mano le tembló y su ánimo soliviantado se quebró. No puedo hacerlo, dijo. Así estuvo largo rato, mirando
como la vela se consumía y la llama se volvía más tenue
– Justina, Justina…
Escucho su nombre y salió como de un trance. Era Vicente quien venía bajando la
loma que daba al aprisco donde las cabras y los carneros remolaban, apagó la
vela, escondió el muñeco y salió a su encuentro.
– Ha ocurrido una
desgracia, dijo
Vicente, jadeante. La
hija de Simón Acco, la encontraron muerta cerca al puquio de jalca, parece que
se envenenó
Justina cayó de rodillas sollozante, Vicente tomó a su
hijo y partió, debo avisarle a
su padre Justinacho, debo avisarle, repetía Vicente con voz temblorosa
mientras se alejaba.
* * *
Por mi culpa niña Ignacia estás ahora muertita, por mi
culpa sola, niñita, repetía gimoteante la india mientras subía la
cuesta por los mismos caminos pedregosos que había andado días antes. Había vuelto a encender la vela cuando
el Vicente le confirmó que el hombre que la había embarazado le había dado un
frasco con un líquido negro y aceitoso para que abortara, había clavado las
diez agujas sin remordimiento alguno cuando el Vicente le había corroborado el
hecho de que aquel líquido era un veneno y no un abortivo. No se sabe quién es el canalla, Vicente, le había dicho, Simón
Acco, desesperado.
* * *
Cuando Justina empujó la puerta encontró al brujo tumbado
en el suelo retorciéndose de dolor. Alguien
me ha hecho daño, decía,
alguien me está matando, gritaba
el brujo. Ayúdame, me
estoy muriendo, ayúdame por favor, no me dejes morir. Los ojos desorbitados no podían
fijar objeto alguno, todo era un
pasar de imágenes, una peonza que giraba interminable en su mente. En los pocos instantes de lucidez que
el dolor le permitía, el hechicero vio a pocos metros el muñeco que había dado a esa extraña mujer la mañana del
domingo. Estiró el brazo
para cogerlo y un poncho descolorido con escaras de sangre resecas por el
tiempo cayó encima de él. El
brujo se horrorizó. No
puede ser, no es verdad lo que estoy viendo, gritó
aterrado, apartándose del poncho y del muñeco
– Sí puede ser,
Jacinto Pedraza, si puede ser, dijo la
Justina
Se hallaba de pie frente a aquel hombre cuya apariencia
física no había cambiado mucho con los años. Eres tan buen brujo como abusador
de mujeres, Jacinto, mira que buen efecto hacen tus maleficios, dijo la india tratando de liberarse
del odio y el resentimiento que había arañado su corazón.
– Pero tú estabas
muerta, sí, muerta, muchacha del demonio, musito el brujo mientras vomitaba
una sangre negruzca y expelía una espuma amarillenta por la nariz.
– Sólo te vi una
vez, caminando por los caserío y
mi corazò9n me dijo que eras tú, el asesino de mis padres, quien ahora se hacía
pasar por brujo, dijo la
muchacha con desprecio
* * *
Justina descendió por el cerro dejando atrás a Jacinto
Pedraza, el brujo, dando los últimos estertores de su vida. Una suave luz y una apacible
melancolía invadían su alma, a lo lejos, en lolas altas breñas, un grupo de
vicuñas contemplaban, estáticas, el sol que ya asomaba grácil y
majestuoso. Parecen un
coro de pequeños ángeles, musitó
sonriente.
LOS CUATRO PRÍNCIPES
¡De todo
queréis ser responsab
le! ¡Sólo de vuestros sueños,
no!
¡Qué miserable debilidad y que falta de lógica!
¡Nada es
más propiamente vuestros sueños!
“AURORA”
FRIEDRICH NIETZSCHE
Unos días antes, obsesionado
con el cinturón de aquel antiguo Kimono, el coleccionista de antigüedades se
había enterado por boca de Aihara, de la maldición que se cernía por aquel
cuento. Ahora, pasado los días, había dejado de ser un simple cinturón de
colección. Cada vez que lo veía sentía un escozor en los ojos y un ligero
temblor se apoderaba de sus manos. El cinturón se había enredado con la
muerte del anticuario, y también con la mía, pensó con cierta amargura; esa
reflexión maquiavélica le dio cierto alivio en aquel momento de
agitación. Ahora es mío y nadie me lo quitará, se repetía a
cada instante llevada por una inquietud persecutoria que brotaba de su propia
conciencia. Sabía que cada vez que viera un cinturón endino, el rostro del
anticuario aferrándose a la vida se le presentaría hasta en los sueños.
Aihara tomó entre sus dedos
una estatuilla de marfil. Esto se colocó en un suntuoso mausoleo
construido en 1124 por Kiyohira, general Fujiwara; en ese mausoleo reposan los
cuerpos del general y los de sus descendientes.
- Es
un trabajo delicado, dijo el coleccionista observándola con
detenimiento.
Aihara soltó
una mueca de satisfacción.
- ¿Quizá
le interese esto?, dijo el anticuario extendiendo con delicadeza sobre
una pequeña mesa un diseño hecho en papel arroz.
Era un plano
del siglo IX de una casa poderosa perteneciente a una familia de apellido
Shimakura; el lugar había sido ocupado muchas veces, temporalmente, por el
emperador. En el centro se veía una habitación principal con un lecho rodeado
de cortinas. En torno, había cuartos de estar y almacenes, todo dividido por
colgantes biombos de bambú, otros corredizos de papel y algunos cortinajes con
motivos domésticos.
- Los
biombos se podían quitar para dar más espacio, dijo el anticuario, así los
súbditos del emperador podían sentarse y vea las peleas de gallos o los juegos
con balón.
El hombre le
dio una somera mirada; Aihara no se incomodó, conocía los gustos de aquel
extraño que en los últimos meses había comprado un gran número de antigüedades.
Después de andar de un lado a otro por los pasillos y recovecos de la tienda,
el hombre de detuvo frente a un Kimono rojo que colgaba de una percha. Vi la
prenda y el juban en el interior, le llamó la atención el cinto, en él se veían
las figuras de cuatro hombres formados con flores de orquídeas, cerezos y
crisantemos unos, y otro con hojas de barribú. Según Aihara, ese diseño se
empleaba en pinturas y Kimonos un dibujo codiciable, agregó.
Sin poder
dormirse después de despertarse del segundo sueño en el que Aihara se le había
presentado blandiendo una enorme espada samurái, el hombre fue al baño y se
mojó la cara repetidas veces. Llevaba el torso desnudo, sólo calzaba el
pantalón de pijama y unas sandalias que el anticuario le había vendido semanas
antes. Son muy cómodas, las llaman “zori”. Su diseño es sencillo, las
suelas son tejidas y sus cordones se hacen a veces enteramente de paja que es
el subproducto más abundante de la cosecha anual de arroz del Japón, le
había dicho el anciano anticuario ¡Y vaya que si son cómodas!, pensó
el hombre humedeciéndose nuevamente el rostro que le ardía como si lo abrasara
una mascarilla de fuego. Al amarse ante el espejo, notó un punto oscuro debajo
de la nuez. Pasó su dedo índice por aquella minúscula mancha, pero ésta se
mantuvo imperturbable. La frotó con una gasa enjabonada, pero seguía ahí.
- ¡Maldito
japonés, dijo vaya que si me acertó con la daga!
El Kimono se
hallaba junto a un vistoso florero de bronce de cuello estrecho con dibujos de
lirios negros y jacintos blancos. Aihara trató de centrar la atención del
coleccionista en el florero, pero la mirada del hombre seguía en el Kimono,
como un gigantesco imán que atrae al hierro, así se sentía el hombre.
- Tengo
unas máscaras de teatro Noh. Pienso que le gustaría echarles una mirada, dijo
Aihara tomando al hombre del brazo y alejándolo del Kimono
Esta es la
máscara Jido y ésta la Kasshiki ambas representan a niños.
- ¿Esto
es un niño?, preguntó el coleccionista.
Aihara tomó
la máscara Kasshiki de la cuerda de papel que iba de oreja a oreja.
- Tiene
el cabello pintado con la forma de una hoja de lirio. Es la figura de una joven
que no ha alcanzado la edad adulta. Observé el mentón es muy pronunciado; los
ojos dibujan una expresión de inocencia.
El
coleccionista miró la máscara con desgano mientras Aihara tomaba notas en su
libro de ventas y adquisiciones. Mirando al hombre que jugaba torpemente con la
máscara, dijo el anciano.
- Dicen
que hay que sostenerlas más arriba el nivel de los ojos, con el brazo bien
estirado, sólo así se puede llegar a su esencia y desentrañar el misterio que
encierran.
El hombre
hizo lo que anticuario le pidió y la observó durante unos segundos.
- Hay
dos posiciones que hay que considerar cuando se observa una máscara de este
tipo, dijo Aihara tomando una de las máscaras. Cuando la inclinamos hacia abajo
la máscara toma un aspecto melancólico, se denomina “nublada”; cuando la
llevamos hacia arriba se llama “iluminación”, es cuando la expresión se vuelve
brillante y feliz.
Habían
pasado dos semanas y el punto bajo la nuez había aumentado su tamaño. La
punta de la daga debe haber estado envenenada, pensó el hombre
mientras con la uña escarbaba en aquella extraña mancha que había triplicado su
tamaño.
Sentado en
una poltrona y con un vaso de Whisky en la mano observaba una vieja pintura que
el anticuario le había vendido a buen precio. Llevaba colgad en la pared de su
cuarto más de un año, nunca había reparado en los versos que acompañaban los
dibujos.
El león
danza
a la sombra
del árbol primaveral.
A la
cadencia del tambor,
un rumor
general
cae sobre la
floresta.
La
pintura databa del siglo XVI y representaba a unos danzantes vestidos de león.
Sólo se veían los pies desnudos de dos hombres de baja estatura que llevaban
sobre sus cuerpos la figura de un león de cabeza roja y cuerpo plomizo, veteado
con listas marrones. Un hombre provisto de un tambor acompañaba a la fiera.
Esos hombres aparecían en las fiestas de año nuevo, había dicho Aihara.
Desfilaban y también iban de casa en casa ahuyentando al bailar a los espíritus
malignos. En una de sus estadías en Japón, el hombre había estado en una de
esas fiestas acompañado de Aratomi, una bella geisha. Esa noche luego de muchos
Whisky logró conciliar el sueño y soñó con Aratomi. La vio danzar como tantas
veces la había visto, provista de un bello Kimono rosa salpicado de flores de
loto. Llevaba pintado sólo el labio superior para que pareciera menos grueso en
ese maquillaje blanco que cubría su rostro totalmente. La vio sonreír
coquetamente mientras se sentaba frente a un tocador; la vio encender una
ramita de paulonia con la cual pintó sus cejas con gran destreza; la vio
acercarse a un armario y elegir algunos adornos para el cabello, uno de concha
de tortuga y un extraño racimo de perlas sujeto con un largo alfiler que,
extrañamente, se convirtió en una daga que venía hacia él empuñando por la mano
de Aihara. Despertó de un sobresalto; la frente y las mejillas perladas de
sudor. Fue hasta el lavabo y se mojó el rostro. Ante el espejo vio horrorizado
como la mancha tenía ahora el tamaño de una pelota de golf.
El hombre
parecía no dar importancia a lo que el anticuario le decía acerca de las
máscaras; su mente seguía presa del cinto del Kimono.
- Según
los estudiosos japoneses el jido es una aparición, algo así como el símbolo de
la eterna juventud, dijo Aihara buscando que el coleccionista tomara
interés en las máscaras.
El hombre
fue hasta donde estaba el kimono y preguntó:
- ¿Cuánto
tiempo lleva usted en este negocio, Aihara?
El
anticuario se sintió sorprendido.
- Los
Aihara fueron siempre estudiosos de las cosas antiguas, mi estimado señor, por
eso se les dio por coleccionarlas y venderlas, dijo el anciano con
orgullo.
- El
dinero todo lo compra, dijo el hombre secamente.
El
anticuario se mostró ofendido, una mueca de fastidio endureció su rostro.
- No
dedicaron su vida a coleccionar objetos para enriquecerse, se eso es lo que piensa.
Es necesario deshacerse de muchas que no quisiera conservarlas para siempre,
pero el dinero es necesario para seguir adquiriendo otros.
- No
quise ofenderlo, le pido disculpas, dijo el hombre.
- Déjeme
terminar, dijo el anciano suplicante. Compramos los objetos a
personas, que en su mayoría, no valoran lo que tienen, sólo piensan en lo que
podrían obtener por ellos. Una estatuilla cilíndrica de barro que perteneció a
la tumba de algún emperador japonés es tratada como una vulgar calabaza. Nuestra
labor, mi querido señor, es rescatar esos valiosos objetos de manos
inescrupulosas y dárselos a aquellos que como usted, sabrán valorarlos.
Lejos de
sentirse halagado, el comprador se sintió incómodo. Hubiera preferido que el
anciano lo llenara de reproches, que lo injuriara por su indiscreción, así
hubiera sido más fácil tratar el asunto, pensó.
Para
desentender la situación, Aihara ofreció al hombre una taza de té. Pasaron a un
pequeño salón donde había cestos de mimbre, cacillos de madera, pocillos y
batidores. Sobre las paredes colgaban pespuntes multicolores, exquisitos
brocados con elaborados dibujos de peonias y un gran cuadro donde se apreciaba
a un samurái montado sobre un elefante; el guerrero, engalanado con armadura y
llevando espada, arco, carcaj y flechas. Lucía un rostro sereno y una mirada
límpida y transparente.
- Hermoso
cuadro, dijo el coleccionista.
El
anticuario vertía agua hervida de una olla de hierro de dos asas sobre un cesto
de mimbre. Miró el cuadro de soslayo mientras ponía agua caliente en un pocillo
en el que había puesto una cucharadita de un tipo especial de té verde que
había extraído de una cajita loqueada.
- El
samurái está entrando en el mar, dijo Aihara bebiendo un sorbo de la
infusión. Es un detalle de una de las sangrientas batallas que sostuvieron
las familias rivales de Taira y Minamito en el siglo XII.
El anciano
alcanzó un pocillo con el té al comprador. Tome sólo tres sorbos. El
coleccionista asintió con la cabeza, conocía los detalles de la ceremonia del
té.
- El
hombre y la violencia estarán unidos siempre, dijo el coleccionista.
Aihara bebió otro sorbo.
- ¿Por
qué hemos de destruirnos en guerras? La muerte de los vencidos denigra el
triunfo de los vencedores que dejan tras de sí sólo un camino de sangre y
lágrimas, dijo el anciano.
Charlaron
durante un buen rato de todo aquello que tenía que ver con las tradiciones
milenarias japonesas: de la ceremonia de té, de los haikus y tankas, de los
arreglos florales de los jardines zen hasta el go, hasta de la curiosa
caligrafía nipona. Al ver un tambor que colgaba de unas de las paredes, el
coleccionista habló de una geisha que había conocido en uno de sus viajes a la
isla y que gustaba tocarlo.
- Se
ha hablado mal de las geishas, mi estimado señor. Esas bellas mujeres son
consumadas artificiales del arte de la danza, la música, la intriga política y
hasta del apoyo que brindan desinteresadamente a los artistas.
Aihara hizo
una pausa para encender unos palillos de sándalo.
- Geisha
significa “artesana” o “artista”. Ese tambor es un tsutsumi, un tipo de
instrumento que le sirve a la geisha para acompañarse mientras baila en los
banquetes o en cualquier otro tipo de reunión informal.
El hombre
pidió permiso para encender un cigarrillo y Aihara se lo otorgó.
- Muchos
libros, dijo el hombre pasando la vista por los numerosos estantes que
se veían en una habitación vecina.
- Es
un vicio que no se castiga, dijo el anticuario esbozando una fría
sonrisa. Si gusta ver algunos no tendría ningún inconveniente en
mostrárselos, hay unos muy valiosos. Tengo una copia a mano de “La historia de
genjí”, así que…
El
coleccionista lo interrumpió bruscamente.
- Mire
Aihara, le dijo, quisiera que dejemos los formalismos de lado;
ya se debe haber percatado que me interesa el kimono y le daré el precio que
usted diga.
El anciano
juntó los pocillos con los restos de té y dijo secamente:
- Ha
sido un gusto tenerlo por aquí, señor, espero verlo de nuevo.
El hombre
regresó al mediodía y se encontró con el portero del edificio en el descanso de
la escalera. Ya limpié su departamento, señor, dijo
sumisamente el conserje. El hombre le dio unos billetes.
Deje las
tareas del aseo por un tiempo, voy a estar muy ocupado. Yo le indicaré cuando. El conserje tomó el dinero y se limitó a asentir con la cabeza. El
hombre venía de ver a un especialista. Eso es un tatuaje, algo muy
extraño, le había dicho el dermatólogo.
***
Había visto
en uno de sus viajes al Japón a muchos hombres y mujeres esperando ansiosos por
hacerse algún tatuaje en el cuerpo. Recordó que Aratomi llevaba una mariposa en
uno de sus muslos. Mucha gente encuentra en la belleza física la máxima
aspiración de la vida, por eso soportan con estoicismo los cuatrocientos o
quinientos pinchazos que esa ambición exige, le había dicho la geisha.
El recuerdo
de Aratomi le trajo a la memoria sus delicadas manos. Los dedos perfectamente
formados, las uñas iridiscentes, la tersura de sus palmas delineadas con una
precisión extraña, la piel, tan radiante como si hubiera sido bañada por algún
manantial mágico. Todo un conjunto destinado a despertar la sensibilidad de
cualquier hombre. Tumbado en un diván cerca de la puerta de su habitación,
comenzó a reflexionar sobre aquella mancha que ya comenzaba a cubrirle gran
parte del torso prolongándose, como raíces de un árbol, por los brazos y parte
de la espalda. Parecía ser un dibujo que la copiosa vellosidad del pecho no permitía
esclarecer. Pensó en Aratomi y la mala relación que tenía con la dueña de la
casa de té en donde trabajaba. ¿Se habría independizado de aquella
proxeneta?, pensó.
Él sabía tan bien como Aratomi
que aquello era como un suicidio para una geisha que no había juntado, como era
su caso, el dinero suficiente para vivir en libertad. Tampoco podría
registrarse en otra casa de té cuya propietaria se aviniera a ayudarla: la
mayoría de esas “administradoras de placer” se conocían y lo menos que deseaban
era enemistarse entre ellas, pensó. Como geisha cultivada y gran
conocedora del teatro Kabuki, el hombre le había visto danzar en escenas muchas
veces. Siempre cubierto el rostro con una máscara por la absurda prohibición de
no permitir que las mujeres actuaran junto a los hombres. Su plasticidad y
soltura para el baile era la mejor carta de presentación para que la llamaran
diferentes grupos de teatro. Si el teatro fuera tan rentable como
trabajar en una casa de té ya hubiera dejado este tipo de vida, le
había dicho Aratomi en cierta ocasión.
El sueño se
apoderó del hombre y entre nubes densas y luces violetas las vio danzar como un
ángel desbocado; en su mano, Aratomi llevaba un abanico blanco que batía con
coquetería; el kimono lila le daba un aire de superioridad sobre los otros
bailarines que giraban en su entorno; de vez en cuando introducía los faldones
de su kimono el obi para no tropezar con ello. Sus labios se
abrían y cerraban con la refinada curvatura de una pera; sus pechos,
voluptuosos en la intimidad, se hallaban firmes por el obi ajustado
a su talla. Sintió su mirada bajo esas pestañas que enmarcaban sus ojos y se
sintió aliviado. Cuando la muchacha se quitó la máscara, vio horrorizado que el
rostro que lo miraba era el de Aihara y que él se había transformado en una
dada, la misma que había alcanzado rasgar su cuello con una delicadeza
inefable. Entonces despertó en ese diván, a oscuras, como se regresara de un
largo viaje de placer y terror. ¡Maldito viejo!, musitó con
rabia y el cuerpo humedecido por un sudor acre.
El hombre se
dio cuenta que había actuado con rudeza. Después de comprar un cuadro, “Misionero
europeos”, pensó que lo mejor era marcharse. Aihara, siempre
conciliador, lo detuvo para explicarle el contenido de la pintura. Estos
misioneros como los ve aquí, pasean japoneses conversos (es este joven y este
anciano con el rosario). Estos sacerdotes de la izquierda son jesuitas,
respetados en ese entonces por los japoneses; éstos temían que los franciscanos
(estos que están a la derecha), fuesen agentes del colonialismo español.
Mientras el
anticuario envolvía el cuadro, el hombre preguntó cómo lo había
conseguido.
- Está con nosotros más de sesenta años; yo era muy joven cuando mi abuelo
lo compró. Perteneció a un famoso japonés fabricante de sake, lo hijos sólo
amaban el dinero, así que cuando murió el padre vendieron la villa donde había
vivido la familia por generaciones. No conocían el arte o no les interesó
conservar las antigüedades que el padre había coleccionado con tanta devoción;
todo fue vendido debajo de su costo real, como sucede casi siempre con este
negocio.
- Mi abuelo lo compró barato, por eso tiene un precio de reventa muy
cómodo. No todo es dinero, amigo, dijo el
anciano.
***
A los pocos
días el coleccionista regresó a la tienda. Le haré una oferta que no
podrá rechazar, pensó. El establecimiento parecía estar vacío, llamo
reiteradamente, pero nadie contestaba. Fue entonces que una turbia idea nubló
su razón y fue en busca del kimono. Hurgó por todos los lugares donde podía
estar oculto, poro no lo encontró. Mientras buscaba en unos cajones, Aihara
apareció; había estado en el sótano envolviendo unas porcelanas chinas para un
cliente que pasaría a recogerlas.
- No
encontrara lo que busca, señor, dijo el anciano desafiante.
El hombre, sorprendido y
furioso, tomó al anciano por los hombros y lo sacudió con fuerza. Me
vas a dar ese cinturón con el kimono o te mataré. El anciano cayó
pesadamente sobre una esterilla que daba al sótano.
- Ese
cinturón y ese kimono están malditos, señor, por eso es que no puedo dárselos.
Sólo le traerá desgracias, dijo el anciano consternado y con la voz
casi apagada por las fuertes mano que ajustaban su cuello.
La desgracia ya te llegó,
viejo maldito, gritó el
hombre fuera de sí. El anciano vio en los ojos de su agresor la llegada de la
muerte. A duras penas logró tomar una daga de una caja de madera y trató de
defenderse. Un leve rasguño bajo la nuez del coleccionista fue toda su defensa,
el viejo estaba muerto. El hombre tomó al kimono y el cinturón que estaban
escondidos en el sótano y se marchó.
Habían pasado tres largos meses
desde la muerte del viejo y quince días desde que el hombre dejó de salir de su
departamento; la mancha cubría casi la totalidad de su cuerpo. Sólo su rostro
se había librado de aquel estigma que, como una ráfaga de viento, se había
expandido obligándolo a usar camisas con manga larga y guantes, aun cuando el
clima se mostraba cálido y seco. Su único contacto con el mundo exterior era el
portero, quien le hacía los mandados. Es raro ese hombre, díjole
a su mujer, hace tiempo que no me deja limpiar el departamento, algo le
debe estar sucediendo.
Las orejas que le circundaban
los ojos lo hacían parecer un mapache; las horas de desvelo y los prolongados
insomnios habían mermado su salud al punto de llevarlo al borde de la paranoia.
Las botellas de whisky vacías se hallaban arrumadas en una habitación pequeña
junto a todo tipo de residuos de comida envasada.
Llevaba tres días sin pegar
los ojos, al borde del colapso se dejó caer sobre la desvencijada cama y quedó
con los ojos abiertos y vidriosos mirando al techo. Lo invadió una lasitud que
lo llevó a ver a Aratomi danzar sobre un escenario donde ella era la única
bailarina.
Estaba vestida con un bello
kimono sujeto por un cinto que le hacía ver tan bella como había sido cuando la
conoció en una casa de té en las afueras de Kioto, tenía entonces sólo
dieciocho años y una prestancia que anunciaba aquella hermosa mujer que los años
terminarían por confirmar. Unas luces rojas como rayos llegaban desde la parte
alta del escenario resaltando más el color de su ropaje. Sólo en ese momento
reparó en que aquel kimono no era otro que el que él había robado a Aihara. Ahí
estaban los cuatro príncipes danzando en el cinto que Aratomi llevaba sujeto a
la cintura. Fue entonces que vio aparecer la figura de un hombre que, puñal en
mano, buscaba atacar a la muchacha. El hombre reconoció en el agresor el rostro
de Aihara, el viejo anticuario. De un salto llegó hasta el escenario donde
Aratomi seguí danzando ajena a lo que sucedía a su alrededor. El hombre golpeó
al anciano y lo tumbó, sus manos se cenaron fuertemente entorno al cuello
buscando acabarlo para siempre. Cuando ya el viejo expiraba, el hombre sintió
algo frío como un agudo metal que atravesaba su cuerpo por un costado, más
arriba de la cadera; un grito, un alarido de guerra, escapó de su boca
despertando al portero y su mujer de la siesta de la tarde.
***
La policía encontró al coleccionista
muerto sobre la cama, desnudo y con una profunda herida que sangraba aún por un
costado del cuerpo.
- Dice
que su esposo lo encontró, interrogó el policía a la mujer del
portero.
- Sí,
señor, escuchamos un grito y el subió y se encontró con esto… qué horror…
Es raro este tatuaje, dijo el
policía a su ayudante. Sobre el torso del coleccionista se podía ver a dos
hombres, el más joven de ellos estaba ahorcando a otro, un anciano que se
defendía con una daga que parecía herir a su atacante en el cuello, por debajo
de la nuez. No había rastro de pelea alguna y eso inquietó a los policías. Es
curioso, dijo uno de ellos, este kimono no tienes cinturón.
- Puede
llamar a su esposo, señora, dijo uno de los policías a la mujer del
portero.
- Lo
siento oficial, acaban de avisarle que su madre ha muerto y ha tenido que ir a
preparar el funeral.
¡Vaya, esto
parece una maldición! dijo
el policía mientras encendía un cigarrillo.
EL CAZADOR FURTIVO
“Si los dioses dieron a los hombres la razón,
hemos de creer que también les dieron la malicia,
que no es otras cosa que una astuta y falaz razón
para hacer daño”
CICERÓN
“De la naturaleza de los dioses”
I
- Todo eso es capaz de
hacer tu amo, dijo Krull, rascándose la cabeza de asombro.
- Eso y mucho
más, contestó Hams, lo he visto darle a dos capones con un
solo disparo.
No cabía duda, pensó Krull mientras se dirigía a la taberna del viejo Charli; que
la fama de Max como el mejor tirador del país era cierta; quien mejor para
avalar esa afirmación que Hams, su criado.
- He limpiado muchas
veces sus armas, son de lo mejor, hechas del mejor hierro, bien calibradas,
todo un embrujo de aperos de cacería, había dicho Hams mientras bebía una
noche en el “Cuervo Negro”.
- No estarás
exagerando, no será que ya estás borracho, le había dicho el viejo Charli.
Pero el criado de Max se había
reafirmado en ello.
Cuando Krull llegó al “Cuervo
Negro” encontró a su amo bebiendo con otros campesinos, ya habían dado
cuenta de tres jarras de cerveza negra y ya iban por la cuarta.
- Ayer tumbé dos zorro
que habían estado acechando a mis gallinas, dijo el fornido Milián,
Al primero le asesté entre los dos ojos y al otro en el mismísimo corazón.
- Y desde cuando los
zorros tienen el corazón al lado de la cola, dijo en son de mofa uno
de los que bebía con el campesino, insinuando que el disparo no había tenido la
certitud que el otro decía.
Todos celebraron la
ocurrencia; hasta Milián, haciendo gala de su amplia tolerancia, agregó
desternillándose de risa:
- Los zorros del monte
sí, amigo, tenlo por seguro.
Poco a poco, como todo los
viernes por la noche, el “Cuervo Negro” se fue llenando de
parroquianos; las jarras de cerveza, las salchichas de cerdo, los capones ahumados,
las tortas de queso, los enrollados de tocino con verduras fueron llenando las
mesas de todos aquellos que, encontraban en esa noche un desfogue al arduo
trabajo de la semana.
- Oye, Milián, tú
podrás darle a un zorro entre los dos ojos, pero he oído decir a Hams, el
criado del guardabosque, que su amo es capaz de arrancarle a un zorro los ojos
con un solo disparo, dijo retadoramente el gordo Fanelón levantando un
porrón de cerveza e invitando a todos a un brindis.
Un silencio, como una ráfaga
de viento, recorrió el amplio salón; la caída de una pluma se hubiera escuchado
en ese ambiente donde parecía avecinarse una tempestad.
Milián dio una patada a
su silla y miró desafiante al ganadero; luego dirigió su mirada a su criado que
estaba a pocos metros de él bebiendo con un campesino. Krull se sintió
incómodo, todos conocían de su amistad con el criado de Max, el guardabosque.
- Es cierto lo que
dice Fanelón, preguntó Milián.
Krull apuró un sorbo de
cerveza, se limpió la espuma de los labios y dijo:
- Bueno… yo…, titubeó.
- Es cierto o no, gritó
enfurecido Milián mostrando los efectos de los tragos.
- Si, es cierto, contestó
Krull con confianza.
Hubo un largo mutismo, luego
unas ligeras murmuraciones y luego, todo silencio.
- Puesta así las cosas,
no queda más que decidir quién es el mejor, dijo Milián recuperando la
serenidad.
Bebió su jarro de golpe, luego
otro y otro. Todos conocían su gran resistencia a la bebida.
- Charli, una ronda de
cerveza para todos, yo pago, dijo el fornido campesino.
Y luego de una pausa agregó:
- Y encárgate de
organizar una apuesta, el guardabosque y yo; allí veremos quién es el mejor.
Se bebió casi hasta el
amanecer. Apoyado en Krull, Milián subió a su carreta con gran dificultad.
Echado sobre el tablado, Milián comenzó a vociferar incoherencias y luego
durmió la mona. Krull guió la carreta hasta la casa donde vivía Milián, colocó
el carromato en el establo y lo dejó ahí; sabía por experiencia que tratar de
levantar esa mole era casi imposible. Cuando se marchó, Milián balbuceaba
amenazas contra Max.
II
Dormía profundamente Fanelón
cuando fue despertado por su mujer de una patada; esta vez no necesito darle
donde más de una, el puntapié le dio de lleno en el rostro.
- Pateas más fuerte
que Lorenza, Jantipa; un día me confundiré de mula y me subiré sobre tus
hombros. Fanelón rió estúpidamente; no hizo ningún comentario ante la
ocurrencia del marido. Sabía que se acostaba tan borracho que era difícil
ponerlo en pie.
- Aséate bien y ponte
tu mejor traje, acuérdate que el príncipe es muy quisquilloso y te va a hurgar
hasta las orejas para ver si te has bañado.
El porquerizo bebió a
escondidas un poco de vino y se dirigió al granero a preparar las vituallas que
llevaría al palacio del príncipe Von Papen. Tenía los mejores cerdos, la mejor
tienda de abastos y una gran habilidad para preparar embutidos y encurtidos;
pero aun así, su situación económica siempre lo tenía ajustado de dinero. No
sólo te gastas lo que ganas bebiendo como un energúmeno, sino que se te da por
invitarles los tragos a todos tus amigotes en el “Cuervo Negro”, hombre necio,
le decía Jantipa constantemente. Después de cada regañina dejaba de
emborracharse unos cuantos días, a lo más cuatro, luego volvía a las andadas
hasta que la mujer lo volvía a llamar al orden.
Cargó la carreta con jamones,
chorizos, salchichones, longanizas, morcillas, salchichas y mortadelas; agregó
unas botellas de encurtidos y aceitunas, así como algunas barras de mantequilla
y bolas de queso; luego ató la mula a la carreta, se despidió de su mujer
y tomó el camino aledaño a la quebrada donde según se rumoreaba, habitaba.
Hemming, el ermitaño y también el maléfico Samiel, un brujo hechicero que tenía
fama de poseer poderes mágicos.
Después de un buen trecho y
viendo que el sol se mostraba inclemente, decidió darle un descanso a la mula;
se apeó a un lado del camino, buscó una frondosa encina y se estacionó
cómodamente.
- Bien Lorenza, le
dijo a la mula, reposaremos un rato y después seguiremos.
Sacó una garrafa de vino y
bebió un par de tragos. Tumbado en la hierba, vio la copa de encina, grande y
redonda y cubierta de nidos de pájaros. Vio unos arrendajos que graznaban y
picoteaban algunas bellotas; recordó entonces el reto que Milián había lanzado
sobre Max, el guardabosques; podrá vencer a Max, pensó el
obeso porquerizo mientras seguía bebiendo vino. No creo que Hams me
haya mentido con eso de que su amo podía dejar sin ojos a cualquier ave de un
solo disparo, y si así fuera, no tendré la culpa si Max pierde por haber
incitado a Milián a que lo desafíe, pensó Fanelón mientras se
acomodaba en la carreta.
Una hora después, Fanelón se
estacionó en el patio principal del palacio del príncipe Von Papen; uno de los
criados que descargar la marchantería le preguntó al porquerizo si era cierto
eso del duelo, porque en palacio no se hablaba de otra cosa. Tú sabes
que el príncipe es muy aficionado a eso de las pistolitas y sé que está
apostando mucho dinero a la mano del guardabosque. Karl no cesa de decirle que
Max es invencible y que la mano de su hija Agatha la tiene reservada para él.
¿Qué te parece eso Fanelón?, preguntó el criado.
Fanelón refunfuño y lo apuró a
que descargara; el porquerizo parecía no pensar en eso, como si se sintiera
culpable de haber provocado aquel duelo. Que el diablo se lleve, pensó
el porquerizo, a aquel que sobre sus hombros carga una faena y no sabe
defenderla; al fin y al cabo, más pesadumbres que honores acarrean siempre los
tipos de esa ralea.
III
- Buenas están estas morcillas, comentó
el príncipe, lástima que ese hombre sea tan borracho. Pero me han dicho
que tiene una mujer que lo mantiene en línea.
- Así es, príncipe,
pero Fanelón sabe cómo escabullirse, es como una comadreja que no se deja
atrapar fácilmente por la zorra, dijo Karl, quien lucía su uniforme de jefe
forestal. Allá en el “Cuervo negro” se le ve frecuentemente, siempre
bebiendo y cantando. Pero no se le puede negar la razón y maestría que tiene
para aderezar embutidos.
El príncipe asintió, mientras
se engullía la cuarta morcilla.
- Y hablando del
“Cuervo negro”, cómo con los preparativos para el duelo; me han dicho que hay
gran expectativa y que mucha gente vendrá de muchos villorrios y aldeas, preguntó
el príncipe.
Karl lo puso al tanto de todo
y el príncipe se comprometió a apadrinar el torneo.
- Ese buen
hombre, Hemming, el ermitaño, me ha enviado unas plantas que dan
unas flores maravillosas; el jardín principal del palacio ha quedado como un
edén, lástima que ese extraño hombre nunca haya aceptado venir a mis fiestas,
me gustaría conocerlo, pero veo que eso es imposible, dijo el príncipe
como esperando algún comentario de su jefe forestal; pero este se mantuvo en
silencio.
Pocas veces Karl
había logrado cruzar unas palabras con Hemming, el ermitaño. El hombre vivía en
una rústica y frugal cabaña en lo más hondo de la quebrada conocida como “Cueva
del lobo”. Decían los pobladores que sus únicos vecinos eran los animales y
alimañas del bosque y samiel, ese hechicero de quien se decían las cosas más
fantásticas y descabelladas que podía imaginarse. También están esas
brujas que danzan como locas alrededor de una hoguera en las noches de luna
llena, le había dicho Háspar al jefe forestal en una
oportunidad.
Después de la cena, Karl se
despidió del príncipe, nunca he sido un buen bailarín y no creo que a
mi edad pueda aprender, le agradezco la invitación, ya nos encontraremos en el
duelo.
Ya la música invadía los
salones del palacio cuando Karl, montado en su caballo, partió rumbo a su casa.
Su hija Agatha, Anette y otras muchachas parloteaban y bailaban con los jóvenes
aldeanos que, atraídos por tantas muchachas bonitas, se esmeraban en las
danzas, pavanas y rondas que las chicas improvisaban.
En un descanso de tanto
ajetreo, Anette abordó a la hija del jefe de forasteros.
- ¿No ha insistido
Háspar en sus requerimientos amorosos?
Agatha hizo una mueca de
disgusto.
- Al infeliz
las desdichas lo encuentran así se esconda en los sitio más insólitos. Ese
hombre es un ser despreciable, si mi padre se enterara de sus insinuaciones le
haría pagar su osadía. Ese Háspar debe estar loco.
Anette, quitándose una venda
de la frente, dijo riéndose.
- Yo me sentiría
halagada si alguien me declarara su amor.
- ¿Es que para ti todo
es una fiesta, una feria, un reír, un bromear?, dijo Agatha
regañándola.
Anette se acercó al pretil del
balcón que daba a uno de los jardines y se detuvo mirando el firmamento;
entonces canturreó.
Una estrella
brilló
entre los
mijos dormidos
brilló por
la noche
y en la
madrugada.
Lo dice el
árbol
lo dice el
monte,
lo dice un
búho
que ulula y
canta.
Negra es la
noche
en que
brilla la luna,
rauco es el
río
que brama y
baja.
Anette entristeció. Mi
abuela me la cantaba todas las noches, para que algún día un hombre apuesto
apareciera en mi vida para hacerme feliz; vaya que si estaba tocada la pobre
anciana, dijo la muchacha riendo.
- Eres incorregible, dijo Agatha.
La muchacha se acercó a Agatha
y le dijo: Soy como una mariposa, ligera, florida, provista de sueños,
de ilusiones, un manojo de canciones tan sutiles como una rosa. Tengo el
corazón cerrado a los llamados del amor, no hay ataduras, no hay cadenas que
aprisionen mi candor. Los pesares y disgustos de la vida, querida amiga, deber
ser apartados como una urente ortiga que al alma irrita y al ánimo infunde
desaliento. No amiga mía, Anette no está dispuesta a hacer de criada de ningún
hombre. Los caprichos de esos seres son huéspedes malignos que se enquistan en
el corazón y lo laceran hasta destruirlo. Y después, cuando te ven avenjentada,
adiposa, cargada de hijos, con los cabellos blanquecinos hecho leña, dirigen
sus miradas casquivanas a algún nuevo pimpollo dispuesto a ser galanteada por
un hombre que por ley divina pertenece a otra mujer. No, gracias amiga mía,
prefiero permanecer libre a mis caprichos, a mis antojos, a mis placeres. Ave
libre soy ahora, como el viento vespertino que flirtea a su antojo por doquier,
como la nube que vaga libremente por el cielo sin que cosa alguna turbe su
paso.
Agatha quedó pensativa. Cuánta
razón había en lo que Anette había dicho.
IV
Max había aceptado de buena
gana el desafío; había aceitado y calibrado su mejor fusil. Se tenía confianza,
había vencido en muchas justas y estaba seguro de vencer a aquel campesino
ostentoso que, según algunos cazadores del lugar, sólo tenía en su haber
algunas palomas muertas. “Tiros a corta distancia”, le habían asegurado.
Cuando Max en compañía de Hams
llegó a la hostería del viejo Charli, esta se hallaba abarrotada de montañeses
y campesinos de los villorrios vecinos que sumados a los de la localidad,
bebían desaforadamente, atendidos por unas bellas mozas. Todos esperaban el
momento del tan sonado duelo. No faltaron las apuestas que favorecían
largamente a Max.
En las afueras de la hostería
se colocó una pértiga y, atada a ella, dos blancos al cual debían disparar los
fusileros. Quien lograra derribar el total del disco con menos disparos sería
el ganador. También se colocó dos pequeños discos color azulado para que
pudieran calibrar sus rifles. Max se sintió satisfecho en sus tiros de prueba:
de dos disparos tumbó el disco. El duelo estaba pactado para el atardecer, se
esperaba la llegada del príncipe Von Papen y su comitiva; el príncipe
apadrinaría la competencia, pues él, al igual que Karl, jefe
forestal del principado, eran muy aficionados a los torneos de tiro.
Karl había apostado una gran
suma de dinero a la mano de Max, es un buen tirador y algún día será,
mi yerno, había dicho el jefe forestal. Max estaba en amores con
Agatha, la hija de Karl, y pensaba casarse con ella apenas terminara de
construir una nueva estancia, se debe tener una casa más cómoda,
después vienen los hijos y se necesita más espacio, le había dicho una
noche al viejo Charli en el “Cuervo Negro”.
Las armas que se usarían para
la competencia, como era de costumbre, quedaban en custodia en un almacén
del “Cuervo Negro”, sólo el viejo Charli tenía la llave.
La desesperación había llevado
a Háspar por los senderos de la venganza; un hombre, pensaba, puede
soportar la vida que le toca vivir, siempre y cuando tenga la esperanza de que
el motivo para vivirla este algún día al alcance de su mano. ¿Pero está Agatha
tan cerca de mi corazón como para que yo pueda soportar esta angustia que me
consume? Mientras viva Max toda perspectiva de lograr su amor será en vano.
¡Qué triste es darse cuenta que cuanto place a nuestros ojos y a nuestro ánimo
es tan sólo una breve ilusión! De mi corazón se desprenden las esperanzas como
las hojas del alerce en el otoño; pero aún me queda algo por hacer y nada podrá
detener mi decisión. Haré de mi dolor leña para la hoguera de mi venganza. Haré
que Max sienta tal desprecio por la vida que ansié no haber nacido; será tanta
su vergüenza y su frustración que no querrá seguir abriendo los ojos a la vida.
Da paso destino a mi furor, y que los cielos se abran y brote de ellos lluvia
negra.
Mientras todos bebían,
bailaban y cantaban con gran euforia, una sombra se deslizaba como una nube
negra anunciadora de trágicas consecuencias. Era Háspar que había llegado hasta
el almacén donde el viejo Charli había guardado las armas de Max y de Milián;
en un descuido se había apoderado de las llaves que el anciano hostelero había
dejado en una pequeña petaca debajo del mostrador en que atendía a sus
parroquianos. La mano no le tembló para desajustar el rifle que Max con tanto
cuidado había calibrado. Todo sucedió tan rápido que el viejo Charli no notó la
ausencia del manojo de llavines.
- ¿Todo bien, Charli?, preguntó
Háspar sonriente.
- Mejor no me puede
ir, contestó el viejo sonriente, mira nomás cuánta gente ha
venido.
Cuando termine el duelo tendré
las arcas llenas. Que coman y beban todo lo que quieran, estoy bien provisto de
todo, cerveza, quesos, vino, longanizas, ese Fanelón me advirtió que
necesitaría una buena provisión y no se equivocó.
Buen negocio debe haber hecho
ese miserable porquerizo, pensó
Háspar, escupiendo sobre una escudilla de peltre.
Los gritos de las muchachas
anunciaban la llegada del príncipe y su comitiva. La hora del duelo había llegado… Y
la hora en que ponga a prueba mi plan también, pensó Háspar abandonando la
hostería.
V
En la quebrada que daba al
bosque de Bramar los perros aullaban y ladraban. Eran los perros de Samiel que
bajaban por la pendiente adentrándose en la tupida vegetación del bosque. Con
razón me dolían los huesos esta mañana, dijo Buba, sobándose
la espalda. Siempre que amanezco con este dolor esas bestias de Samiel
comienzan a aullar como poseídos. La endeble bruja miró el fogón donde
hervían todo tipo de hierbas y restos de insectos y alimañas. Era ya el
atardecer y las brujas de Bramar se preparaban para su diario ritual sagrado.
- Debe haber tenido
buena caza, dijo la vieja Leviatán mirando entre los árboles de donde
los pájaros huían ante la estampida provocada por los perros.
A poca distancia, los perros
se disputaban los arrendajos, las liebres y las martas que el misterioso
cazador furtivo les arrojaba como buscando aumentar su connatural fiereza. Las
piltrafas sanguinolentas se confundían con la tierra húmeda y los hierbajos que
los perros, en su afán diabólico por comer, arrancaban muchas veces de cuajo
tragando carne, tierra y hierba de un solo envión. Después de tan opiparó
festín, los perros continuaban hozando el lugar; husmeaban y resoplaban en
busca de algún remanente que engullir. Los hocicos enrojecidos por la sangre,
los paladares granujientos, los ojos amarillos como inyectados en
bilis y la baba espesa que colgaba de sus hocicos, eran para Samiel un placer
sólo comparable al momento aquel en que activaba el gatillo de su rifle y veía
caer a su víctima. Luego de devorada la pitanza, esas cinco fieras negras de
colmillos sanguinarios y gruesas patas se acercaban a su amo casi arrastrándose
en señal de sumisión. Samiel recorría con sus ásperas manos sus pelajes y ellos
gimoteaban como cachorros indefensos. Sin proferir palabra alguna, el cazador
furtivo tomaba el camino hacia la gruta donde habitaba seguido por su jauría.
Las brujas lo vieron pasar y no lo vieron, pues, solo se veía la sombra de una
sombra que parecía volar entre los árboles. Era la señal que esperaban las
brujas para iniciar su baile, para entregarse a sus cánticos de ultratumba,
para embriagarse con sus ácidos menjurjes, para entregarse a sus desfrenadas
danzas satánicas, para proferir sus coplas obscenas plagadas de versos de
alabanza a aquel cazador furtivo con quien compartían el bosque en una especie
de convivencia acordada. El no interfería en la vida de ellas y ellas no
indagaban en la existencia oscura de ese hombre, si es que se
le podía llamar así.
Allí danzaron y cantaron
durante horas. Entre la oscuridad abisal surgía la hoguera de aquel aquelarre
como un lejano faro que se atisba desde altamar.
ANNCHEN
Voces de
espíritus nocturnales,
sombras en
penas, invisibles,
abierta está
la telaraña en sangre,
y bulle el
mal en el fogón de Samiel.
¡Joujo jui!
¡Jui, Luzbel!
buena es la
presa que sigue el lebrel.
BUBU
Caen sobre
la hierba
íncubos
malignos,
suben por la
senda
súcubos
horrendos
hacer el
bien nos hace indignos.
del bello
amor que Samiel nos ofrenda.
¡Joujo jui! ¡Jui, Luzbel!
buena es la
presa que acecha el lebrel.
LEVIATÁN
Junta está,
esta cuadrilla,
como del
trigo en hatajo
está su paja
amarilla.
que baile
esta vieja granuja,
que danze,
pero que danze lejos,
no queremos llantos de viejos
sino
maleficios de brujos.
¡Joujo jui!
¡Jui, Luzbel!
buena es la
presa que acosa el lebrel.
SASHA
En todo
aquello que hieda pestes
hagamos
tumbas muy profundas,
ya llegarán
restos humanos
luciendo azul su carne inmundo
¡Joujo jui!
¡Jui, Luzbel!
buena es la
presa que acosa el lebrel.
MOSSA
Que se abran
los negros cielos
que
llenaremos su vientre
de zarzas,
espinas y brezos,
de piedras,
guijarros y hielo
cuervos, lechuzas
y grajos
se mezclan
en agorero canto;
brotan de
oscuros agujeros
mil pájaros
de malagüero,
y aquí en el
fogón de Samiel
yacen reptiles y arañas.
¡Joujo jui!
¡Jui, Luzbel!
buena es la
presa que come…
Unos estrepitosos truenos
pusieron fin al aquelarre; las brujas, asustadas, buscaron refugio entre la
tupida maleza; todo era oscuridad, unos relámpagos iluminaban de cuando en
cuando aquella silenciosa noche que ya se volvía lluviosa. Las brujas,
agazapadas una al lado de otra, habían alcanzado su guarida, allí permanecían
como niñas asustadas. El celaje oscuro se abrió y un rayo enorme como una
lengua de fuego se precipitó a tierra provocando un leve sismo.
- Es la furia de
Samiel, gritó la vieja Leviatán.
- Que nos protejan los
espíritus encantadores, dijo Mossa con voz apagada.
¡Samiel!, ¡Samiel!
El nombre de cazador furtivo
resonó en la CUEVA DEL LOBO como un enorme tambor. Samiel vio
la llama roja suspendida en el aire como la había visto durante miles de
años. Te he dado el don de recrearte en el mal por tu disconformidad
con el mundo y por tu rebeldía que es tan inmensa como tu soberbia. Nunca te he
visto declinar en tu lucha contra la bondad, la fe, la caridad y la esperanza;
siempre has sido uno de mis más fieles y perversos guerreros, pero debo
reconocer que pareces temblar últimamente cuando debes asumir las
responsabilidades que te he encomendado. Aún espero el alma de ese cazador
borracho y siniestro que me habías prometido…Háspar, interrumpió el
anacoreta. Sí, ese mismo, continuó la llama. Espero no
haberme equivocados de haberte sacado de lo más profundo de esas negras y
oscuras masas, de esa espuma ígnea que funde la roca como si fuera plomo. Eres,
Samiel, la obra más acabada y perfecta de mi maligna creación, no me falles
porque te enviaré a un lugar donde contarás el tiempo por milenios, un lugar
tan oscuro que ni siquiera te darás cuenta que existes.
La llama se extinguió. Un
grito gutural salió de la garganta de Samiel remeciendo el tronco de los
árboles tumbando, a los más débiles, sacando a las aves de su descanso nocturno
para ver como sus nidos eran desprendidos de las ramas. Algunas rocas se
desprendieron de los altozanos y una agua fangosa caía de las cumbres
arrastrando hierbas y piedras. Samiel había apaciguado su furia. Su perros,
arrinconados en el fondo de la gruta, retomaron sus puestos de vigilancia en la
entrada. La calma había vuelto al bosque y las brujas dormían plácidamente.
VI
Cuando Háspar llegó a casa de
Max, este se hallaba sumido en la más profunda depresión. La derrota que Milián
le había infringido en el duelo era demasiado para él; y qué decir de las
burlas que había tenido que soportar.
- ¡Hurra!
Hurra por Milián y su triunfo estrepitoso sobre el guardabosque, coreaban un grupo de campesinos.
- ¡Se apagó tu
estrella, guardabosque!, gritaban
ebrios y eufóricos algunos cazadores adeptos del nuevo monarca del tiro al
blanco.
Como había podido errar los
tres tiros era algo que Max no entendía,… ni siquiera cuando era
aprendiz de tirador había fallado más de una vez, no entiendo nada, estoy
nublado, esos hombres mofándose de mí como si fuera un paria, el rostro bilioso
de Karl por haber perdido una cuantiosa suma de dinero en las apuestas, la
mirada inquisidora del Príncipe quien esperaba un torneo reñido, es decir, toda
una catástrofe sobre mis hombros, se lamentaba el guardabosque.
Háspar lo escuchaba fingiendo
una aflicción que no sentía, una pena disfrazada que no era por compasión, sino
por satisfacción plena de haber urdido un plan que había resultado
magníficamente y era más su regocijo al ver que Max no se sentía solo en ese
momento tan trágico, pues, veía en él, en Háspar, el causante de su tragedia,
al buen amigo, al compañero fiel que se abrazaba al caído en desgracia… el
muy estúpido no sabe que está abrazando al diablo en persona, a la
reencarnación de Lucifer, Señor de los abismos y Padre terrenal de toda
criatura que es capaz de causar daño, ah, Max, Max, he de verte a ti y a tu
amada Agatha a quien tanto amo pudrirse en la huesa, quemarse en los infiernos,
sufrir miles de veces el dolor que me devora.
Háspar pensó en Agatha con la
satisfacción con que una mariposa se posa en una rosa. La recordó tan bella con
esa sonrisa de ángel co que dio inicio al duelo, a la tragedia de su amado Max.
Allí estaba de pie junto a su
padre viendo como Max cargaba su arma; un rostro de preocupación la embargaba
al ver como Milián, de dos tiros certeros, había descolgado el blanco de la
pértiga ¡Bravo, Milián!, gritaron algunos cazadores y
campesinos amigos de él; allí estaba Krull sonriente azuzando a la gente a
alentar a su amo, hombre tan pródigo a la hora de los tragos que, a no dudarlo,
invitaría varias rondas de cerveza y vino si ganaba la competencia, si se
llevaba aquella presea de estaño en forma de plato que lucía sobre una mesa
sacada del “Cuervo Negro”.
¡Qué voy a hacer ahora! No me duele tanto perder mi trabajo como
guardabosque, porque es seguro que Karl me pondrá los pies en polvorosa; es
perder el amor de Agatha lo que me atormenta ¡Oh, Háspar! ¡Qué puedo hacer!
Háspar sentía a cada momento
que el lazo de la desesperación se estrechaba sobre el cuello de Max, pero
sabía que podía esperar un poco más y que, llegado el momento, lo tendría entre
sus manos para llevar a cabo la segunda parte de su plan. Las manos del
guardabosque temblaban, ya no eran esas manos seguras que sujetaban el rifle
frente al blanco. ¡Vamos, Max! ¡De un solo tiro vuela ese disco y demuéstrales
quien es el campeón! Gritaron algunos afuerinos que los conocían de
otro tiempo. Nunca Max se sintió más seguro de su triunfo; miró de reojo y vio
a Agatha sentada entre su padre y Anette, percibió en su rostro una sonrisa
cómplice la cual avivó su ánimo. Miró a Milián, su sonrisa por haber tumbado el
disco de dos tiros se había disipado ahora que lo veía a él en el hito de
distancia, listo y seguro para disparar. El primer disparo cortó el aire y la
respiración de cuantos veían como había errado su disparo. Ni un rasguño, ni un
arañón que delatara que una bala había pasado por ahí cerca. El rostro de
Milián se encendió de alegría y el de Agatha se sumió en una mueca de
horror. Un segundo disparo y un tercero y mi triunfo fue contundente.
Max había solo vencido por Milián gracias a mí, a Háspar, un ser de una
inteligencia suprema capaz de urdir un plan para destruir las ilusiones de
Agatha y Max. No, Agatha, si pensaste que te saldrías con la tuya desdeñando mi
amor te equivocaste. Ahora tu amado está en mis manos, al borde del precipicio;
esperando estoy el momento de mandarlo al infierno.
- Vamos, Max, arriba
ese ánimo, cantemos juntos y bebamos, dijo Háspar moviendo la rueda de
la segunda parte de su plan.
Aquí en la
tierra
donde llora
el pobre
y goza el
rico,
sólo pena
habría
y más aún
tormento,
si la vida,
las uvas no tuvieran
para aliviar
el ánimo
y calmar el
cuerpo.
Y elevando el vaso con vino, Háspar agregó:
Por eso
hasta el último aliento
apuro el
vaso del buen vino
que me
ofrece a diario
un buen
amigo.
¡Oh!. Baco
generoso,
corre tu
sangre por misma venas,
en delicioso
mar de fuego
diablo
amigo.
Algo animado por la alegría de
Háspar, Max acepta un sorbo de vino, luego otro y otro hasta que su ánimo
cambiante anima a Háspar a proseguir con su plan. Háspar recuerda el pacto que
ha establecido con Samiel en la Cueva del lobo… ayúdame,
Samiel, a vengarme de esa mujer que ha desdeñado mi amor por ese guardabosque y
a cambio te daré mi alma y te serviré por siempre para sembrar entre los
hombres la discordia. Y el diablo había aceptado sin dudarlo. Había
visto la maldad en los ojos de ese osado cazador, percibía el olor de su carne
pervertida y se regocijaba en el nefasto destino que él supremo Señor de los
Abismos más oscuros, había ya trazado sabiendo que el mal era la mortal
enfermedad de los mortales.
Háspar sabía que el plazo para
cumplir con lo prometido a Samiel se había cumplido…pero no será mi alma la
que se lleve sino la de este desgraciado, había pensado Háspar. ¡Qué
más da, uno u otro! El destino ha decretado el sacrificio de este infeliz para
salvar mi vida. ¿Acaso no he perdido ya bastante con el desdén de esa mujer? Ya
siento el calor del infierno sin haber llegado a él. Llena está mi alma de
males y tristezas y sólo me queda la esperanza de padecer más infortunios hasta
el día aquel en que mi carne putrefacta sea pasto de gusanos.
Max estaba al borde de la
ebriedad por lo que Háspar le quitó la garrafa de vino que tenía en las
manos. ¡Basta por ahora, querido Max!, ya habrá tiempo para exprimir
las viñas. Ahora escucha lo que tengo que decirte, dijo
Háspar.
- ¡Balas encantadas!,
¡Qué es eso! ¡Dé que balas estás hablando, Háspar! ¿Es que acaso el vino ha
turbado tu entendimiento al punto de hacerte delirar?, dijo Max ante
la proposición que el infame le había susurrado al oído.
- Quien pierde la fe,
querido amigo, no puede perder más y tú ya has perdido todo, así que aférrate a
ella y encomienda a los dioses lo demás, dijo Háspar seguro de que sus
palabras entrarían en el guardabosque como el aire por la juntura de una
puerta.
Siguieron bebiendo…la fe es
la gran compañera del espíritu, querido Max, prosiguió Háspar.
Pero sin echar mano a la
obra es palabra muerta. La fe que no actúa no es una fe sincera. La razón y la
fe son dones que pocos pueden poseer y es cobarde aquel que
poseyéndolas renuncia a ellas. Vamos, querido Max, todo es cielo para quien en
la fe confía. No hay cosa imposible para el hombre que se entrega a la fe, aun
cuando tenga que someter su razón sin restricción alguna a ella. A quien todo
lo pierde le queda la fe todavía. Quien pierde la fe, querido Max, ha perdido
los ojos ante el cuervo que se regocija en la duda. Ten confianza en mí te pido
y no más. Si te fallo, guarda esta bala cerca de tu decepción y acaba con mi
vida.
Max apretó fuertemente en su
mano la bala que Háspar le entregó.
- Una bala encantada dices…
- Si, Max, una bala
que te devolvería la gloria y pondrá a Agatha nuevamente a tus pies, dijo
Háspar volviendo a llenar los vasos.
- ¿Y dónde está esa
bala?, interrogó Max, ya seducido por el vino y por Háspar.
- En la “Cueva del
lobo”. Yo mismo la fundiré para ti, pero debes estar presente para que su
efecto sea eficaz. Estarás a la medianoche en punto en la “Cueva del lobo”, yo
te esperaré, confía en mí, piensa en la pobre Agatha y en lo desconsolada que
debe estar. ¿Eres tan cruel como para dejarla sola enclaustrada en su
sufrimiento?
¡Pero ni una palabra a nadie!
¿Me lo prometes?, dijo Max tomando a
Háspar del brazo. Te lo prometo, claro que sí. Difícil prueba es
guardar secreto peligroso, pero asumo el reto. Contestó Háspar
despidiéndose del guardabosque.
VII
Atardecía y las brujas en la
quebrada que daba a la Cueva del lobo se
hallaban colocando el perol en el fogón para dar comienzo a sus danzas
vespertinas. Buba y Mossa seleccionaban todo tipo de plantas y hierbas para
preparar el menjurje; Leviatán había desmembrado un gran número de insectos,
desde arañas y escarabajos hasta ciempiés; Anchen había hecho lo mismo con
sapos, lagartijas y murciélagos. Todo estaba listo para iniciar sus
acostumbrados rituales. Unos nubarrones oscuros y rojos como carbones
encendidos chocaron de pronto y una lluvia intensa comenzó a caer.
- Tendremos mal
tiempo, se quejó Mossa.
- No será la primera
vez que tengamos que hacer lo nuestro en estas condiciones, dijo
Sasha.
La tormenta se hizo más
intensa; truenos, rayos y relámpagos iluminaban y tronaban en la quebrada
creando un espectáculo siniestro.
- Esto no me gusta, se
quejó Leviatán dejando caer los maderos de alerce destinados al fogón.
Un grito gutural resonó en
todos los rincones del bosque, de la quebrada, de las pequeñas montañas.
- Es Samiel, gritó
Anchen abrazándose a Sasha.
Por las colinas aledañas a la
“Cueva del lobo”, los perros de Samiel descendían a toda prisa,
esquivando como de memoria rocas, árboles, arbustos y riachuelos. Las brujas,
presintiendo que algo andaba mal, optaron por replegarse hacia su guarida. Un
rayo cayó sobre el perol y estalló como una granada esparciendo el contenido.
Un coro fúnebre comenzó a diseminarse por la aldehuela que las brujas habían
construido durante años.
Las brujas
embusteras
cerrarán la
boca
y no habrá
voces
que
trastoquen
el infierno
en el cielo o
la llama en
agua.
Gusanos
entregados al placer,
sois, monstruos horrendos;
ahora
pagaréis con vuestra
estéril vida
vuestra ofensa.
Los perros, hábiles y diestros
en la caza, dieron cuenta de aquellas mujeres indefensas que salieron corriendo
como gallinas asustadas. Toda la algarabía y la euforia que siempre
demostraron, pasó a ser cosa del pasado; donde antes reinó el bullicioso y los
cantos saturnales, ahora sólo quedaba un ambiente lúgubre de soledad y
silencio. Dentelladas certeras y mortales y un apetito bulímico fue todo lo
que se necesitó para desaparecer a las brujas. Los perros, jadeantes
y con el hocico babeante y sanguinolento, se pasaban la lengua por los belfos
buscando alguna hilacha de carne y piel que tragar. De las brujas sólo quedaban
algunos huesos triturados y unos cráneos pelados. Arriba, las nubes se
acechaban por el cielo inmenso que comenzaba a despejarse; el suelo era un
barrial ensangrentado donde se apreciaban algunos carbones encanecidos. Los
perros los hurgaba todo, bufando, hipando y resoplando en busca de algún
guiñapo que lamer. Cuando sintieron la presencia de Samiel que los espiaba
desde un cerco de ligustros se tornaron inquietos. Cuando al poco rato, la
sombra del cazador furtivo inició su ascenso por un camino áspero de barro y
boñiga, los canes se alinearon y siguieron esa sombra ígnea que tanto conocían.
La noche se cerró lenta y
tranquila; una estrella fugaz surco el cielo, el ermitaño Hemming cocinaba un
trozo de ciervo en una tenue fogata cuando la vio caer.
VIII
Háspar llegó a la quebrada
antes de la medianoche,… Max no tardará en llegar, mientras tanto,
llamaré a Samiel para concertar nuestro acuerdo.
- Samiel…
- Samiel…
Háspar se sentó sobre un
tronco de roble; allí percibió un ácido olor a muerto, anduvo hasta la entrada
de las grutas de las brujas y, horrorizado, vio esos cráneos pelados, con uno
que otro mechón de cabello. Recordó los rubios cabellos de Mossa cuando eran
escarmenados por la pequeña Buba, así ya no parecerás un espantapájaros
, y Mossa que se dejaba hacer y Buba que le hacía las colas más largas
y le colocaba unos lazos de seda verde como horquillas . Junto a uno de los
cráneos vio un talismán, es de Leviatán, ella también debe de haber
sucumbido a la ferocidad de… quedó mudo, pensó en Leviatán, enorme y
obesa, con los senos caídos y pesados como talegos repletos de patatas; pensó
en su viejo vestido y su llamativa percala que motivaba la burla de Mossa y
Buba cada vez que danzaba imitando el baile de un oso. Y ahora, después de toda
esa risa, de toda esa algarabía desbordante, de toda esa ráfaga de gritos,
cantos, aullidos, voces, jadeos, ahora, ahora, ahora todo era uñas retorcidas,
dedos mutilados, huesos astillados y cariados, carne putrefacta, piel reseca,
dientes amarillentos, todo eso increíblemente nauseabundo.
- Samiel, gritó Háspar.
Un frío gélido y una neblina
densa cayeron sobre la quebrada. Cinco sombras oscuras cubiertas de lúgubre
capuz rodearon a un aterrorizado Háspar. El mal sabía metamorfosearse de
bestias asesinas en densas nubes negras que con sigilo rodeaban a aquel que se
había atrevido a profanar una de las guaridas del demonio. Densas eran
y negras eran las nubes, como carbones apagados a la espera de la lumbre, recordaría
Háspar posteriormente, cuando ya el frío del sepulcro comenzaba a helar su
cuerpo.
- Samiel, gritó
Háspar, como buscando impunidad ante esos seres extraños que comenzaban a
estrechar el cerco.
ARIMÁN
Acudir a tu
llamado
y abandonar
mi hogar
no es
sumisión a tu
mandato, espíritu
visible.
En nube
ligera tu invocación
ha llegado a
mi cubil.
Revela,
pues, mortal, tu petición.
Antes de que pudiera
responder, los otros demontres intervinieron.
ZIDAH
¿Quién
con voz carnal
se ha
atrevido a perturbar mi paz?
¿Quién ha
osado, cual hurón,
hurgar en lo
insondable?
¿Quién con
tenue luz
pretende
penetrar en las tinieblas?
¿Aquí estoy,
llevado más por la curiosidad
que por
servil benevolencia?
¿Quién sois?
¿Qué pretendes?
Hablad
rápido que se agota mi paciencia.
MAÚD
En perro
convertido estoy
desde hace
lunas.
No me quejo
del destino
que mi Padre
Lucifer me haya inferido.
Rabia hay en
mis fauces,
en mi
hocico, en el
tósigo que
cae de mis colmillos.
Vago entre
pantanos tenebrosos,
entre tumbas
carcomidas
por el moho
y por el tiempo.
¿Qué buscáis, espíritu malvado?
Háspar se mantenía en
silencio, quería escuchar a todos aquellos seres extraños para saber a qué
atenerse.
MIRRA
Áspero es mi
andar rastrero.
En sierpe, transformado estoy
desde antes
de la luz,
desde antes
que mi Padre Lucifer
fuera
arrojado injustamente
de su lar.
Un eco ha
resonado entre
la cariada
hierba y la podrida
espiga. ¿Es
tu voz, espíritu
infeliz la
que ha movido
la paz del
infinito, el dulce
ritmo del
silencio y las tinieblas?
¿Habla ahora
o callarás por siempre?
La que parecía ser la nube más
densa y más oscura dejo ver una calavera azulada bajo el apretado capuz.
ANAT
Esas hienas
angurrientas sólo buscaban
vanagloriarse
de poderes que no tenían
loaban la
maldad sin practicarla,
admiraban y
respetaban a Samiel
por
impotencia, invocaban cancones
sin el
convencimiento de que responderían
a sus
ensalmos, fundaron una sociedad secreta
para
parasitar; pero no actuaron
por
convencimiento sino por conveniencia.
Los que no
creen en la maldad y el poder
que ésta
infiere no pueden hacer el mal.
El hacer el
mal sólo cobra valor cuando
se hace por
satisfacción, no como hacían estas infelices
que sólo
buscaban regalías.
Se pasaban
el tiempo preparando
ungüentos,
pócimas y mejunjes que no se
untaban ni
bebían. Todo incauto que caía
en sus
garras no hacía más que aumentar la furia
vengadora de
Samiel. Pero ya no podrán
traficar sus
conjuros invocando el omnipotente nombre de Samiel.
Ya han
sucumbido a nuestras fauces, ya no seguirán satirizando sobre
el poder del
mal. La gente volverá a temer,
a odiar, a
codiciar, a fornicar, a mentir, a ser como
eran antes,
pues, está en su naturaleza
hacer el mal
al prójimo: han
pagado estas
brujas su osadía.
Ahora habla
y di qué quieres.
Háspar pensó que si hubieran
querido hacerle daño ya lo habrían hecho; eso le otorgó confianza y dijo
que sólo he venido porque quiero preparar unas balas mágicas con las
cuales Max pueda vencer en duelo a Milián.
Anat asintió y los espectros
desaparecieron. Háspar quedó solo en las profundidades de aquella quebrada; un
ligero sonido lo alertó de que Max ya se avecinaba: ahora ha llegado el
momento de culminar mi plan, se dijo mientras preparaba el fuego que
necesitaría para preparar las municiones que daría al guardabosque.
Max había bajado la pendiente
que llevaba a la Cueva del lobo esquivando la densa
vegetación. Una pequeña cascada se oía en los alrededores de aquel bosque
rodeado por altas montañas y cubierto, en gran parte, de frondosas coníferas.
La luna llena relucía pálida. Dos tormentas se acercaban al corazón del bosque
por direcciones opuestas. Gran cantidad de árboles secos colmaban grandes
sectores del bosque, algún rayo certero debe haberlos tirado a tierra, pensó
Max.
Lechuzas, arrendajos y cuervos
graznaban nerviosos por la proximidad de la tormenta. Después de largo andar,
diviso un calvero donde encontró a Háspar, sin sombrero ni abrigo; sólo llevaba
un morral y un cuchillo de caza. Había formado un gran círculo con piedras
negras, en el centro, una calavera desdentadas se hallaba junto a dos alas de
cuervo, unos picos de lechuzas, unas plumas de arrendajos, un cucharón y un
molde de balas.
- Aquí estoy, tal como
te dije.
Háspar miró a Max con
indiferencia.
- No hables, presta
mucha atención a lo que voy a hacer, así aprenderás el arte de fundir balas
mágicas. La noche avanza hoy más de prisa que nunca, cada instante es preciso,
y es preciso darnos prisa, dijo Háspar extrayendo de su morral las
ingredientes y echándolos dentro de un perol que calentaba bajo un denso fuego.
- Y ese cráneo de
quién es, preguntó Max con una mueca de temor.
- De Leviatán, una
vieja bruja que ahora se revuelve en la panza de un perro, contestó
Max con una de sus acostumbradas sonrisas diabólicas.
Allá vamos, dijo Háspar, echando en el perol un trozo de plomo, un poco de cristal
de un vitral hecho añicos robado de una iglesia anabaptista, cinco balas que ya
habían sido usadas acertadamente y extraídas de los cuerpos putrefactos de
cinco cerdos negros, un poco de mercurio y otro tanto de limaduras de hierro
oxidado y ahora, sólo falta la bendición del más diestro de los
cazadores de almas descarriadas. Más cerca de ti, ¡Oh Samiel!, anhelo estar,
aunque en ígneo fuego mi cuerpo vaya a dar…
La invocación que hizo Háspar
del cazador furtivo provocó escalofríos en el guardabosque. Mientras Háspar se
hallaba concentrado en sus invocaciones, Max parecía lamentarse de la situación
en que se encontraba. Horrenda es la oscuridad del sombrío abismo que
ante mí se abre de par en par. Ya en mi mente se vislumbra un pantano hediondo
e infernal. De qué vale recurrir a Dios en estos momentos en que mi alma
solitaria, llevada por la pasión de una mujer y también por la soberbia, se
halla errabunda por el sendero del infierno. Ya la luna ha perdido su esplendor
en estas nubes tormentosas que cubren esta fría noche, aquí las aves no esperan
la mañana para piar, vuelan de noche, en sigilo; las ramas de los árboles
parecen saetas dirigidas hacia mí. Pero a pesar del temor y el horror que
siento estoy condenando a mi destino. He abatido al águila en las alturas de la
vanidad y matado al león de la ambición con estas manos que han tocado el
rostro de mi amada Agatha. Cierro los ojos y veo el espíritu de mi madre
pidiéndome que vuelva atrás. No, Max, no. Ya estás sobre el caldero y debes de
seguir porque así lo han dispuesto los astros del cielo.
- ¡Samiel! No nos
trates según nuestra malicia, sino según tu gran clemencia. Perdona nuestras
pequeñas maldades, para sólo para darnos licencia a cometer otras más
horrendas.
Max escuchaba anonadado a
Háspar. Vio como la masa recogida en el cucharón comenzaba a fermentar y a
sesear; luego veía salir de ese amasijo una luz blanquecina y verdosa. Escuchó
el ulular de una lechuza que en su vuelo rozó su rostro con una de
sus alas. Luego escuchó como una bala caía en un recipiente de peltre uno y
luego otra dos y otra tres y cuatro y cinco y seis
y ahora la bala mágica; pensó para sí Háspar con la mirada perdida y
el rostro sudoroso, aquella que estallaría en el rostro de Max y lo
mandaría de frente de infierno y mi deuda con Samiel quedará saldada.
Un viento fuerte descendió de
las montañas destrozando las copas de los árboles y tumbando a los dos hombres
a tierra. Un torbellino lleno de sonidos invadió el bosque, golpes
de látigos y de yunques resonaron ensordecedores, carros tirados por corceles
plateados pasaron a tal velocidad que fue imposible para Max percibir sus
formas, las ruedas parecían soles encendidos; ladridos de perros y relinchos de
caballos en el aire denunciaban una feroz pelea. Todo el cielo fue invadido por
tormenta que descargaba su furia, en rayos, truenos y relámpagos, cayeron
aguaceros, mientras de la tierra surgían lenguas de fuego gualdas y azuladas.
Luego todo fue oscuridad y silencio. Max, se escucha la voz gutural
de Háspar, sí, aquí estoy…bien, tengo la balas, ahora debemos salir de
aquí.
Max vio, soñó con un hombre
barbado de cabellos largos que pasó como una centella; su mirada benevolente,
parecía decirle algo que en toda esa batahola no pudo comprender.
IX
Hemming se detuvo a la sombra
de un eucalipto y se recostó en él.
Sus dedos inquietos jugaron en
la hierba, descubriendo la variedad de vida que existía en ese mundo confuso
disfrazado de verde. En su cabaña tenía una gran variedad de plantas
recolectadas durante muchos años. Había construido un granero con la única
finalidad de guardar su colección junto a las semillas de sésamo, trigo y
millo, había todo tipo de hongos, desde comestibles hasta venenosos, sensitivas,
cilantro, alcaparras, ajíes, alpistes, bejucos, cápsulas, lianas y un sinnúmero
de raíces y cortezas de árboles. Ni los líquenes que crecían en los lugares más
inhóspitos habían escapado a su ojo entomológico.
Una tarde, en busca de
ellos, bajó hasta lo profundo de la quebrada donde el terreno se hacía fragoso
y la falda de las montañas era socavada por cavernas oscuras donde los
murciélagos esperaban el atardecer para salir en enjambres que cubrían el cielo
durante largos minutos; no sólo encontró líquenes sino una gran variedad de
lianas rastreras que se amalgamaban en babeantes marañas. A pesar de su enorme
estatura, su tupida barba y sus cabellos largos, Hemming tenía esa cualidad que
poseen algunos hombres para ser vistos sin ser vistos; sus ojos negros, grandes
como dos uvas de borgoña, poseían una mirada fija y profunda que parecía
hipnotizar a todo el que se cruzaba en su camino; no se sabía de alguien que
recordara sus facciones a pesar de haber asistido el ermitaño a las ferias de
fin de semana organizadas por algunos comuneros principales y comerciantes
ávidos de ofertar sus productos: jamones, colas de abadejo, huevas de arenque,
saladillos, damajuanas de vino, garrafones de ron, alcollas de aguardiente
hasta malangas en tiestos, macizos de buganvillas y rosas amarillas y rojas
para parterres, estas últimas, las preferidas el príncipe Von Papen. Los
hombres acudían con sus mujeres y sus hijos en busca de solaz, una forma de
descargar la tensión del trabajo de la semana que muchas veces iba desde las
primeras luces del alba hasta muy entrada la tarde.
Después de un frugal almuerzo,
las mujeres se atiborraban de chismes y entredichos buscando pasar el tiempo,
para luego regresar a sus casas a coser, hilar, bordar o a cualquier labor que
las mantuviera ocupadas antes de dormir.
Entrada la tarde, un suave
viento bajó hacia la quebrada; Hemming tomó un morral y ya de pie observó el
celaje que comenzaba a oscurecer. Conocía el lenguaje de los árboles, las rutas
de las nubes, el sonido de cada gota de lluvia, la luminosidad de los rayos, el
sonido de cada relámpago, la ubicación de cada una de las piedras y rocas de
todo el bosque y la quebrada. Entre la soledad de su ascetismo había aprendido
a conversar con las piedras, con las plantas y hasta con sus manos. Al otro
lado del bosque sintió el aullido de los perros de Samiel y los gritos desgarradores
de las brujas que tronaban sobre los campos vecinos, alborotando los gallineros
y haciendo huir a las palomas de los palomares. Son cosas entre de
diablos, pensó.
X
Fanelón amaneció de buen
humor. La venta hecha en la feria, después de las calendas dominicales, había
engrosado su bolsa. Las alabanzas recibidas lo tenían extasiado, ese
hombre tiene manos mágicas, esas palabras del príncipe Von Papen lo
habían elevado al cielo, abrió una bombona de aguardiente y bebió de pico un
largo sorbo, se lo merecía; revisó la despensa que tenía en la parte trasera de
la casa, como haciendo un inventario; de los garabatos colgaban todavía algunos
perniles de venado, cabezas de ternero para los caldos, tripas para sopa y
algunos salames y salchichones, todo refrescado en toneles llenos de sal y
arena mojada. Miro por un ventanal que daba a la pradera y vio a las muchachas,
alegres y juguetonas, sacando la vacada de los establos llevándolos hacia los
campos de pastoreo, tan copiosos en forraje. Abrió un armario, extrajo un trapo
y un líquido viscoso para pulir, y comenzó a limpiar sus mosquetes, trabucos y
pistolas que descolgó de las planopias de su sala. Aquella tarde sería el
concurso de tiro organizado por el príncipe ¿Se presentaría Max, el
guardabosque? Quién sabe, pensó. A veces el orgullo es
un mal consejero, otra derrota pondrá muy mal a ese hombre, no quisiera estar
en su pellejo, yo prefiero participar por simple afición, no me dejo arrastrar
por vanidad alguna, su mujer lo llamó, dejó su rifle en la panoplia,
ya era hora del desayuno.
Hams estaba
bebiendo al mediodía en el “Cuervo Negro”, había llevado un recado de
Max a Milián y aprovechó para echarse unos tintos. Ahora sí que el
guardabosque acabará con ese patán de Milián se volverán a ver las caras esta
tarde. Mi señor se halla muy optimista, lo he visto revisar una y otra vez su
rifle, dice que ahora no se separa de él hasta la hora que tenga que disparar,
ignoró porqué tanto recelo, dijo con muchos tragos detrás de la cazadora.
Un ambiente de tensión, de algarabía e incertidumbre reinaba en el “Cuervo
Negro”. Al poco rato entró Fanelón llevando guarniciones, salames,
higos secos, aceitunas rancias, morcillas y queso de cabra, lo acompañaba
Krull, el criado de Milián.
- Aquí tienes tu
pedido Charli, traedme una garrafa de buen vino, Krull y yo estamos sedientos, gritó
Fanelón lanzando una de sus estentóreas carcajadas.
Participarás en el torneo,
Hams, preguntó Krull. Hams
tragó un puñado de maní frito y negó con la cabeza. Bueno, pero de
todas maneras nos veremos allí, quiero ver la cara de ese guardabosque cuando
Milián lo vuelva a vencer, gritó Krull levantando su vaso y brindando
con Fanelón que ya apuraba el tercer vaso.
XI
Anette irrumpió en la
habitación de Agatha, envuelta en una dormilona fue a acostarse al lado de
Agatha. La hija de Karl de hallaba ensimismada como buscando una singladura a
sus confusos pensamientos. Sus manos jugueteaban nerviosas con los pliegues de
su bata de muselina; crees que todo saldrá bien esta tarde, que Max
saldrá victorioso, dímelo tú que tienes algo de esas brujas que dicen que
revolotean alrededor de un gallo degollado allá en el bosque; Anette
río complacida. Vaya fantasía que tienes, amiguita, yo, una bruja, vaya
que si es divertido. Un grupo de petirrojos trinaban cerca de la ventana de
la habitación de Agatha, los vio descansar en el fresco de un aljibe, posarse
juguetones en las ramas ligeras de un aromo. Todo saldrá bien, dijo
Anette, tratando de cambiar el ánimo alicaído de Agatha. Así sea, dijo
Agatha mirando el celaje prístino de aquella cálida mañana, así tenga
que recurrir pensó para sí misma, a promesas, ayunos,
penitencias e invocaciones a quien quiera escucharme.
El cielo de aquella tarde
estaba despejado, una que otra pequeña nube asomaba tímida ante un sol que
amenazaba calentar aquellos campos donde las plantas y los árboles parecían
secarse sobre una tierra que, de ocre y acogollada, se estaba convirtiendo en
un yermo polvoroso y estéril. La gente había empezado a llegar de todas partes;
aldeas, villorrios, caseríos, burgos; parecían invadir los caminos como un
enjambre de abejas atraídas por la miel. Los torneos organizados por el
príncipe son de lo mejor, comentaban los caminantes. Las escasas
posadas, ventas, mesones, albergues y tabernas estaban abarrotadas de
mercaderes, herreros, armeros, albéitars, drogueros, panaderos, campesinos,
monteros de altas botas y sobre todo cazadores ávidos de ganarse un dinero en
las competencias de tiro. Todos comentaban el desafío que sostendrían Milián y
Max, el guardabosque.
El príncipe apareció secundado
por un séquito de servidores y amigos de ocasión. Un alabardero lucía
orgullosos un estandarte de terciopelo carmesí forrado en armiño, donde se
veía, bordado con mucha diligencia, el escudo de los Von Papen. Luego de un
breve espectáculo hecho para divertir a la tupida concurrencia donde
participaron malabaristas, demiurgos, equilibristas y saltimbanquis, se dio
inicio a las competencias donde los fogonazos espantaron a todos los pájaros y
aves de los alrededores.
Ya entrada la tarde, Milián
apareció acompañado de Krull quien portaba el fusil que su amo usaría buscando
vencer nuevamente al guardabosque. Max también se hizo presente; llevaba una
cazadora marrón, botas altas, puñal al cinto y un reluciente rifle. Llevaba una
minúscula faltriquera atada a la cintura: allí estaban las balas “mágicas” que
le darían el triunfo. Háspar, ya algo ebrio, observaba la escena como un
sepulturero que espera al muerto que va a enterrar.
Después que el príncipe dio su
venia y les fueron leídas las reglas de la caballerosidad que se debían
guardar, ambos contendores tomaron sus puestos. De siete disparos hechos por
Milián sólo tres dieron en el blanco; quienes habían apostado dinero por él se sintieron
decepcionados, entre ellos Karl, el padre de Agatha. La hija del jefe forestal,
por el contrario, se hallaba feliz. Ahora sí que ganará, mis
oraciones han servido, le dijo a Anette, quien estaba más ocupada
buscando algún mozo con quien bailar después del torneo. Max alineó sobre una
tablilla las siete balas que usaría, guardó la distancia debida y disparó la
primera. Blanco, gritó el juez encargado y blanco fue
el segundo para que todos aquellos que habían jugado a la mano de Milián vieran
desvanecerse su dinero como agua que se escurre por una alcantarilla; y blanco el
tercero para que Milián supiera de una vez que sin la ayuda del malvado Háspar
jamás hubiera derrotado a Max la primera vez; y blanco el
cuarto para que el jefe forestal volviera a vanagloriase en la frase aquella de
que Max es un buen tirador y algún día será mi yerno; y blanco el
quinto para que la tristeza no se atreviera jamás a posarse en la blancura
nívea del rostro de la dulce Agatha; y blanco el sexto para
que la angustia de un Háspar guarecido en su escondrijo esperara el fogonazo
final que acabaría con la vida. Del noble guardabosque Max se dispuso a lanzar
el tiro final, pero se dio cuenta que ya no quedaban blancos por acertar. El
encargado de colocar los discos sobre las pértigas había omitido,
fortuitamente, una arandela. Cuando el desconcierto reinaba entre la multitud
arremolinada, se escuchó la voz del juez, ya Max con seis aciertos ha
vencido a Milián, no tiene caso seguir con esto. Todos estuvieron de
acuerdo y, cuando se disponía a dar como ganador al guardabosque, la voz de un
campesino ebrio se escuchó.
- Oye, guardabosque,
si eres tan bueno dale a esta moneda.
La moneda lanzada al aire
inició un rápido descenso, la bala de Max salió como un rayo y la fulminó. El
desconcierto de Háspar fue mayúsculo, Max seguía en pie, la bala no había
estallado entre sus brazos y un chorro de sangre negruzca salía de un costado
de su cuerpo. La bala “mágica”, después de darle a la moneda había
impactado en Háspar; como presagiando su muerte, toda la vileza de su alma
afloró como un torrente sanguíneo de una vena perforada.
- Canalla infame, gritó
Háspar saliendo de su escondite. Todo no es más que una farsa. Esas
balas están encantadas por su pacto con el demonio, Samiel las ha encantado con
su poder; solas podrían esos proyectiles abatir al lobo más sangriento y al
jabalí que voraz escarba entre los verdes cultivos.
Ante la atónita mirada de
todos los presentes, Max extrajo el puñal que llevaba atado a la cintura y fue
en busca de Háspar que huía hacia la quebrada invocando a Samiel.
- No escaparás a mi
venganza, monstruo infame. Por amor me he condenado al infierno, pero
tu iras conmigo y ni el mismo diablo evitará que te arranque las
entrañas con mis propias manos.
Todos se hallaban conturbados,
los enamorados furtivos abandonaron sus caricias y arrumacos, los ebrios
dejaron de beber, las mujeres soltaron a sus pequeños hijos y se unieron a la
procesión de hombres y mujeres que, encabezados por el príncipe y Karl, siguieron
a los dos hombres hasta la quebrada. Cuando llegaron a la boca del desfiladero
que desembocaba en la “Cueva del lobo”, vieron a Max y a Háspar
forcejeando como dos aves de presa tras un mismo bocado. Todo fue rápido,
Háspar, agonizante y asido a una filuda roca, luchaba por no caer, Max, también
herido, se arrastraba en busca de aquel hombre que lo había llevado a las
puertas de la perdición y de la muerte.
- Sé que sabrás
perdóname querida Agatha, musitó Max. Este hombre en los
umbrales de la demencia se aprovechó de mi dolor y mi vergüenza y aquí estoy
ahora junto a él a las puertas de purgar mi pecado. Ya no valen penitencias,
oraciones ni sahumerios de incienso para salvarme de este camino que me lleva a
la muerte. De mentas, lirios y mirtos se cubrirá mi tumba, y ella
seguramente te atará al amor por el resto de tu vida.
Como atraído por un imán Max
cayó sobre Háspar y ambos cayeron pesadamente sobre rocas y pedruscos antes de
tocar el fondo de aquel empinado abismo.
XII
Una Agatha ya envejecida, con
el rostro lleno de arrugas y unas manos ásperas llenas de efélides, llegaba
todas las tardes hasta la tumba de su amado Max, sepultado bajo un almendro en
los jardines del palacio del príncipe Von Papen. Hacía años que la mayoría de
los testigos de aquella lejana tragedia que había enlutado su alma de por vida
habían muerto. El príncipe de una embolia, Karl de una fractura al caerse del
caballo, Milián con el hígado hecho añicos y así, uno tras otro, fue cayendo
con el transcurso de los años. El único que se mantenía igual, como si el
tiempo hubiera ignorado su presencia, era el ermitaño Hemming. Había perdido la
invisibilidad de otro tiempo y los cuantiosos niños de la localidad lo tomaban
por un loco y le arrojaban guijarros cuando lo veían pasar. Seguía luciendo los
cabellos largos y la barba abundante que casi le cubría todo el rostro. Cuando
Agatha lo veía desde su ventana camino a la quebrada cargando hatos de leña
recordaba que gracias a él la memoria de Max se había mantenido sin mancha a
pesar de los esfuerzos de Háspar por deshonrarlo. Fue el testimonio de aquel
extraño hombre el que aclaró las cosas. Fue Háspar quien
alteró el fusil de Max la primera vez que se enfrentó con Milián, y lo de las
balas mágicas fue otra patraña, el ermitaño Hemming hizo el cambio y
colocó las balas normales mientras el huracán de visiones enviado
por Samiel los envolvía a ambos cuando realizaban el conjuro. Sus aciertos en
la competencia fueron verdaderos. Es una pena muy grande que Max no lo haya
sabido, musitó el príncipe Von Papen.
Se equivocó el príncipe en ese
entonces, un hombre que era capaz de conversar con las rocas y hasta con su
sombra, también podía hacerlo con los muertos.
PIEDRA PALO
Antes los
zorros por estas tierras eran rojos, luego un día empezaron a mostrar unas
manchas negras sin que nadie pudiera encontrar una explicación, me dijo Túpac Carhuanca, un indio de Quillabamba que me serviría de
guía en mi loco viaje de Cusco a Huancayo. Lo miré de soslayo y ya se llevaba
unas hojas de coca a la boca, las mascó unos minutos y luego acompañó esa bola
verde y densa con un trago de caña de los temples. La mañana estaba fría,
tomando un sendero donde a ambos lados del polvoriento camino se amalgamaban
los molles, los cedros, los magueyes y los papayos, fuimos dejando atrás, como
una urbe en miniatura, aquella ciudad legendaria que había sido la cuna de un
gran imperio. Hermosa visión era aquella donde las casas coronadas de tejas
rojas lucían sus callejuelas grises y sus incontables iglesias; a medida que
avanzábamos y subíamos las duras cuestas andinas, unos nubarrones gigantescos
iban cubriendo ante nuestros ojos aquel bello paisaje. No éramos los únicos por
aquellos hoscos caminos de pedrusco y maleza salvaje, de cuando en cuando nos
cruzábamos con indios a lomo de mula luciendo ponchos y chullos multicolores;
en esas interminables recuas de borricos y llamas, los nativos llevaban talegos
cargados de maíz, chuño, olluco, trigo, cebada y una gran variedad de frutas
por madurar. Todo lo van mercando en el
camino, a veces llegan a su destino con las bolsas vacías, dijo Túpac,
riendo y escupiendo un amasijo verde y denso.
De cada dos indios que nos cruzábamos uno saludaba a Carhuanca, eso me
tuvo intrigado; como adivinando mis pensamientos me contó que la mayoría eran
de Paicu, el pueblo donde él había nacido y en donde había vivido casi toda su
vida. Una tarde nos cruzamos con un Indio que arreaba cuatro mulas cargadas de
ollas de barro envueltas en icho rijoso, se llamaba Ukumayo y nos advirtió que
camino más arriba el frío se había puesto intenso con una leve garúa que hacía
el sendero peligroso debido al barro que se estaba formando. Pasen los recodos con cuidado, pues, pueden
caerse, dijo el indio muy serio. Luego, riéndose, y mostrando unos fuertes
dientes verdinegros por efecto de la coca y el cañazo, dijo:
-
Y si cain ya
sabes, piedra palo, nomás.
Túpac Carhuanca se sonrió y yo, como de costumbre desde que andaba con
ese exótico guía, me quede nuevamente intrigado. Después de varias leguas de
arduo camino, de paisajes pintorescos, ríos turbulentos, valles verdes y cerros
cuidadosamente cultivados en escalones por organizadas comunidades, llegamos a
Apurímac.
Los locales estaban de fiesta, celebraban el Carnaval Abanquino con una
música contagiosa nacida de quenas, tinyas, cascabeles y guitarras que hacían
bailar alegremente a mestizas y campesinas indígenas por igual. Las algazaras,
de música y danza, se prolongaban hasta altas horas de la noche; luego los
indios se iban a dormir; al otro día, con el cuerpo recompuesto, volvían a
iniciar la fiesta.
Allí estuvimos dos noches. En la segunda noche, entibiados por leños
ardientes de una improvisada fogata, Túpac
Carhuanca me sorprendió diciéndome que antiguamente los cóndores sólo
alcanzaban una altura de cien metros, porque si no se marean. No lo tomé
como una burla, como una tomadura de pelo. Intuí que aquello estaba relacionado
con las enigmáticas palabras del indio de las mulas cargadas de ollas de barro.
Piedra, palo, taita, piedra, palo,
dijo ceremonioso Carhuanca avivando los leños con unos carrizos. Esperé
silencioso que preparara su amasijo de coca el cual acompañaba con un sorbo de
reconfortante cañazo. Cuentan que una vez
un zorro dijo Carhuanca mirando en la oscuridad de esa soledad profunda que
revestía los cerros de peñascos ocres y granates, andaba muy temprano buscando algún ratón perdido entre las piedras;
era un zorrito andariego , rojo su pelaje, muy madrugador. Como buen cazador
llenaba la panza rápido, de ahí regresaba a su guarida a dormir. Una de esas
mañanas el zorro vio descender al Cóndor, volaba con dificultad, como si sus
grandes alas no respondieran a su mandato; cayó, más que aterrizó, en las
faldas del cerro donde estaba su guarida. En nada se parecía a ese pájaro
gigante de fiero perfil de rapiña; su negro plumaje lucía polvoroso y la blanca
golilla una ristra de mocos que le caía sobre un ojo. Verdad que estaba
maltrecho el pobre. Subió hasta su refugio a duras penas, usando las alas como
brazos para sujetarse a las rocas, casi arrastrándose. El Zorro lo siguió a
cierta distancia, lleno de curiosidad. Después que el Cóndor entró en la cueva,
el Zorro espero en la puerta a ver que sucedía. Cuando tocó, el Cóndor
apareció; parecía un espantapájaros, atrás había quedado aquella ave majestuosa
cuya sola presencia inspiraba temor.
-
Le sucede
algo, amigo Cóndor, preguntó el
zorro muy atento.
Por toda
respuesta el Cóndor introdujo al zorro dentro de la cueva. Unos minutos después
ambos bebían una jarra de “agüita mágica”, que el anfitrión había sacado de un
barril. Era chicha de jora, dijo sonriendo Túpac Carhuanca, bien fermentadita y con un poco de cañazo
que el Cóndor había agregado para “sazonar” un poco el trago, dijo. El Zorro se mostró contento; charlaron,
amenamente hasta que al Zorro empezaron a movérsele las cosas por causa de la
embriaguez. El Cóndor, gran aficionado a la bebida, seguía extrayendo jarras de
“agüita mágica”, de ese barril que parecía no tener fondo, ahora comprendo
porque llega usted así por las mañanas, dijo el Zorro con voz gangosa. El Cóndor reía desaforadamente; a cada
carcajada golpeaba al zorro con una de sus alas y este terminaba en el suelo;
cada vez le costaba más levantarse; esa combinación letal de chicha y cañazo lo
tenía al borde del colapso. Una vizcacha, atraída por las risotadas del Cóndor,
había entrado a la cueva por un boquete que servía de respiradero y escuchaba
atenta todo lo que conversaban. El Cóndor comenzó a ponerse empalagoso haciendo
que aumentara el malestar del Zorro, quiera se agarraba fuertemente de su silla
para no caerse. Dijo el Cóndor, entre
cosas, que los zorros eran unos estúpidos, cobardes, malolientes, enanos,
oportunistas, traidores, ladrones y hasta sarnosos.
-
Me voy, gritó el Zorro, ya no quiero beber
más, me siento mal.
El Cóndor lo tomó del cuello y le puso un vaso en
el hocico; el Zorro de una patada tiró el vaso y maldijo al Cóndor. Enano
malagradecido gritó el Cóndor eufórico y sacudiendo el pescuezo. Cuando llegó a
la puerta. El Zorro sintió que se le movía el mundo, pero aun así logró
gritarle al Cóndor, pelado borracho. Luego desapareció. El Cóndor quedó
petrificado como una estatua; sus ojos enrojecidos parecían salirse de sus
órbitas por efecto de la furia. Nunca había sido vejado de esa manera. De
repente su pensamiento se detuvo; algo en su interior emergía como una burbuja
enorme que al explotar arrojo a la luz una sola palabra: pelado. Frente al
espejo, el Cóndor sollozaba como un niño, nunca se había percatado de su
calvicie. Trató de cubrirla con algunas plumas del collar blanco que llevaba en
el cuello, todo fue inútil, al primer vientecillo volvía a aparecer la pelada y
las carúnculas en forma de cresta en la cabeza.
-
Me siento
orgulloso de lo que soy, dijo el
Cóndor jalándose las excrecencias carnosas que le colgaban del rostro.
Por ese motivo siguió bebiendo hasta que se quedó privado sobre un
petate que le servía de cama.
***
La Vizcacha, chismosa como era, no tardó en contar lo que había visto y
oído, no se guardó ningún detalle, crean en mi buena memoria, decía muy
orgullosa. Los mejores pasajes de la discusión eran rememorados por cabras y
ovejas en los rediles; por llamas y carneros en los apriscos; por palomas y
calandrias en los pradales. Todo, aumentado, exagerado y tergiversado con la
malicia con que se engalana el buen chisme.
Para el Zorro y para el Cóndor aquel incidente parecía haber quedado en el
olvido. El Zorro siguió en su rutina diaria, recorriendo las praderas entre
agaves y tunales buscando algo con que alimentarse. Zorrito madrugador, repetía sonriente Túpac Carhuanca,
era el primero en oír el batir del follaje y el crujido de las ramas de los
árboles por las agitadas rachas del aire; el primero en percibir el clarinear
de los gallos y el cloquear de las gallinas y los pavos; el primero en sentir
el mugir de los bueyes durante la coyunda y el primero en percibir el ladrido
de los ovejeros y el trémulo balar de los rebaños madrugadores.
El Cóndor, por su parte, siguió bebiendo como cosaco. Una mañana,
después de haber permanecido tres semanas en su encierro, el Cóndor salió de su
cueva para dar un vuelo de reconocimiento. Agitó sus alas, meneó la cabeza de
un lado a otro arrogantemente… pero en eso, entre unas rocas, se escuchó la voz
socarrona de la Vizcacha.
- ¡Hola, pelado!
El Cóndor regresó a la cueva; se sentía agobiado,
herido de muerte, destrozado en su amor propio; todos deben saberlo, dijo
sollozante mientras bebía chicha con cañazo y se pasaba un ala por la calva.
-
Debo haber
oído mal, díjose el Cóndor buscando
consuelo en sí mismo.
Pero se equivocó. Planeando sobre los campos se
cruzó con unas palomas que siempre le habían mostrado temor y respeto.
-
¡Hola,
peladito!, le gritaron con voz cantarina.
El Cóndor permaneció más de una semana sollozando, maldiciendo y
embriagándose dentro de su cueva. Se sentía humillado ahora que veía que ningún
animal, por más indefenso que fuera, lo respetaba. De tanto meditar sobre su
situación, el Cóndor llegó a la conclusión de que el causante de la desgracia
que lo atormentaba era el Zorro. Sé cómo poner fin a esta atroz situación, dijo
el Cóndor mirando en el espejo su inocultable pelada. Eliminaré a ese Zorro,
así nadie se atreverá a molestarme de nuevo.
***
El amanecer nos tomó por
sorpresa. Todavía se divisaban algunas fogatas en los campos, de esas que los
indios prenden durante la noche para evitar la escarcha. Soplaba un viento
fresco. Nada turbaba aun el profundo silencio que invadía los caminos, los caseríos,
los negros cerros con sus rocas ocres y peñascos grises y verdosos las hojadas
y las faldas; un murmullo de corral iniciaba su jornada matutina; el cacarear
de unas gallinas y el roznar de alguna bestia de carga en el aprisco daban la
voz a una nueva jornada. El cielo se mostraba color perla en unos flancos, en
otros, presentaba brochazos añiles. ¡Qué tan diferentes, pensé, a los arreboles
del atardecer con sus traviesas figuras en forma de palmeras, galeones, rostros
femeninos, animales fabulosos y atalayas fantásticas!
Desayunamos un tazón de leche
de cabra con unos panecillos que las indias horneaban en unas hornacinas de
barro; era curioso ver como jugaban con la masa de harina buscándole la forma
de algún animal al colocarlas en los hinteros. Luego del frugal desayuno nos
tumbábamos sobre unos petates buscando conciliar el sueño para luego continuar
viaje, ¡Pobre zorrito!, dijo Túpac
Carhuanca llevándose unas hojas de coca remojadas en caña a la boca. Volando a baja altura, como era la primigenia
forma de volar de los cóndores, “Sino se marean” (volvió a reír, Carhuanca), la
majestuosa ave divisó al zorro deambulando por la pampa. EL cóndor descendió y
con gran precisión tomó al zorro por el lomo y lo elevó tan alto como le dieron
sus fuerzas; luego los soltó con regocijo.
El pobre Zorro recordó mientras caía, cierta fórmula de encantamiento
que había oído de boca de su madre cuando todavía era un zorrito de teta.
-
Cuando estés
en un aprieto, hijito, ponte a gritar tan fuerte como puedas… piedra, palo,
piedra, palo, piedra, palo, y así te librarás de cualquier peligro.
-
El Zorro
nunca comprendió aquel consejo materno, pero se puso a recitar el sortilegio
con devoción: piedra, palo, piedra, palo, piedra, palo, piedra, palo,,,
Su caída coincidió
con la palabra palo, y a pesar de que el golpe con el suelo fue violento, el
zorro no se dañó porque se había convertido en palo; días después, un indio que
estaba de caza tropezó con el palo y, como necesitaba un madero para trancar la
puerta de su cabaña, cargó con él. Durante las noches el Zorro rompía el
encanto y salía de la vivienda del indio en busca de comida; antes del amanecer
volvía a la puerta convertido en palo. Una noche el indio sintió un malestar.
Una desagradable tensión en el cuello se trasladó a las sienes y luego a la
garganta. Es sólo nauseas, dijo, he comido demasiado. Tenía la frente perlada
de sudoración. Daré una vuelta por la chacra, un poco de aire me vendrá bien,
dijo el indio calzándose las ojotas y colocándose un multicolor poncho de
bayeta; grande fue la sorpresa al ver que aquel palo rojizo vibraba y se
sacudía sin cesar. Había sorprendido al Zorro en pleno desencantamiento. Esperó
pacientemente el amanecer, vio llegar al Zorro y convertirse nuevamente en
palo. Asustado como estaba, sólo atinó a arrojar el palo al fogón donde
preparaba su comida. El agradable calor de los primeros momentos se tornó en
una abrasadora tortura para el Zorro que salió de la casa del indio como un
ovillo de fuego. El dolor había roto el encanto y el fuego había quemado parte
del lomo y la cola del pobre Zorro; ahora era un Zorro con el lomo y la cola
negro. El dolor acompañó al animal durante varios días. No sentía ningún rencor
hacia aquel pobre indio incendiario; la culpa la tiene ese borracho cabeza
pelada, pero me las va a pagar, dijo el zorro muy molesto.
***
Una mañana,
muy temprano, el Zorro con su nuevo aspecto apareció en la falda del cerro
donde vivía el Cóndor.
-
¡Buenos
días, peladito!, gritó eufórico.
El Cóndor
dormía una de sus borracheras; creyó que soñaba, ese zorro no puede ser más que
una pesadilla, decía el Cóndor dormido y revolviéndose de un lado a otro en su
petate. Otro grito del Zorro lo hizo ver una realidad que ni soñaba: el Zorro
estaba de vuelta.
***
Me sentía cada vez más intrigado por saber el final de esa historia,
pero Túpac Carhuanca me hacía largas. Iniciamos viaje llevando una reata de
mulas que un hacendado había encargado a Carhuanca para que llevara a una
hacienda ubicada cerca de la campiña huancaína. El pago es bueno, amigo, me dijo, usted sabe, tengo muchos hijos. Y vaya que si tenía buena prole. No
había caserío, quebrada o pampa donde Túpac Carhuanca no dejara dinero o
alimentos para algún “fruto de amorío”
como le gustaba decir. Por la tarde atravesamos el pueblo de Vilcas, en cuyas
callejuelas los perros nos recibían con un coro canino bullicioso; delante de
algunas cabañas los puercos hozaban el fango. EL paisaje era como todos los que
había visto, pastos copiosos bañados por un viento vivo y seco que descendía de
las cimas heladas; sembríos vallados de setos y árboles; los ríos orillados de
chachacomas, nogales, molles, quishuares y carrizos; puquíos anegando laderas
revestidas de zarzales, tunas y herbazales pantanosos. Era curioso ver como se
podía encontrar belleza en lugares donde la vida corría peligro: en cumbres
empinadas con sus caminos gredosos; en los cambios climáticos que iban desde
terribles granizadas hasta rayos destructores; en ríos turbulentos arrastrando
muchas veces en su furia caseríos completos, apriscos con sus reatas de mulas y
aves de corral y arriates de retamas, cucardas y begonias de flor escarlata.
Cerca al llano de Chupas se
nos perdieron dos mulas. Esas muchachitas
vienen solas, dijo Carhuanca divertido,
han ido a refocilarse por ahí, antes del amanecer estarán de vuelta. El
frío comenzaba a descender de las cumbres; hice una fogata y acerqué mis manos
a ese fuego reconfortante. Esta vez no deseché el cañazo que me ofreció Túpac y
me animé a mascar esas hojas verdes que lo mantenían en alerta constante. El Cóndor estaba furioso, dijo Carhuanca
cubriéndose los hombros con una manta. Ese
Zorro del demonio debe haber escapado del infierno, gruñó el Cóndor. Me aseguraré de que no vuelva a salir. Pero
lo que el Cóndor no sabía es que el Zorro se traía algo entre patas. El Cóndor
vio al Zorro en terreno abierto y se lanzó en pos de él. El Zorro sin volverse
lo esperó, sólo esperaba ver la sombra, haciéndose cada vez más grande a medida
que el Cóndor descendía. Cuando lo cogió, el Zorro fingió sorpresa y miedo. El
ave se elevó y lo dejó caer. El Zorro comenzó su ritual…piedra, palo, piedra,
palo, piedra…y ¡Cataplum!, el golpe y la última palabra del Zorro se hicieron
uno y el sortilegio se dio de nuevo. El Zorro quedó transformado en una hermosa
piedra roja ocre. El Cóndor quiso cerciorarse de que esta vez el Zorro
estuviera muerto, así que giró en redondo dispuesto a sobrevolar el lugar desde
donde había lanzado su presa.
Para su mala suerte, el indio que había encontrado al Zorro convertido
en palo merodeaba por el lugar; estaba de caza y blandía en su mano una enorme
honda de cáñamo. El indio vio la piedra, ¡Que hermosa piedrita!, dijo. ¡Vamos cholito!, imploraba
el Zorro preso en la piedra. Mira hacia arriba, dale a ese pelado, no seas
zonzo cholito. La fortuna estaba con el Zorro, pues, el indio, buscando un
objetivo con quien probar su rojizo proyectil, alzó la mirada y vio al Cóndor
que venía hacia él. ¡Aja!, exclamó el indio, así que vienes a atacarme.
El Zorro salió como un bólido. El Cóndor vio un punto rojo que venía hacia él y
que a cada segundo se hacía más grande. El impacto fue mortífero, el Cóndor con
la cabeza sangrante comenzó a caer, y junto con él, un Zorro que en su caída
volvía a metamorfosearse. Ya en el suelo y con el Cóndor agonizante, dijo
Carhuanca acercando sus ásperas manos al fuego, el Zorro le propinó un cabezazo al pobre Cóndor en su lustrosa
pelada. Ahí quedó aquel rapaz, tendido como en una de sus tantas borracheras.
El Zorro, algo adolorido, se marchó satisfecho; el indio también. Pero debe
saber, me dijo Túpac Carhuanca, que
un joven Cóndor había visto lo acontecido, no tardó en contar lo sucedido a
todo Cóndor que encontró en su vuelo. A partir de este hecho que le he narrado,
los cóndores decidieron volar a mayor altura, no fuera a hacer que a algún indio
se le ocurriera disparar su honda contra ellos. Carhuanca tomó un trago de
cañazo y se tumbó entre unas piedras a dormir. Habíamos decidido pasar la noche
al socaire. No pegué los ojos en toda la noche pensando en zorros y cóndores.
***
A levantarse, patrón, ya está
todo listo para seguir camino. Carhuanca era un reloj para medir el tiempo con
solo mirar las nubes, el cielo o sentir en su rostro curtido un suave viento. A
las pocas horas bajábamos por un estrecho camino desde donde se podía percibir un
abismo bastante profundo. Las mulas detenían algunas veces su paso cuando algún
guijarro o pedrusco se desprendía de aquel estrecho sendero y rodaba cuesta
abajo. Todo el camino me la pase tenso, musitando unas palabras que, estoy
seguro, Túpac Carhuanca sabía que no eran oraciones. Ese indio taimado sonreía
picadamente cada vez que volteaba y veía mis labios. Sirvió la historia no patroncito, decía con sorna.
Castell’
Amara, Setiembre 1997.
LA LIRA DE ORFEO
Para Valentín Gomero Flores, el
chato Vale, mi cariño eterno.
… descendió a los infierno. Y
al tercer día resucitó de entre los muertos…
I
UN PRODIGIO DE LA MÚSICA
En el santuario de Apolo, en Lesbos, yacía una lira. Las
corrientes apacibles del río Hebro, la habían llevado hasta ahí junto con la
cabeza de Orfeo: las Ménades de Deyo eran las causantes de tan inusitado
prodigio.
Antes que el instrumento iniciara su mágico ascenso hacia
los cielos, las musas y los pájaros escucharon maravillados un cántico
armonioso y leve nacido de esas cuerdas; más que un canto, semejaba una
confesión.
“Yo apaciguo los ruidos de la selva
y el bramido furioso brotado del mar.
Yo soy la música,
un hálito divino
que con dulces acordes
cantó la historia de Orfeo.
¿Existe un corazón,
que turbado por el amor
o por la ira
no haya yo tranquilizado
con los dulces acentos
nacidos de mi lira?
Yo apaciguo los ruidos de la selva
y el bramido furioso brotado del mar.
Yo soy la juntura, el engarce,
la equidad y la armonía
del hombre en su lucha con el mundo.
Soy la música, reina entre las artes,
rayos que de los brazos de Marte
vibró en el corazón del hombre
transformando su existencia.
Soy caramillo, soy laúd,
sistro, cítara que vibra
un relámpago que zigzaguea,
un trino que truena y trona.
Soy la música que apacigua
los ruidos de la selva
y el bramido furioso brotado del mar”.
Luego de un largo silencio, prosiguió:
Cuando Orfeo nació los dioses se alegraron, “nació la música”, dijeron. Hijo del rey
tracio, Eagro y de la musa Calíope, el niño se convertiría en el poeta y músico
más famoso de la historia. Recién caminaba y ya se le veía en los bosques
observando a los pájaros. “Ese niño
escucha con atención cada trino”, dijo un estornino.
El pequeño Orfeo
logró en poco tiempo imitar el canto de muchos pájaros.
-
Escuchen, es un abejorro, gritó un niño. Orfeo, escondido tras un árbol, sonrió ingenuamente.
En la cocina de Palacio golpeaba con los nudillos, calderas,
tazones, pucheros, escudillas, marmitas, coberteras, mesas y todo cuanto
produjera sonido. Tanta armonía acompasada asombraba a todo visitante que
llegaba a la corte de Tracia.
Ya por entonces el chirriar de las cigarras y grillos, el
graznar del cuervo y de la oca, el maullido de los gatos y ladridos de los perros,
engrosaban su centón.
Cuando las primeras ráfagas del siroco barrían la
planicie vecina al templo, las cuerdas de la lira vibraron suavemente:
También se entretenía ahuyentando a los cazadores: un
gato salvaje se llevó un gran susto cuando frente a un diminuto ratón
silvestre, este rugió como un león; el pequeño Orfeo, escondido detrás de un
sicomoro, lo vio huir despavorido.
Después de una breve pausa, la lira continuó:
Cuando el dios Apolo me entregó como presente y las Musas
le enseñaron a tocarme, la vida del hijo de Eagro cambió considerablemente.
Algunas mañanas, sentado, en un claro del bosque, mientras los pastores
llevaban su ganado por campos, prados, montes y dehesas, Orfeo dejaba escuchar
su muelle canto. ¡Qué placer sus dedos en mis cordeles! Los árboles movían sus
copas extasiados, las rocas avanzaban hacia él, embelesados.
Una tarde en que tañía la lira, Orfeo escuchó el quejido
agónico de una liebre atrapada por sorpresa por un halcón peregrino, y recordó
que cuando niño, escuchaba horrorizado los bramidos de los animales que en las
primeras luces del alba eran sacrificados para calmar el apetito de sangre de
los dioses. Lo asombraba el esmero que ponían los esclavos cuando armaban
andamios, altares y aras para el holocausto que tenía de sangre las lajas de
piedra pómez y mármol sobre las que descansaban esos monumentos de muerte.
Muerta estaba también aquella infeliz liebre cuyas
entrañas, tiernas y sanguinolentas, eran tragadas con voracidad y presteza por
aquella rapaz de estampa soberbia y porte marcial. Recordó entonces que algo de
vanidad había ya en sus años adolescentes cuando ya era admirado por otros jóvenes
tan diestros como él en el manejo de las cuerdas: tan de la piel rosada y
rostro querubí como él; tan de cabellos lisos y buenos hablar como él; tan de
buenas cunas y amistades distinguidas como él.
El dominio de la lira no vino por un soplo divino, fue el
esfuerzo diario de tañer las cuerdas con un ímpetu de orfebre. Las tardes fueron
sus momentos preferidos. Tumbado sobra la hierba húmeda pasaba las horas con su
lira, con sus pájaros, con las chirriantes cigarras; mientras sus dedos
jugueteaban con el húmedo esparto, soñaba con doncellas portadoras de ingenuas
esquelas de amor que depositaban en su carcaj, en tanto, inocentes sílfides se
rendían a los encantos de su música.
Tocando, tocando, sus dedos adquirieron la destreza de
los grandes liróforos desde Samaria hasta las cortes de reyes y príncipes; tocando,
tocando, el hijo del rey traciano fue accediendo a las notas del laúd, para el
deleite de las bailarinas negras llegadas de Etiopía y Cartago destinadas a entretener a los guerreros que partían a
conquistar nuevas tierras para sus amos; tocando, tocando, logró Orfeo el
dominio del sistro y la siringa impresionando a los músicos de su tiempo que
veían como un iluminado.
Heredero de los dioses, continuó la lira, Orfeo juró
cantar hasta su muerte y así lo hizo. Cantar para que tuviera vida lo que
parecía muerto; para aliviar las miserias humanas, para vencer la indiferencia
de los hombres ante la mágica naturaleza; para que sintieran el torrente de las
aguas del río que corta la tierra, para que los hombres se maravillaran ante el
vuelo de una mariposa o ante el brote de una encina; para que descubrieran la
perfección geométrica de las edificaciones de cera de un avispero, los caminos
trazados por las hormigas o el esfuerzo del garañón con su pesada carga. Para
eso cantaba y tañía sus notas el divino Orfeo. ¿No buscaba acaso canalizar con
su voz el impulso de las fieras y arrullar en la mente del hombre la esperanza
de la libertad tan sujeta a los dioses? Una sonrisa eterna animó su boca hasta
el día aquel en que llegó el amor y lo turbó, y no le quedó más remedio que
entregarse a él. Fue como si Cupido lo hubiera confrontado para decirle: Soy tu
amo, lo he sido y lo seré. Fue cuando llegó Eurídice y Orfeo entró en el
laberinto de los sufrimientos.
II
UNA AMARGA MIEL
Estaba el pequeño Aristeo atendiendo a sus abejas. Lo vio
su abuela, la náyade Clidánope, limpiando las colmenas, piqueras y panales. Las
ninfas – mirtos, quienes le habían enseñado a cuajar la leche para hacer queso,
a construir colmenas, a que el oleastro diera el olivo cultivado, le habían entregado
un melificador del cual extraía una miel muy dulce y pura. Sentados bajo
tinglado que protegía las colmenas, Aristeo le pidió a su abuela que le contara
sobre la vida de su madre.
Clidánope untó un
panecillo con un poco de miel y lo engullo; acaricio los rizos rubios del
nieto.
- ¡Ah!,
pequeño Aristeo, esa sí que fue una mujer rebelde, el carácter férreo de tu
abuelo Hipseo no pudo doblegarla, siempre se las ingeniaba para salirse con la
suya.
La anciana tomó
otro panecillo y siguió deleitándose con la miel.
- Nunca
pasaba mucho tiempo en casa, odiaba hilar, tejer; toda labor doméstica la
horrorizaba. Tomaba su arco y su carcaj
y se marchaba al monte Pelión. Con la excusa de que iba a cuidar los rebaños y
se pasaba gran parte del día cazando fieras. Yo sabía que no era cierto; debajo
de esa piel de cervatillo se escondía una leona.
Aristeo disfrutaba
viendo a la abuela engullir los amasijos de harina con la miel de sus colmenas.
Por eso es que gustan tanto de mi miel, pensó.
- ¿Y
cómo conoció a mi padre Apolo?
La anciana miró una
encina ahuecada en la que unos vencejos habían anidado; ese flirteo de picos y
alas le trajo a la mente los engarces amorosos de Apolo y Cirene.
- Tu
madre ganó la carrera ecuestre en los Juegos Fúnebres de Pelías, y Apolo la premió
enviándole con el centauro Quirón dos lebreles de caza. Sabía de la existencia
de tu madre; cuando la vio luchando con un poderoso león de dio cuenta que era
la mujer anhelada. Esto me lo
contó el centauro, quien invitado por Apolo, presenció la pelea.
Ahí me di cuenta, dijo Quirón a Clidánope, que Apolo no sólo sabía ya su
nombre, sino que también había decidido raptarla.
- Quirón profetizó, que Apolo llevaría a tu madre allende
los mares, al jardín más fértil de Zeus, y que ahí la haría reina de una gran
ciudad; en una colina elevaba en medio de una planicie, y rodeada de los
habitantes del lugar, Cirene fue coronada. El vaticinio el centauro se había cumplido.
La conversación con la abuela de los lejanos
años de su niñez vinieron a su memoria ahora que Aristeo dejaba Libia rumbo a
Beocia ahí se encontraría, por disposición de Apolo, con el centauro Quirón
quien lo instruiría en ciertos Misterios. Uno de estos le permitiría transformarse
en lo que deseara. La primera metamorfosis lo convirtió en una abeja. En su
colmenar convivió con ellas. Acostumbrado a mandar y a ser atendido, pasó a ser
uno más en ese enjambre de patas y aguijones.
Fue observado por
los insectos como un extraño, como algo oculto que se escondía en una abeja.
Los primeros días, hostilizado por estoques y encontronazos, se le mantuvo a
distancia del colmenar, como un apestado a quien hay que evitar para no ser
contagiado. Aristeo se refugió en un recoveco del tinglado que protegía las
colmenas del viento y de la lluvia. Desde ese estratégico escondite, observó
las conductas individuales y gregarias que como humano no se habrían podido
percibir.
Se mantuvo sumiso,
acatando las órdenes de quienes parecían dirigir los enjambres; fue todo
discreción y obediencia, aún le dolían las punzadas y no quería exponerse a
otro ataque. Él, que gustaba tanto de la miel, no sentía ningún atractivo por
ésta siendo insecto. De nada le valió revelar a algunas abejas los lugares
donde encontrarían tupidos jardines con variadas flores para extraer el polen;
algo instintivo en aquellos insectos tan gregarios los hacía sentir desprecio
por aquella extraña abeja. Aristeo percibió que cada individuo tenía una
función específica en aquel colmenar que aparecía como una comunidad
igualitaria y que todo intruso jamás tendría la menor esperanza de ser
incorporado al clan.
En los diez días que permaneció preso en el cuerpo de un
himenóptero comprendió que, a su manera y en su lengua, las abejas le habían
demostrado con su comportamiento hostil, que no bastaba transformarse en abeja
para ser una de ellas.
Nadie en la colmena lo había visto nacer, crecer,
integrarse al grupo, había aparecido así como así, sin la menor credencial
consanguínea ante miles de generaciones en evolución. No eras más que más que
un forastero y como tal fue invitado a marcharse, más aún, cuando fue sorprendido
por un grupo de obreras galanteando con la reina: la aparición de un zángano lo
salvó de morir claveteado.
Vuelto a su condición humana, Aristeo tardo unas horas en
acostumbrarse a su real naturaleza; lo que más le disgusto fue el haber sido
rechazado por la reina, siempre se mostró intolerante a los desdenes femeninos
y éste, a pesar de su singularidad, no constituía una excepción.
Una tarde, después de cazar unos capones, Aristeo se
tumbó bajo un aliso. Al ver las flores blancas y rosadas le vino el recuerdo de
unos versos que había escrito al enterarse de las relaciones de Eurídice y
Orfeo:
Eurídice, entre las hojas verdes
y la hierba yace tu mortaja;
hiel y dolor, Orfeo, has de sentir,
y cuando ella tenga que partir,
al Infierno bajarás y sufrirás
lo que he sufrido yo por su desdén.
Regresó a su cabaña con el ánimo caído; un palafrenero
maldecía a sus lebreles que en un descuido habían devorado las ristras de
capones colgados sobre una soga de esparto.
- También, se justificó el hombre, han devorado las sartas
de lechones puestos a ahumar y un pernil de cerdo curado.
Déjalos, contestó
Aristeo indiferente, deben estar fuertes para cuando los lleve de caza.
Mientras bebía una
buena dosis de vino, encendió los leños del hogar y los atizó largo rato, sus
ojos brillaban como los trozos de encina que adquirían un rojo intenso,
mientras las flamas azules y verdosas se elevaban amenazantes.
Tumbado en una
poltrona, observo hipnotizado el extraño realismo que el fulgor de las llamas daban
a la alfombra de seda que cubría el piso de piedra caliza, donde se veía a
garamante emergiendo de una planicie y ofreciendo a la Madre Tierra un
sacrificio de bellotas dulces. Más por el cansancio que por la embriaguez se
quedó dormido. Se soñó por los prados acosando unas estatuas de mujeres semidesnudas,
cubiertas según la dirección del viento, por un leve velo. Sus líbreles iban
con él en esa incursión sibilina, capturando a dentelladas ánsares, ocas, ánades
y gansos que revoleteaban entre los zigzagueantes velos de las nudistas; hombres
bicornes con patas de chivo acompañaban al cortejo tocando sistros y címbalos.
Su despertar fue
brusco, creyó haber oído la voz de Eurídice y algo en su interior se llenó de
rabia, el recuerdo del rechazo alimentó su despecho, sintió que el mundo estaba
inmóvil, vacío, frío; cerró los ojos y vislumbró unas sombras que se animaban y
crecían a la luz de un hachón formando figuras humanas con boca, brazos y ojos
que lo miraban con sorna, con una sonrisa bufonesca y disimulada, haciéndole
ver que él era el derrotado y Orfeo el vencedor.
Vio a Eurídice correr hacia lo profundo del bosque
seguida por Silvia, Tatiana, Lidia y Cérise. Una bilis ácida llego a su boca.
Más allá de su deseo estaba su orgullo sustentado por una estirpe vencedora en
la que su madre ostentaba de ícono paradigmático; más allá de su orgullo viril
y herido estaba la necesidad de satisfacer un capricho que se le negaba; más
allá de esa necesidad imperiosa que le arrancaba las entrañas a dentelladas y
le quemaba las sienes, estaba el furor de probarse a sí mismo que era superior
a ese músico afeminado con ínfulas de rey a quien tanto despreciaba por sus
tontas cancioncillas bucólicas y sus moteles plañideros. Decidido, salió de la
cabaña y dejo correr su instinto.
III
CANTO AL AMOR
Había bastado una mirada después de una larga ausencia,
para que ella aceptara la proposición de Orfeo. La narración que le hiciera el
hijo de Cirene sobre la aventura vivida con los argonautas en la Cólquide,
maravillaron a la muchacha, quien se sintió elevada a los limbos de una
heroína.
“De regreso a Egipto acepté la petición de Jasón para
acompañarlo en su empresa por conquistar el Vellocino de Oro; muchos
imprevistos y dificultades pudimos superar gracias a mi música: ora soplando el
caramillo, ora tañendo la lira o el laúd; ora agitando el sistro o dándole a
los címbalos: no había otra forma de calmar al bravío mar en las Islas de las
Sirenas o de adelantarse a las traicioneras rocas chocantes, Escila y
Caribdis”.
Eurídice lo escuchaba extasiada, embelesada como un niño
que escucha canciones de cuna. Se imaginaba al valiente Jasón dirigiendo a sus
hombres contra la bravía naturaleza. El hijo de Esón quería el trono de Yolco y
sólo lo conseguiría apropiándose del Vellocino de Oro; el solio yolquiano detentado
por el malévolo Pelías
“¡Ay!, prosiguió Orfeo, si Jasón hubiera sabido que esa
piel aurea iba a significar su perdición, nunca hubiera solicitado la ayuda de
tantos hombres valerosos como el heraldo Equión o de Hércules, ese hombres que
arrancaba árboles de la tierra para construirse un remo”.
Los abejorros picoteaban los frutos de una higuera y
Orfeo siguió narrando las vicisitudes que tuvieron que pasar los argonautas
para cumplir el sueño de Jasón. Mucho tiempo había pasado y Eurídice, durante
todo ese lapso, había incubado en su corazón un profundo amor por aquel músico
loco capaz de modificar la naturaleza con el solo tañido de su lira. Ante la
petición de Orfeo de tomarla por esposa, Eurídice tomó un fruto de la higuera y
lo colocó en labios del poeta tracio. El dulzor del higo le dijo todo: la
respuesta no podía ser otra que el “sí”.
La noticia de tal acontecimiento cobró magnitudes
insospechables entre los pastores quienes se alegraron que la desdeñosa ninfa
Eurídice hubiera al fin aceptado el amor del bardo, Orfeo, que tanto padeciera
por el logreo de sus favores. De inmediato, las ninfas Náyade, Nereida, Dríade,
Oréade, Ondina y Hamadríade, se reunieron con los pastores, zagales y floristas
para cantarle a Himeneo, solicitándole que todo le sea propicio a los amantes.
HAMADRÍADE
Amanece el nuevo día
trayendo en su alforja una dicha.
NÁYADE
¡Venid pastores! ¡venid zagales!
dejad los campos…los pastizales.
NEREIDA
¡Escuchad
todos, escuchad!
Las
buenas nuevas, darán que hablar.
DRÍADE
La
desdeñosa Eurídice
ha
cedido al amor,
canta,
Orfeo, canta,
canta
como un ruiseñor.
ONDINA
Que
heraldos y maceros
lanzando
al viento las Buenas Nuevas,
tomen
los campos, tomen los cerros.
ORÉADE
¡Viva Eurídice! ¡Viva Orfeo!
vengan todos a la grita,
al jaleo, a la algazara.
Venga para la novia
un collar de camafeos.
(Pastores,
zagales y floristas)
Glorioso
tú, ¡oh! Himeneo,
que has
trocad la dura roca
en arenisca
suave y leve.
Coronaremos
con flores sus cabellos
y verterás
tu miel sobre su lecho.
Glorioso
tú, ¡oh! Himeneo,
que has
trocado la dura roca
en arenisca
suave y leve.
Todos los concurrentes a la boda solicitaron a Orfeo
que cantara su dicha. El hijo de Apolo accedió de buena gana; atrás habían
quedado sus cantos de aflicción cuando se sentía desdeñado por el amor de
Eurídice. Orfeo entona un canto dirigido al Sol…
Rindo culto
a Hermes
que forjó
la lira
y la regalo
a Apolo
quien
extasió a los hombres
con sus
armonías.
Rindo culto
a Hermes
que hizo la
zampoña,
a Pan por
su caramillo
hecho con
tubos de cañas.
A las musas
por sus cantos,
trinos de
ruiseñor
que invaden
los campos.
A mi madre,
Calíope,
por darme
el don de la Música;
y a
ustedes, gentiles amigos
por su
amistad serena.
El coro de las ninfas acompaña los últimos versos de
Orfeo, entonando:
Aun
con deleite de las Gracias,
en
los profundos bosques silenciosos
de
las montañas Tracias,
Orfeo
y su lira a los árboles
embrujan
y a las fieras indómitas
domeña
en la oscura selva.
Llega Eurídice, bellamente engalanada por las ninfas
Nayáde y Nerida, y se lleva a cabo la suntuosa boda donde el vino eleva la
alegría y el entusiasmo de los concurrentes. Eurídice y Orfeo no pueden ocultar
su felicidad por la unión y por el alborozo que ésta ha causado entre la gente
que ha dejado sus aldeas, los montes, los villorrios y los valles para
expresarles sus bienaventuranzas.
Hasta el amanecer duró aquel jubileo. Nada hacía
presagiar que escondido tras un nogal, el corazón herido de Aristeo se retorcía
entre la envidia y el dolor. Cuando el sol ya se ponía en el horizonte, en el
campo, la hierba chamuscada era el único indicio de la alegría desbordante
causado por la boda. Al pie del nogal habían quedado unas flechas quebradas en
señal de duelo. El cielo entero se quebraría como una lámina de cristal sobre
la felicidad que embargaba a los amantes.
IV
EL LUTO DE
LA LIRA
Los días que siguieron a las bodas de Orfeo y Eurídice
fueron de sumo placer para los amantes: una comida frugal por la mañana, higos
frescos, nueces, miel, uvas, zumo de naranja, galletas de trigo y algo de leche
fresca; al medio día una copa de ambrosía y unos cuescos remojados en almíbar;
luego, al mediodía, un paseo por los
jardines que Orfeo había hecho construir pensando en su amada: la grama de
prados era de los más selecta, con parterres y arriates decorados por expertos
jardineros. No faltaban los caminitos
casquivanos con sus bancas de piedra, el césped verde intenso, un gran número
de árboles, arbustos y arbolitos, estos últimos rodeados de flores donde
predominaban las hortensias, los geranios y los gladiolos. Por la tarde,
sentados en la hierba fresca bajo un alerce, Orfeo tocaba la lira, la flauta y
el caramillo para deleite de su mujer, quien parecía estar, por el brillo de
sus ojos y el fulgor de su mirada, más enamorada cada día.
***
Una mañana, Eurídice y unas amigas se internaron en el
bosque a recoger florecillas, saltar entre los setos y corretear entre los
prados. Así pasaron las horas. Cuando llegaron hasta un sendero que llegaba
hasta la cabaña de Aristeo, Eurídice se internó en lo profundo del bosque
seguida por Silvia, Tatiana, Lidia, Cerise y otras muchachas sin saber que
desde la cabañuela Aristeo las observaba.
“Es difícil
precisar lo que pasaba por la mente de Eurídice después de su boda con Orfeo, dejo
la lira. Una mariposa que revoloteaba entre unos almendros me contó que aquel
día fatal la vio pasar, corriendo como un cervatillo, huyendo juguetona de la
persecución de las ninfas que coreaban su nombre”.
Ya entraba la noche y entre los árboles asomaban
tenues sombras. Corría la muchacha, ágil como un gamo, zigzagueante, esquivando
todo lo que salía al paso. Se sentía feliz. Su amado descansaba en la alcoba
donde se habían hecho promesas de amor eterno. Aún en la muerte te seguiré amando, Eurídice, le había dicho Orfeo
entonando una endecha. Ella lo había consolado.
Cuando vi
su rostro bañado por la luna, sus ojos reflejaban amor y esperanza, le dijo la
mariposa a la lira. Su sonrisa inocente aumentaba la dulzura de su rostro y su
beldad. Cuando escuchaba a las ninfas acercarse, iniciaba su loca correría,
leve como las hojas de los árboles.
La alígera mariposa continúo su relato con la voz suave y consternada; la lira
permanecía atenta y callada.
Parece que
cuando llegó al lago sintió el deseo de refrescarse. La vi despojarse de su
túnica y sumergirse en aquellas aguas tranquilas. Allí chapoteo como una niña
en un trujal. Fue entonces que lo vi a él, al hijo de Cirene, escondido tras
una encina. También oí a las ninfas, sobre todo a Tatiana que era la más
efusiva, el amándola, pero Eurídice no la oía. Presagié en los ojos de Aristeo
que se avecinaba una tragedia, pero que podía hacer yo para evitarlo. Cuando
Aristeo vio a las ninfas perderse entre un bosquecillo de alisos, afloró en su
pecho la fiera; un deseo violento, convulso, estalló en su interior y se lanzó
al lago. Lo que siguió fue inevitable, la muchacha, presa de pánico, huye. En
la oscuridad de la noche, presa de la desesperación, Eurídice no ve a la
crótalo que lanza un ataque certero y hiere su pie.
La muchacha lanza un grito y cae, Aristeo la ve y lo
invade un terror, escucha a las ninfas que se acercan; otra encina le servirá
de refugio, de allí observa los inútiles esfuerzos de Lidia y Cérise por evitar
lo inevitable. Silvia y Tatiana, llorosas corren en busca de Orfeo.
Contó la mariposa que cuando Aristeo llegó ya el alma
de la muchacha se ha desprendido del cuerpo. “Sus últimas palabras fueron,
perdóname amado”, dice Cérise.
Orfeo tomó el cuerpo de su amada y como un fantasma lo
llevo por los oscuros linderos del bosque; “Vi
a Aristeo, concluyó la mariposa, alejarse con el rostro humedecido por un
silencioso llanto”.
V
CAMINO A
LOS INFIERNOS
La abrumadora pena llevó a Orfeo a tomar una firme
decisión, “nada impedirá que baje a los
infiernos a pedir que se me devuelva el amor de Eurídice, con mi canto
encantaré a la hija de Deméter, deleitaré a Hades, Señor de los Muertos
conmoviendo sus corazones con la magia de mi lira; con mi tierna melodía y mi
canto lastimero lograré sacarla del infierno”, dijo Orfeo, osando hacer lo
que ningún ser humano se había atrevido a hacer jamás por un ser amado.
Durante los días y las noches estrelladas, caminó el
poeta cargado de pesares recorriendo laderas empinadas y atravesando bosques y
páramos hostiles. Se topó con muchos hombres que maldecían la vida y lamentaban
su existencia y pensó que encontrarían consuelo a sus desdichas si él les
confesara su martirio. Lo intento. ¿Pero podía ser escuchada una voz debilitada
presa de un corazón enlutado?
Orfeo llegó después de varios días a pie del bosque
Ténaro, en donde, a través de una oscura gruta se entraba a los infiernos. En
el umbral, Orfeo contempla el paisaje exuberante que deja atrás.
“Adiós
claridad, adiós luz, dad paso a las tinieblas en cuyo seno mi amada Eurídice
vaga como un ciego sin destino. Juro por su amor, que permaneceré imperturbable
al terror de las cosas que vean mis ojos”. Descendió por terrosos y fríos caminos vertiginosos, todo un espantoso
descenso en aquel mundo subterráneo donde Hades era el amo.
A cada paso pulsa Orfeo su lira y, a su son, rompe
aquel silencio sepulcral, logrando que quienes lo ven pasar permanezcan
inmóviles, embelesados.
Por tenebrosos pasadizos se abre camino Orfeo, el
barro inmundo del Estigia, uno de los cinco ríos que recorren el averno, le
provoca nauseas.
Reposa unos momentos en las márgenes sombrías y
estériles del río. “Aquí no brotan más
que flores sepulcrales y raíces secas como los cabellos de los muertos”,
murmura Orfeo. “Ya llegará, paciencia lira mía, paciencia”, se escucha la
voz del músico traciano.
Orfeo espera al barquero de la muerte para que lo
lleva al otro lado del río; Caronte llega y se asusta al ver los colores del
extraño, pues, entre ese rostro y el de la tez pálida de los muertos hay una
dolorosa diferencia. Orfeo notó que el barquero era bajo y muy feo; el rostro
rojo y grande se transformaba de rato en rato en huesudo y amarillento; la
nariz chata y ancha encaja en esos ojos de lechuza, húmedos y con una expresión
mortecina; también notó que movía la mandíbula de un lado a otro, inquieto y
nervioso.
“Este
hombre está vivo”, musita Caronte
como si hablara con unas sombras extrañas que iban y venían en círculos
concéntricos como buitres que giran alrededor de una presa.
Caronte discute con Orfeo, pues, aquel se niega a
llevarlo a la otra orilla. “Aquí sólo
suben los que arriba ya dejaron de respirar. Esta es la barca de la muerte”. Ante
la negativa del barquero, Orfeo toma su lira y, entre melodía y melodía entona
canciones tristes y lamentosas. Caronte se conmueve y acepta trasladar a aquel
que busca la sombra errante de su mujer.
“La vida
nos premia con un sueño eterno, pero según veo tu mujer ha sido recompensada
antes de tiempo. La muerte también tiene sus compensaciones y a todos ve por
igual, al pobre que habita en su casucha como al rico que atesora sus riquezas
en ostentoso palacete”, dice el
barquero.
Cantando al alimón ambos hombres atraviesan el bosque
de Persíforme y llegan a las puertas del Infierno. Los condenados sollozan como
si reviviesen ante el canto del poeta, esa música es como una luz que ilumina
una parte de la oscuridad de ese mundo misterioso. Cerbeo, el horroroso perro
de tres cabezas que cuida en el infierno; también cae subyugado por la dulzura
melancólica de la lira de aquel advenedizo músico.
Los tres Jueces de los Muertos ordenan suspender
temporalmente las torturas de los condenados al oír esa encantadora lira.
Sisifo debe hacer rodar una enorme roca hasta la cumbre de un monte. Tan pronto
como la roca llega a la cima, se despeña por la otra ladera y él tiene que
recomenzar su inútil trabajo; mientras suena el canto de Orfeo deja de lado su
castigo y se queda embelesado y sentado sobre su torturante roca.
Las Danaides, condenadas a llenar una crátera sin
fondo, detienen su agotadora labor; Ixión, quien fuera azotado bárbaramente por
Zeus y luego atado a una rueda encendida que gira sin cesar, también detiene su
castigo al paso de Orfeo. En su derrotero, Orfeo encuentra al Tántalo a quien
los dioses del Olimpo han castigado metiendo al terrible pecador en estanque,
donde cada vez que en su atormentadora sed se inclinaba para beber, no lograba
alcanzar el agua, el cual desaparecía, tragada por el suelo, a medida que
Tántalo se agachaba; pero no había quedado la venganza de los dioses, a orillas
del estanque había árboles frutales pesadamente cargados con granadas, higos
dulces, manzanas rosadas y olorosas peras. Ya cada vez que Tántalo extendía la
mano para tomar esos frutos, el viento los apartaba, poniéndolos lejos de su
alcance; allí debía permanecer por la eternidad, con su garganta inmortal
siempre sedienta, con su hambre siempre insatisfecha en medio de la abundancia.
Orfeo se apiadó de él, sabía que no podía atentar
contra los dioses ayudándolo, pero sabía también que su música se constituiría
en un paliativo para su dolor y tocó, tocó su lira y su flauta como
congraciándose con ese hombre que sufría como él sufría la muerte de Eurídice:
tántalo olvidó por un momento su sed y su hambre; por primera vez los rostros de
las terribles diosas, las Furias, están bañadas en lágrimas, ellas, que siempre
están tan ocupadas en castigar parricidas y perjuros, también interrumpen su
ignominiosa labor. Hades, dios del Averno, va al encuentro del músico tracio en
compañía de Perséfone, reina del Infierno.
Ambos sienten curiosidad por aquel hombre que se ha
atrevido, a atravesar los lares de ultratumba. Entonces se escuchó la voz de
Orfeo en un tono lastimero como nunca antes se había pronunciado:
“Quiero
ser sincero, pues, sé que la sinceridad será como un viento fuerte que llevará
mi barca a buen recaudo. Estoy aquí, no porque quiera visitar el nefando
infierno, ni movido por curiosidad alguna de saber cómo es este poderoso y
misterioso reino, no creo encontrar nada agradable en este antro; estoy aquí
porque el amor por mi esposa muerta en circunstancias injustas me hace alumbrar
la esperanza de poder recuperarla. Hércules al descender a los infiernos tuvo
como excusa la búsqueda de Cerbero; yo también tengo la mía, la muerte de Eurídice
provocada por la imprudencia de Aristeo me ha trastornado de tal manera que no
hay lira, sistro, címbalo o caramillo que logre arrancar una nota de entusiasmo
a mi amor por la música. Vosotros sois los amos des estos reinos al que todos
tendremos que llegar tarde o temprano. Esta es nuestra última morada, todo
humano, sea cual sea su condición, deberá descender a estos lares cuyos
linderos están enmarcados entre fogatas y hachones”.
Una luz hialina
y glauca descendía como una enorme flecha sobre un vaho ardiente que brotaba de
las troneras y respiraderos que circundaban los estrechos caminos desde donde
se distinguía, no sin cierto mareo y escozor, los profundos precipicios que
llevaban a mundos más ignotos aún. Orfeo prosiguió:
La
muerte me ha negado el ingreso al reino de los muertos. Sería feliz aquí, sino
puedo serlo en la vida, siempre que mi amada Eurídice estuviera conmigo. Seguro
estoy que el amor transformaría en mis pensamientos la horribilidad de este
lugar donde solo escucho ayes, quejidos y lamentos y se escucharía entonces los
trinos de estorninos, jilgueros y avencejos; donde el hedor hace exudar las
excrecencias humanas y sentiría mi piel el frio invierno. ¿Veis de qué grandeza
está hecho mi amor?
Las
palabras del músico tracio penetraron el corazón del dios de los avernos y
lágrimas de hierro corrieron por sus mejillas; Orfeo aprovecho el momento de
debilidad y prosiguió:
“¡Oh!
Dios que gobiernas el sombrío y silencioso mundo, hacia ti debe ir
obligatoriamente todo ser salido del vientre nativo, todas las cosas
encantadoras deben al fin descender a ti. Tú eres el acreedor a quien siempre
se la paga con la vida. Pero piensa ¡Oh! gran señor que el tiempo que
permanecemos en la tierra es tan corto y que luego al fenecer seremos tuyos
toda la eternidad. La pobre Eurídice vivió tan solo el tiempo que vive una
flor; trató de sobrellevar la carga del dolor por su pérdida, pero el Amor es
un dios demasiado fuerte y se ha apoderado de mí, la angustia y la tristeza en
toda su magnitud. Te pido sólo que me la otorgues un tiempo, cuando su
permanencia en la tierra se haya cumplido la tendrás de vuelta”.
No había más que ver los rostros del Percífones y
Hades, para darse cuenta de lo conmovidos que habían quedado después del aquel
canto sublime.
“Quien puede
vengarse al tan bello canto”,
piensa Percífones. Eurídice es traída del lugar de su penitencia, dolorida y
sin aliento ve a su marido, una sonrisa de amor se une a la luz que llenan sus
ojos, quiere abrazarlo y besarlo con sus pálidos labios, pero ese gesto de ternura no está
permitido en aquel lugar.
“Podéis partir, tú debes ir adelante y tu mujer detrás
de tuyo, por ningún motivo podrás volverte para verla, si así es hicierais,
Eurídice volverá a su mundo de tinieblas y ahora sí será para siempre”.
La advertencia del Percífones pone en alerta a los
amantes. Inician el camino ascendente, Orfeo no deja de tocar y cantar, su
alegría no tiene límites en la orilla Estigia aún sin mirarse uno a otro, los
enamorados encuentran a Caronte, quien contento de ver a su amigo vivo, lo
conduce al otro lado del río infernal. Después el barquero regresa para recoger
a Eurídice.
-
He visto ríos
parecidos a este, dice Eurídice.
-
Sí, hay
cuatro más, interviene Caronte.
-
Estigia, que
nombre más misterioso y como se llaman los otros.
El barquero rema con serenidad, pero con firmeza,
conoce ese río como nadie, ha cruzado a innumerables hombres y mujeres en su
barca.
-
Uno es el
Arqueronte, otro el Cocito, Flagetón y el otro Leteo.
Después de un breve silencio y antes de llegar a la
otra rivera, Eurídice musitó.
-
Siento como
que voy a navegar en ellos por toda la eternidad.
Ya en tierra, Orfeo y Eurídice, a través de ese
ambiente de mudos silencios, cogen un sendero empinado, oscuro, lleno de negras
tinieblas. Eurídice camina con cierta dificultad, la herida infligida por la
crótalo está aún patente, llagada, supurante; en el Infierno no se curan las
heridas. Caminan un buen trecho, delante va el músico traciano, atrás las
amante fiel.
La advertencia de Perséfone resuena en los oídos de
Orfeo como el arrullo de las olas cuando tocan la ribera arenosa; en el alma de
Eurídice se escucha una letanía a los dioses implorando que el esposo no ceda a
la tentación de mirarla.
-
Ahora que
falta tan poco, Orfeo, para que volvamos a estar juntos, musita
Eurídice con el corazón excitado.
Algo suena entre unos arbustos, “será otra crótalo que quiera herir la carne de mi amada”, se
pregunta Orfeo y vuelve hacia atrás la mirada dolorida y sólo divisa una
sombra, translucida y llorosa que es arrastrada hacia una oscuridad sin
retorno.
Lo único que escuchó Orfeo fue una voz desfallecida
diciéndole adiós, desesperado trató de retenerla en su descenso, pero los
dioses no se los permitieron. “Nunca más,
mientras estés vivo, entrarás en el reino de los muertos”; se escuchó la
voz de una sombra.
V
LA CAÍDA DE
LAS SOMBRAS
“Día a día
Orfeo fue perdiendo su vigor y las ansias de vivir; contó la lira.
Nunca más volvería a ser el mismo, la desaparición de Eurídice lo convirtió en
un guiñapo”.
El jardín que Eurídice había construido día a día se
fue secando como en su alma toda esperanza. Los arriates, parterres y caminos,
otrora tan bellamente engalanados de violetas, adormideras, lirios y azafranes
se habían convertido en tallos y ramillas resecas y polvorientas.
Las colinas que rodeaban el palacete donde tantas
voces los amantes departieron caricias y confidencias y que antaño albergaba
carrascas de altas ramas, blandos tilos, virginales laureles, quebradizos
avellanos, verdeantes bajo y acebos cuyas bellotas arqueaban su frágil
contextura, eran ahora campo de secano.
¡Que decir de los árboles! fantasmas convertidos en
esqueléticas arquitecturas donde los pájaros se habían ausentado como quien
huye de un ave de rapiña.
Muchas mujeres bellas y distinguidas posaron sus ojos
y su deseo en el joven viudo, pero él no estaba en disposición para nuevos
romances, por el contrario, se desarrolló en él una recia misoginia.
-
Un día
aprovechando que Orfeo dormía junto a un madroño cargado de borlitas rojizas,
dijo la lira, pedí a un ruiseñor que triscara mis cuerdas para musitar unas
notas al oído de quien tan afligido se hallaba; pero de pronto, Orfeo me tomó
entre sus brazos y luego de espantar al ruiseñor, pulsó con su pulgar mis
cuerdas buscando la armonía propicia para modular su voz y dejar oír su canto...
Unas hojas cayeron del madroño, un viento suave
arrastró un poco de hojarascas y se escuchó la voz de Orfeo...
¡Oh!,
Calíope, musa gloriosa que me has dado la vida. ¿De quién heredé la elocuencia
que yo transformo en canto y que gracias a Euterpe acompaño con la música. Heme
aquí, nuevamente en mi amada como odiada Tracia, donde se me dio el cielo para
trocármelo luego en el fuego del infierno en el que ahora me abraso. Los campos
de Tracia son estos y este es el lugar donde el dolor me atravesó el corazón.
He perdido toda esperanza de recuperar el bien perdido; la pobre Eurídice vaga
ahora entre unas sombras en donde mis llantos y mis ruegos y mis lágrimas son
saetas lanzadas al cielo y condenadas a no dar en el blanco. Sólo me queda
unirme a los bosques y consumirme con ellos en la aflicción”.
Durante días y días la tristeza de Orfeo iba creciendo
en su interior tanto como un rencor que amenazaba volatilizar en cualquier
momento... “durante días y días rogué y
los dioses no me oyeron; he vivido de recuerdos, he soñado con recuerdos, he
poblado mis vigilias de recuerdos, he aumentado mi dolor por los recuerdos
porque los dioses quieren que así fuera; y mi corazón se enamoró de un ser
condenado a una muerte prematura porque los dioses quisieron que así fuera; y
la visión que me persigue en la que Eurídice, tocada de azul y la frente de
guirnaldas, doblada sobre sus tiestos y macetas de romero y de cilantro y que
tanto me conmueve, viene a mí porque los dioses quieren que así sea; pues,
entonces, al Infierno vayan todos, ya no necesito de los dioses”.
Solo, desolado, como si dejase en cada paso parte de
sí mismo, el otrora gran músico sintió como su canto se hacía más triste, como
si estuviera esperando el momento de la muerte.
Por esos días Dionisio, el dios de la vid, llegó a
Tracia. Venía precedido de carnavales y lupercales que el pueblo, embriagado y
eufórico, celebraba en honor de aquel dios que les daba a través del vino,
alegría y consuelo.
-
Bendito sea
este dios que ha inventado el arte de extraer de los racimos de un licor
exquisito, dice un Corifeo.
-
¡Evohé!
¡Evohé! ¡oh! licor divino que a los mortales desventurados alivias sus
sufrimientos aplacando sus males cotidianos, con un bendito sueño de vino
saturado, dice un borracho a una de las bacantes dominada por el vértigo y el
embrujo con que Dionisio la ha tocado.
La presencia del dios de la vid de trenzas rubias y
perfumada cabellera, blandiendo su tirso en brazo alto como un vencedor, tumba
y fascina los espíritus de un vulgo jubiloso entregado al desenfreno. Sus ojos
negros y brillantes hacen del dios un encantador donde hasta el más adusto
sucumbe a sus hechizos.
Las calles se cubren de pámpanos, un dragón surge de
una cesta llena de ramas y flores de estoraque, mientras una tenue lluvia de
vino cae sobre los danzantes cuyas cabezas se hallan enguirnaldadas con hiedra.
Cuando Orfeo es llamado por Dionisio para que toque en su honor, este se
rehusa.
-
Ten cuidado, advierte un
pastor algo embriagado a Orfeo, no hay
dios más vengativo que Dionisio. Sus venganzas tienen la rabia y el
encarnizamiento des sus embriagueces. En Tebas, las hermanas de su madre,
Ágave, Ino y Autonoe, renegaron de su divino poder, furioso, Dionisio arremetió
contra ellas tumbándoles el entendimiento; ahora las tres vagan posesas por los
campos y montañas de Tebas.
Las advertencias de pastor son tomadas por Orfeo como
charlatanería de un borracho. Enterado, Dionisio envía a su harén de bacantes a
seducir al liróforo: los caprichos del dios no aceptan negativas. Las bacantes
se sienten atraídas por el músico traciano y tratan de cautivarlo, pero todo
esfuerzo resulta vano, Orfeo se niega en nombre del recuerdo de Eurídice. El
despecho de las bacantes unido al resentimiento de Dionisio, selló la suerte
del hijo de Calíope. Los conspiradores bebieron y danzaron durante la noche;
las mujeres cantan y vociferan; pasan, con la volubilidad propia de los
embriagados, del éxtasis a la imprecación.
Antes del amanecer y enterados que Orfeo gusta dormir al
socaire en el bosque, el grupo parte encabezado por Dionisio que se ha vestido
de mujer mezclándose con las bacantes. Caen por sorpresa sobre el liróforo
traciano que nada puede hacer...
-
Sorprendido, Orfeo trató de alcanzar un calvero para
protegerse del ataque y poder huir, pero todo resultó inútil, contó la lira.
Emboscado por esas fieras mujeres, sus ropas fueron rasgadas y su carne
despedazada. Dionisio aullaba como un loco y sus ojos desorbitados centelleaban
como dos leños encendidos. Yo permanecía entre los ramos leñosos de un seco
lino, hasta ahí llegó un guiñapo de piel sanguinolienta del pobre Orfeo; lo
último que recuerdo haber visto es su cabeza desmembrada que, aun separada del
cuerpo, seguía cantando una canción fúnebre...
Me veo
desnudo y tengo frío,
así me ha de
ver, Eurídice,
tal como en
el tálamo
sagrado me
mostraba
ante sus
ojos; hoy te veré
amada mía
gracias a las
artes de
estas arpías
que en vez de
hacerme daño
me dan la
dicha de volverte a ver.
La lira había sufrido el deterioro de una cuerda en
ese encuentro.
-
Sé que se
llevaron la cabeza y la lanzaron al río Hebro; aun entre las aguas no cesó de
cantar. Me lo contó un estornino a quien Orfeo daba escaras de mijo y mies.
“Volé
lo más bajo que pude y sentí su voz como un dulce lamentar; así, corriente
abajo, siguió su frente augusta mirando al cielo, como despidiéndose de este
mundo, masculló el estornino. ¿Y qué fue de su cuerpo?, preguntó el
pájaro”.
La lira inclinó uno de sus arcos buscando una más
cómoda.
-
Las musas,
que con tanta alegría habían cantado en sus esponsales, lloraban ahora mientras
recogían sus restos y los enterraban entre cantos lúgubres en Leibetra, al pie
del monte Olimpo, donde los ruiseñores, como rindiéndole tributo, cantaron
dulcemente como en ningún lugar en todo Tracia. Los dioses del Olimpo se
irritaron con Dionisio por la muerte de Orfeo; propio de él, el libertino culpó
a las bacantes de tal exceso y, por salvarlas del castigo, las convirtió en
encinas, enraizadas a la tierra del tal forma que no pudieran moverse, concluyó
la lira.
El estornino se mostró confundido por tanta violencia,
como preguntándose si había alguna diferencia en la forma de actuar entre los
hombres y los dioses. El pájaro detuvo su mirada en aquel celaje vespertino
donde ya asomaba el brillo de algunas estrellas.
-
¿Qué miras
con tanta atención?, preguntó la lira mirando el firmamento. El pájaro limpió
su plumaje con su cónico pico amarillo.
-
Ya no tardará
en salir, dijo el estornino.
-
¿Quién?,
interrogó la lira con curiosidad.
-
La luna,
contestó el estornino. Están bella que siempre me he preguntado que se sentirá
poder volar hasta ella y mirar de allá hacia acá.
Una vez que el pájaro se marchó, la lira musito:
-
Si lo sabré
yo.
La cabeza de Orfeo viajó por el río hasta que fue puesta
en una nueva cueva consagrada a Dionisio en Antisa. Allí profetizó día y noche
hasta que Apolo descubrió que sus oráculos de Delfos, Grineo y Claro, recibían
pocas visitas, pues, la gente prefería visitar a aquel músico cuyos cantos
proféticos los embelesaba. Apolo fue hasta Antisa y se plantó frente a la
cabeza.
-
Deja de
interferir en lo que sólo un Dios puede hacer. Yo puedo mover el sol y las
estrellas.
Desde
ahora estarás mudo y ella, dijo señalando a la lira, permanecerá en el cielo.
Desde entonces la cabeza permaneció en silencio: el
estornino miraba por las noches al cielo como quien mira el rostro de una vieja
conocida.
Wolfsschanze, enero – noviembre 2012.
LA FUGA
I
Silverio Macario blandía la rama de bejuco y
amenazaba a los aborígenes repitiendo maldiciones tras maldiciones en
castellano, cashibo, shipibo y toda lengua nativa que recordaba de sus largos
años recorriendo la selva.
-
Malditos indios supersticiosos de tunches y
ayaymamas, adoradores de plantas, árboles y animales, les voy a arrancar la
piel para que se les quite toda esta estupidez.
Los nativos huían como hormigas tratando de
mantenerse alejados de esos sermones vitupéricos, de esos ojos enrojecidos por
la rabia, de esa boca espumante de furia.
-
Malditos drogadictos, beban aguardiente carajo, no
esa porquería de ayahuasca que los vuelve más estúpidos, por eso no pueden
trabajar como se debe.
Nativo que caía en sus manos recibía una buena dosis
de bejuco y una andanada de puntapiés.
-
El río se rebalsa, viene el río, patrón, gritó un muchacho.
-
¡Que! ¡Maldita sea!, se llevará la madera, el
caucho, todo se perderá.
El río que bajaba con furia incontenible había
aumentado su caudal tres veces por lo menos. Venía cargado de troncos añosos,
ramas, restos de embarcaciones arrancadas de sus amarras río arriba. La
corriente se desbordó por todas sus riberas arrancando los almacenes de
Silverio Macario de cuajo.
-
Salven la madera y el caucho o esta noche comerán
tierra, carajo, porque juro que los voy a enterrar vivos, gritaba Silverio dándole un ramalazo a todo nativo
que se cruzara en su camino.
Ranchos, bohíos, chacras y haciendas, todo era
devorado por la bravura de las aguas que a medida que avanzaba arrastraba
maderas, toneles con balata o goma de caucho, paja, ramas, lo cual daba a la
corriente más fuerza en cada nueva embestida. Una gran cantidad de animales
ahogados se confundían con las aguas barrosas. Pecaríes, tortugas, pequeños
tigres, ganado de las haciendas, boas y tapires, mostraban partes de sus
cuerpos mientras el río pasaba. Tallos de plátanos, restos de árboles, raíces,
lianas, hojas de palmera, todo era una mezcla caótica donde era casi imposible
separar un elemento de otro. Algunos animales habían logrado trepar a los
árboles antes que el río los alcanzara. No faltaron los hombres, mujeres y
niños ahogados que fueron sorprendidos por la creciente. Silverio Macario, con
el agua hasta la cintura; seguía dirigiendo y maldiciendo.
-
Tienen el alma de un mono lujurioso que va de árbol
en árbol copulado como un loco, por eso es que nos sucede esto. Este es el
castigo que Dios me manda por ser tan bueno con ustedes, sarta de haraganes,
pero van a ver lo que voy a hacer con ustedes cuando pase todo esto, les voy a
reventar a patadas indios de mierda.
El río continuó creciendo y Silverio Macario maldiciendo. Algunos nativos se
aprovechaban de los miles de peces que, asfixiados por el barro, bajaban con el
río. Cuando todo termino, una atmósfera hedionda invadió el aire haciéndolo
irrespirable.
Desde su hamaca de fibra de palmera y bebiéndose la
segunda botella de aguardiente, Silverio Macario veía a los gallinazos que
habían establecido sus campamentos en los árboles ribereños. De ahí bajaban a
darse el gran festín: peces, huanganas, nutrias, achunis y hasta uno que otro
lagarto, eran parte del menú. Algunos gallinazos imprudentes quedaban atrapados
entre el lodo espeso que semejaba arenas movedizas. Los techos de las casas,
bohíos y palafitos se poblaron de guacamayos, tucanetas, garzas, shanshos y
otras aves que normalmente no llegaban hasta hi; la falta de alimentos hizo que
muchos pobladores les dieran caza de inmediato. La comunicación entre las
comunidades afectadas por el río se daba a través de manguaré, cuyo sonido se
escuchaba día y noche.
-
Sus “niños” no sufrieron ningún daño, don Silverio, dijo Leonidas Mandros, jefe de capataces.
-
Brindo por eso, dijo
Macario bebiéndose un buen trago de aguardiente.
Sus “niños”,
un gran número de cerdos que criaba en un redil vecino a su casa. Eran animales
finísimos, cuya carne era cotizada en el mercado a precios astronómicos.
Muchos nativos envidiaban la comida de esos cerdos
donde nunca faltaba carne de pecarí, fruta y tallos tiernos de alfalfa.
II
Desde lo alto de un babassu, un joven nativo
observaba hacia el rancho donde Silverio Macario daba cuenta de una tercera
botella de aguardiente. Sus capataces lo acompañaban en sus borracheras.
-
¡Estela!, ¡Estela!, llamó Silverio.
La muchacha se peinaba frente a un espejo colocado
al lado de una ventana.
Ahí estaba dirigida la atención del joven trepado en
el babassu que, con un pequeño espejo y aprovechando los rayos del sol, enviaba
pequeñas señales a la muchacha que, presurosa, contestaba.
-
¡Estela! ¡Estela!
-
Ya voy, padre, un momento, contestó la muchacha guardando el pequeño espejo
con que respondía a los mensajes del joven nativo.
Los capataces se retiraron y la muchacha quedó sola
con su padre.
-
He decidido que vayas a Lima a estudiar, este año
cumples dieciocho años y en esta selva no hay futuro para ti.
La muchacha quedó pensativa. Irse de ahí era no
volver a ver a Dionicio, el muchacho del babassu.
-
¿Y para cuándo sería eso?, preguntó con timidez.
-
En unos cuantos meses, a lo sumo tres, mientras
termino unas transacciones comerciales. Este desastre retrasará las cosas, pero
confío en que se superará rápido.
La muchacha sabía que con su padre no se podía
discutir. Esa noche, mientras su padre dormía la crápula, Estela abandonó la
casa y se internó por un estrecho sendero. A los pocos minutos, ella y Dionicio
hablaban sobre su inesperado viaje.
-
Huiremos, nos iremos lejos, conozco unos parajes
donde nunca nos encontrarán, dijo el
muchacho decidido.
Estela asintió. Un año de relaciones secretas no
habían transcurrido en vano. Esa noche se separaron con la promesa de estar
siempre juntos. Cuando la hija de Silverio Macario ingresó sigilosamente en el
rancho, una sombra salió de la espesura. Fulgencio, el más joven de los
capataces, la había seguido aquella noche. El muchacho pensó que había llegado
el momento de comunicarle al patrón lo que sucedía a sus espaldas. Más que
lealtad, en su corazón anidaba el despecho.
Fulgencio llegó al rancho destinado a los capataces.
El río no había llegado hasta ahí. Construido sobre lo alto de una colina, el
rancho era espacioso y acogedor. En el interior había un gran número de petates
y jergones colocados bajo mosquiteros; los hombres que carecían de petates
usaban hojarascas u hojas de palmeras para recostarse, el cansancio y el sueño
era tan intenso que cualquier lecho parecía muelle. Eran hombres rudos
acostumbrados a las inclemencias del tiempo y de la selva. Cuando
pernoctaban al socaire entre arrojos y
lagunas pantanosas, no era extraño que alguno de los capataces despertara
durante la noche sobresaltado por la presencia de alguna boa o serpiente que,
con lentitud, atravesaba el campamento camino al río o al pantano. Cuando
Fulgencio ingresó al rancho los hombres bebían aguardiente y jugaban a las
cartas.
-
Llegó el enamorado, dijo con sorna, Mateo, uno de los capataces más
veteranos.
Todos rieron e hicieron sorna a Fulgencio. Más de
uno sabia o sospechaba que el muchacho andaba caliente por la hija del patrón;
pero lo que nadie sabía era de las andanzas nocturnas de Estela.
-
Tomate un trago, muchacho, el aguardiente es bueno
para ahogar las penas que abrasan el corazón,
dijo don Matías.
Fulgencio aceptó la botella. Don Matías era muy
querido por todos. Nadie sabía cuántos años tenía, las arrugas de su rostro,
curtido y cetrino, apuntaban más allá de los ochenta. Conocía la selva como
pocos. “Qué no habían visto esos ojos”,
decían algunos.
-
Cuéntanos de aquella vez que presenciaste la lucha
entre la boa y el otorongo, dijo Luciano,
uno de los capataces de más confianza de Silverio Macario.
Matías prendió su cachimba, la había llenado de
tabaco picado hasta el tope. Bebió un trago de aguardiente. Escupió una saliva
espesa, algo negruzca.
-
Es raro que se encuentren y más raro aún que se trencen
un una pelea, dijo el viejo. Que son enemigos a muerte es algo que nadie
discute. Cuando la boa sale de las agua a tierra en busca de alimento, el
felino siente que su territorio ha sido invadido. Ahí comienza la disputa.
siempre miden fuerza antes de embestirse.
El otorongo se
agazapa, sus pupilas se encienden, las garras desnudas sobresalen y su enorme
cabeza se muestra tensa. El gato se estira, tira el cuerpo hacia atrás como
preparándose para dar el gran salto, la cola se erecta. La boa, con la mirada
fija, encoje el cuerpo, asienta la cola en el suelo con firmeza y se lanza
hacia adelante como una flecha que busca el blanco.
El viejo se detuvo. Hubo un silencio prolongado.
Todos permanecieron callados. El viejo bebió un largo trago de aguardiente; se
rasco la nariz, hizo un gesto de asco.
-
Cuando el otorongo con gran reacción esquiva el ataque y prepara el contraataque,
la frustrada boa intenta regresar al agua, sabe que no es tan buena
contrincante en tierra. El felino sabe que es su turno y cierra la línea de
fuga y ataca. Colmillos y uñas penetran la carne del ofidio después de perforar
la dura piel.
Ruge, se retira
para evitar los ataques de la boa. El rugido es ingente, ensordecedor. Monos,
huanganas, armadillos, achunis, picuros, todos salen en diáspora, aterrados,
buscando sus madrigueras o el hueco de un árbol para protegerse. Las más
asustadizas son las aves, la ayaimama, la paucar, el churi – churi. Todas
buscan, por instinto, proteger a sus polluelos estrechándolos en sus nidos y
cubriéndolos con sus alas.
-
Es difícil seguirle el movimiento a la boa, dijo
Mateo, ataca, se enrosca, retrocede, va hacia adelante, hacia los lados, todo con
una velocidad increíble.
Matías asintió y dio dos chupadas a su cachimba.
-
Un brujo de Yurimaguas me contó que los otorongos
envejecen con la boa en la memoria,
dijo uno de los capataces.
Matías volvió a asentir.
-
Esos otorongos, dijo el viejo, arrastran muchas
peleas en su piel, conocen las artimañas de sus eternas enemigas y saben sacar partido de cualquier error que
la boa comete.
-
¿Y cómo terminó esa pelea?, preguntó un joven capataz, impaciente.
-
La boa se recuperó del ataque del tigre y con
sorpresa lo cogió envolviéndose con rapidez a su cuerpo; los anillos comenzaron
a hacer su trabajo, dijo el viejo
Matías.
-
¿Lo trituró?,
interrogó el joven capataz.
-
No,
dijo Matías. El otorongo calculó que la
boa se preparaba para el próximo apretón, el segundo siempre es decisivo, así
que el felino comprimió su cuerpo extendiéndose hasta tomar la forma alargada
del de la boa y ahí se escurrió.
Todos escuchaban sorprendidos.
-
La boa vio que era el momento de retirarse y así lo
hizo. El otorongo sacudió su cuerpo como buscando colocar todo en su lugar; el
ajustón fue como un aviso para el otorongo.
El canto quejumbroso, inconsolable de una ayaimama,
disipó la concentración de aquella inusual narración.
-
¿Qué es eso?,
preguntó un capataz recién llegado.
-
¿Cuánto tiempo hace que has llegado, muchacho?, interrogó el viejo.
-
Dos días, señor. Mi padre es amigo de don Silverio.
Y cómo yo no hacía nada en Lima, me embarcó en un avión y aquí me tiene.
El viejo apagó su cachimba.
-
Es hora de dormir, mañana el trabajo será arduo.
Habrá que limpiar todo lo que hizo ese maldito río, dijo Mateo.
Matías pasó cerca al jergón donde se acomodaba el
recién llegado.
-
¿Cómo te llamas, muchacho?
-
Freddy Mora, señor, para servirle.
-
Bien, ya te contaré la historia de la ayaimama.
Ahora duérmete.
A los pocos minutos todos dormían. Sólo Fulgencio
permanecía despierto. Sus pensamientos danzaban como grullas junto a un lago de
aguas cristalinas. Pensó en Estela. Él la amaba desde que la vio, desde que
llegó a esa selva maldita que tanto odiaba con sus serpientes, sus guacamayos,
sus pantanos y con esos nativos que tanto despreciaba. También odiaba el día
aquel en que ella lo rechazó, aquel día en que él trató de decirle algo
cariñoso que le hubiera hecho más fácil la declaración, pero fue en ese preciso
instante en que apareció la mariposa y Estela corrió tras ella dejándolo con la
palabra en el aire. La claridad de la mañana daba al cabello de Estela un
brillo inusual y un alegre fulgor en sus ojos. Nunca como antes la había visto
tan hermosa. Hubo una pausa. Él aprovechó para abordarla, temeroso de dejar
pasar una segunda oportunidad. Estela corrió como un cervatillo en fuga y se refugió
bajo unos manchales.
-
Estela…, quisiera…
Ella lo miró con cierto temblor, algo le decía que
lo que venía no era nada bueno.
La mañana era calurosa y diáfana y el sol brillaba
en el cielo como un soberano.
El clima se puso tenso.
-
Hace calor, verdad, dijo Fulgencio como buscando llenar el silencio.
-
Sí, será mejor que me vaya, mi padre debe andar
buscándome, dijo Estela.
Él la detuvo.
-
No, su padre está con los peones en las caucherías.
Estela lo miró con cierto resentimiento.
-
No comprendo por qué me detiene…
-
Sólo quería decirle… yo… quiero…
-
Ahora no, por favor, debo irme, dijo Estela suplicante.
La tomó del brazo y trató de besarla.
Ella reaccionó con rapidez y le dio una bofetada.
-
Cómo se atreve, espere que mi padre se entere y le
aseguro que usted no la pasara bien.
-
Pero es
que yo la amo y quiero casarme con usted, dijo Fulgencio.
-
Usted está loco si piensa que yo podría casarme con
usted. Váyase al diablo, dijo la muchacha
y salió corriendo.
El canto de la ayaimama desvaneció las evocaciones
del muchacho. Ahora comprendía el porqué de la negativa de Estela. Ese nativo
era el causante de su infelicidad. “El
patrón tiene que enterarse de esto”, se dijo. Pero cómo decírselo. Pensando
en eso se quedó dormido. La ayaimama seguía emitiendo su canto quejumbroso y
lúgubre.
III
Cuando Silverio Macario despertó la mañana del
domingo, había pasado una semana del desborde del río y las cosas parecían
haber vuelto a la normalidad. Mientras vertía un poco de aguardiente en su
café, descubrió un papel que había sido introducido por debajo de la puerta de
su rancho. La nota era clara y precisa: su hija Estela vivía un romance a
escondidas con un nativo llamado Dionicio. Fulgencio no se había atrevido a
encarar a Silverio Macario por temor, la nota delatoria lo mantenía en el
anonimato y lejos de la ira de ese hombre a quienes todos consideraban como un
enviado del diablo.
Los reproches y amenazas contra Estela no se
hicieron esperar. Quedó prisionera en su bohío con un vigilante a la puerta las
veinticuatro horas.
-
Yo me encargaré de establecerle los límites a ese
salvaje, sentencio Silverio
Macario.
Dionicio Méndez da Costa había nacido cerca a
Iquitos, en una aldea de pescadores. Su madre, una nativa del lugar, había
escapado con un cazador venido de las selvas del Brasil. No sólo cazó buenas
presas sino también a esa bella nativa a
quien después de embarazar abandonó para siempre. El hijo heredó del padre ese
espíritu aventurero que lo llevó a recorrer la selva durante muchos años y de
su madre el orgullo de no bajar la cabeza ante nadie. Por eso vivía de la pesca
y por eso se había negado siempre a trabajar para algún empresario o consorcio
cauchero de los tantos que habían hecho de la selva su pozo de fortuna.
-
Tantas muchachas bonitas miran a tu Dionicio con
codicia, Ilsa, pero a ninguna suelta liana el muchacho, le decía Cuñajá a la madre.
-
Esas cosas llegan a su tiempo, ya le llegará, decía la madre.
Lo que llegó primero para Ilsa fue la muerte, la
causante fue una tarántula de las megales, de esas que viven cazando de noche
en los árboles. Todo fue rápido, la picadura, las fiebres, la sudoración, las
contradicciones, la respiración anhelosa y silbante y la muerte. Dionicio tenía
quince años y quedó al cuidado de Cuñajá. Para paliar su dolor la mujer le
regaló un polluelo de milano, una especie de halcón pequeño.
Dionicio y la rapaz se hicieron inseparables. Le
puso el nombre de Abadúa.
-
Así se llamaba mi abuela, le dijo a Cuñajá.
Cuando llegó a la edad adulta, Abadúa lucia unas
patas y una cola muy larga; su cuerpo se cubrió de un plumaje gris y negro que
con las patas amarillas, le daban la majestuosidad de un excelente cazador.
Antes de conocer a Estela, Dionicio pasaba la mayor
parte del día en el río, en su canoa, pescando pirañas, cunchis, arahuanas y
boquichicos. Abadúa se volvió un experto pescador, con sus poderosas garras
atrapaba lisas que iba descuartizando al vuelo. Por las tardes, Dionicio,
tumbado en su hamaca de fibras de palmera, veía a Abadúa sobrevolar entre los
árboles, luego caer en picada, y zas, mono que atrapaba.
-
Mete a Abadúa entre los árboles y tendrás carne para
la cena, le decía Dionicio a
Cuñajá.
IV
-
¡Abaduuu…a! ¡Abaduuuu…a!
El llamado de Dionicio al milano se escuchó ese día
como solía escucharse todas las mañanas.
El ave apareció como siempre, dando piruetas,
dibujando en el aire líneas concéntricas como un cisne que bailotea en un lago.
En un lenguaje secreto que sólo ellos parecían conocer, se escuchó el grito de
Dionicio:
-
¡Abaduuua…iiii!
Era la señal para que el milano se metiera entre los
árboles y capturará algún pequeño mono. Era una forma de mejorar el
adiestramiento. La rapaz se elevó como una lanza y desde lo alto cayó como una
flecha. El disparo fue certero. Primero se escuchó el fogonazo, seco, con un
eco que alteró la vida de la fauna como un cataclismo venido del cielo. Ante el
impacto, las alas de Abadúa se contrajeron automáticamente y cayó entre la
densa espesura de la selva. Dionicio tardó más de una hora en encontrarlo. Sus
alas, quebradas, estaban atracadas entre unos espinos. Dionicio enterró a
Abadía en el jardín aledaño a su choza.
“Su tristeza era
como la que sintió el día que sepultaron a su madre”, dijo Cuñajá a un brujo de la aldea vecina. Dionicio
no hizo ningún comentario.
Esa noche mientras comía, Cuñajá vio en sus ojos un
odio que iba creciendo con las horas.
La destreza de Silverio Macario con la carabina era conocida por
todos. “Esa bestia le acierta a un
zancudo a treinta metros de distancia, mantente lejos de ese hombre, hijo”,
le había dicho su madre una vez. Dionicio y Silverio no se verían nunca después
de ese día fatal para Abadúa. La advertencia del padre de Estela para que se
mantuviera lejos de su hija había llegado en un mensaje que había herido el
corazón del muchacho de la peor manera. La guerra silenciosa había comenzado.
***
Cuñajá fue a visitar a un viejo brujo que había
conocido en sus años mozos. “Quiero que
hagas un conjuro que proteja al muchacho, le prometí a su madre que lo cuidaría
y no pienso faltar a mi promesa”. El brujo asintió. Había hecho un pequeño
muñeco que representaba el espíritu de Dionicio. El viejo se había pintado el
cuerpo con huito. Los símbolos y las alegorías que había dibujado en su cuerpo
eran maravillosos y encerraban un misterio atávico. Los atavíos que se había
colgado en el cuello, muñecas y tobillos eran los objetos que tenían la virtud
de alejar el mal y atraer el bien. Pero había un problema y se lo comunicó a
Cuñajá con determinación: “A veces no
funciona y el efecto es lo contrario a lo que se espera”.
Cuñajá observaba sorprendida. Dio su asentimiento y
el brujo continuó.
-
Uñas de tigre para penetrar en los secretos del
enemigo, dijo el brujo; piel de anaconda para dominar sobre el agua; caparazón
de charapa para endurecer el espíritu y la de motelo enana para fecundar la
muerte en el alma del enemigo, también sirve de escudo protector; plumas de
gavilán, para poder volar y huir del peligro que se arrastra; patas de mono,
para poder trepar en los arboles; dientes de paiche, para nadar de prisa, como
canoa que llevada por un torrente; los dientes del caimán para morder la carne
del hombre malo con fuerza, para que no pueda soltarse hasta desgarrarle la
carne.
Cuñajá observó como todo ese aparejo era acompañado
por el brujo con danzas, contorsiones, piruetas y cantos monótonos en un
lenguaje ininteligible salpicado de sonidos onomatopéyicos de aves, monos,
felinos e insectos.
Cuñajá abandonó el bohío del brujo y tomó el camino
más largo a su choza. Necesitaba meditar
sobre ese nubarrón de mal agüero que se avecinaba. Piso la muelle hojarasca que
yacía en un sendero muy angosto, de lecho pedregoso que serpenteaba por los
arbustos. Bandadas de guacamayos bulliciosos cortaban el cielo y un numeroso
nubarrón de mariquiñas fue a posarse en las ramas altas de un caimeto cuyos
frutos las atraían como un fuerte imán. Cuando se avecinó a la aldea pasó junto
al río, ahora apacible, después de todo el daño que había causado. “Eres como los hombres”, le dijo. “Misterioso, bello, de una majestuosidad
indescriptible”. El río tenía la magia y el silencio de los cementerios.
Nacido en montañas lejanas de nubes trashumantes, se
deslizaba suavemente, como una boa que trepa hacia la copa de un árbol buscando
los ruidos de pájaros para alimentarse. Llegada a su choza, Cuñajá se tumbó en
el jergón y se quedó dormida.
V
El encierro de Estela no fue impedimento alguno para
que sus citas clandestinas con Dionicio continuaran. El vigilante que su padre
había colocado en la puerta se pasaba la mayor parte del día y de la noche
durmiendo o leyendo historietas. La muchacha, astuta como una comadreja, había
hecho un hueco por el tejado de hojas de palmera y por ahí abandonaba su
encierro las veces que quería. Dionicio no le contó lo sucedido con Abadúa,
prefería mantenerla fuera de eso.
-
Debo irme ya, será mejor que vuelvas al bohío antes
de que se den cuenta de que has huido, dijo Dionicio.
Estela nunca lo contradecía, el amor había
establecido una línea de mando que la muchacha había consentido desde un
principio.
En su bohío y aprovechando que Cuñajá dormía
plácidamente, Dionicio extrajo una talega que tenía debajo de una caja. Durante
varios días había capturado jergones y las tenía prisioneras en la bolsa.
-
Esta noche harán
su trabajo, ya verá ese Silverio Macario lo que es la venganza.
El padre de Estela bebía en ese momento unos tragos
de aguardiente con dos de sus capataces.
-
Tú, Florencio, mañana tenme ayuntados los bueyes
porque habrá que llevar la reserva del caucho hasta el río durante todo el día.
-
Sí patrón,
contestó Florencio.
-
Y tú, Matías, no te olvides de ver que mis “niños”
hayan comido bien, ya falta poco para que vengan a llevárselos.
-
Esos cerditos le ha resultado buen negocio, don
Silverio, dijo Florencio
con voz socarrona.
El padre de Estela río como debía reír el mismo diablo
cuando veía entrar a su reino un buen número de pecadores.
-
Son cuarenta y me los compran a precio de oro. La
verdad es que voy a extrañar a mis “niños”,
dijo Macario mostrando ya los signos de su embriaguez.
Así estuvieron los tres hombres, bebiendo y fumando
hasta pasada la medianoche. Cuando Matías se retiró, Macario le dijo a
Florencio:
-
Llévate mi carabina y revísala, me parece que anda
un poco descalibrada.
-
¿Descalibrada? Pero si ese tiro fue certero don
Silverio, el pájaro ese quebró el pico al instante.
Silverio refunfuñó entre eructos y alborigmos. No
quería tocar ese tema. Así lo entendió el capataz que se retiró.
***
La sombra que avanzaba amenazante hacia el aprisco
donde los cerdos de Silverio Macario devoraban mazorcas de tierno maíz, hatajos
de alfalfa y borujo, se detuvo ante un viejo estoraque aledaño.
Dionicio amarró el talego a su espalda y trepó por
el áspero tronco sintiendo el balsámico olor, suave y agradable de la madera.
Una gruesa rama doblaba hacia el centro del aprisco.
Dionicio se deslizó por ella y sigilosamente, como
una boa en busca de nidos de pájaros. Vio a los cerdos comer, unos juntos a
otros, con la placidez del animal que no necesita buscar alimento en la selva
inhóspita. En una esquina, una gorda y sonrosada cerda, amamantaba a una
hambrienta mole de nueve pequeños puercos.
Las jergones cayeron como un amasijo de lianas en el
centro del corral. Los “niños” de
Macario entraron en un estado de pánico y sus voluminosos cuerpos,
mordisqueados por los ofidios, arremetieron contra las tablas de protección y
huyeron por la oscura vegetación en estampida. Dionicio, protegido por la
oscuridad, observaba a distancia. Al otro día, los hombres de Silverio Macario
contabilizaron treinta y un cerdos muertos entre el denso boscaje de un
kilómetro a la redonda.
En el corral yacían siete cerdos pisoteados. Los
puercos pequeños y su madre habían sido mordidos por las víboras. Nada quedó de
aquella piara, orgullo de don Silverio Macario. La guerra silenciosa
continuaba.
El siguiente golpe del padre de Estela fue quemar el
bohío de Dionicio, destrozar sus pequeñas plantaciones de hortalizas y dar
muerte a sus tres perros. Escondido en algún lugar de la selva, Dionicio
contraatacó una noche llevándose los bueyes de Silverio hasta un pantano. Allí
los encontró el padre de Estela, ahogados y sirviendo de alimento a todo tipo
de alimañas. El golpe de gracia lo recibió el cauchero cuando descubrió que su
hija había huido. No era necesario conjeturas con quien. Dionicio y Silverio
Macario habían cruzado una línea de la cual ya no había regreso.
-
Cuando se encuentren esto va a ser como la boa y el
otorongo, pero acá sólo quedará uno en pie,
dijo Matías a Fulgencio.
El muchacho se estremeció. Había prendido una llama
que devoraba el horizonte arrasando con todo a su paso. Comenzó a sentirse
culpable. Esa noche mientras todos dormían, tomó sus cosas, abandono el rancho
de los capataces y se marchó.
Nunca más se supo de él.
VI
En la selva cuando un mundo duerme hay otro que
despierta. Por la mañana estalla un coro de chillidos de monos donde los más
bulleros son los leoncillos, los pichicos y los machines; los mugidos de
trompeteros y gruñidos de jabalíes se amalgaman con un coro de croar de sapos
mañaneros que surgen de las charcas, ciénagas y paúles: el estridente y
monótono croar produce un concierto nocturno verdaderamente selvático, donde
cada individuo grita cuanto puede en loco empeño por sobresalir.
La búsqueda de los fugitivos estaba encabezada por
Silverio Macario. Los buscadores viajaban en pequeños grupos selva adentro. Los
que iban provistos de machetes iban abriendo trocha entre la densa vegetación
inundada de pantanos infectados de reptiles ponzoñosos. A veces esquivaban un
pantano y caían horas después en otro. Todos llevaban plátano ahumado, zuri y
arroz prensado con trozos de carne de añuje.
Fruto de tempestades anteriores, los rastreadores
veían a su paso montañas de hojas de palma, lianas, troncos y ramas de bejuco
hacinadas junto a torrentes de agua fangosa.
-
Por aquí han pasado, dijo Silverio Macario mirando con desprecio la
tierra removida y algunos arbustos arrancados de raíz por los pasos apurados de
los fugitivos.
Pasado el mediodía, los grupos de búsqueda se
reunieron en un bosque de gigantescos renacos cuyas ramas henchidas y
enrevesadas al infinito mostraban una muralla compacta donde parecía imposible
encontrar un vado propicio para continuar la marcha.
-
Miren allá,
gritó uno de los rastreadores.
Una enorme boa había atrapado a un ronsoco adulto y
se enrollaba a su cuerpo con una elasticidad y rapidez que el roedor,
sorprendido y aterrado, no atinaba a hacer movimiento alguno. El ronsoco
comenzó su lento ingreso por la enorme boca de la boa. A medida que su cuerpo
iba desapareciendo se escuchaba el
triturar de los poderosos anillos. Las crines pardas y gruesas se iban
cubriendo de una sustancia viscosa formada por los poderosos ácidos
intestinales del ofidio. La ingestión era lenta y laboriosa. Centímetro a
centímetro el ronsoco terminó por desaparecer en la enorme boca de la boa.
Un guía experto se acercó donde el viejo Matías y le
dijo algo en una lengua que nadie conocía. Silverio Macario observó el hecho y
se acercó donde el viejo. A la espalda llevaba su carabina.
-
Dice que los han visto navegando en una canoa por el
río, dijo.
-
¿Cuál?,
preguntó Macario.
-
El Curaray.
Silverio conocía bien ese río. Hondo y navegable,
tortuoso y de aguas turbias y barrosas. La relativa pobreza de la cuenca, los
abundantes mosquitos y la proliferación de pirañas tenían casi despoblado al
Curaray.
-
Hay que tener cuidado, mucho cuidado con ese río,
don Silverio, su hija puede correr peligro,
dijo Matías sujetando con fuerza el machete que llevaba al cinto.
Silverio Macario se mostró indiferente.
-
Tratarán de huir por alguno de los afluentes si no
los detenemos antes. Quinientos soles a quien me traiga a Dionicio Méndez da
Costa, gritó Macario,
eufórico.
Varios grupos partieron a la búsqueda de los
fugitivos. Silverio Macario se internó en la selva seguido por el viejo Matías.
Caminaron durante una hora hasta que llegaron a un amplio paraje donde la
vegetación mostraba el paso del machete. Siguieron camino adelante y penetraron
por una reducida trocha que ascendía el barranco, y toparon con un pequeño
monte donde la maleza había echado fuertes raíces. De ahí divisaron una manada
de huanganas que daban cuenta de los frutos acumulados en las bases del tronco
de un manchal de palmeras. En el interior de esos duros frutos como piedras
existían unas suaves almendras muy nutritivas que las huanganas conocían muy
bien. De un disparo certero Silverio Macario tumbó a un ejemplar de tamaño
mediano.
Luego tomó el machete y descuartizó al animal en
trozos medianos, los cuales introdujo en una talega. Se puso la carga sanguinolenta
al hombro e inicio la marcha a tronco ligero.
-
Ese hombre estaba poseído por el diablo diría el viejo Matías a unos caucheros cinco años
después que la muerte se llevó a Silverio Macario.
Cuando llegaron cerca al río Curaray unas nubes de
mosquitos comenzaron a abordarlos. Matías prendió su cachumba y logró mantenerlos
a raya; a Silverio parecía no importarle. Allí estuvieron cerca de una hora.
Macario bebía aguardiente como quien calma su sed con agua. Matías lo
observaba, el cauchero no quitaba la mirada del río, estaba como
petrificado.
-
¡Don Silverio, don Silverio!
La voz desesperada venía del denso follaje que
bordeaban un grupo de cacahuillos. Era Tomás, un joven nativo venido de Alto
Amazonas, que llevaba como capataz algo más de seis meses.
-
Lograron esquivarlos en la naciente del río. Ese
muchacho es muy diestro con los remos,
dijo Tomás, jadeante.
-
¿Escaparon?, preguntó
Silverio Macario, angustiado.
-
Sí, pero pasarán este lado en cualquier momento no
los podremos detener, don Silverio, no hay canoas para interceptarlos, dijo Tomás con cierto desánimo.
Silverio Macario miró a Matías fijamente.
-
Anda con Tomás a
buscar a los otros, nos encontraremos por la noche en el rancho.
Matías asintió y se marcharon. Unos minutos más
adelante, le dijo al nativo que se adelantara. Prendió su cachumba y se apoyó
en una incira.
Los primeros trozos de la huangana cayeron en el
río. A los pocos minutos un cuantioso cardumen de pirañas se disputaba la
carnada. Matías sintió que el estómago
se le revolvía y sintió ganas de vomitar. Al primer trozo siguió otro y después
un tercero y después un cuarto. Fue en
ese momento en que divisó la canoa y vio a la hija de Macario sonreír como lo hacía cuando era niña, y vio a Dionicio
tomarla por la cintura y besarla con la ternura con que los jóvenes suelen
hacerlos cuando están enamorados.
-
Los disparos fueron certeros, fueron cuatro, todos a
la proa, dijo el viejo a los
caucheros que escuchaban atentos cinco años después de que la muerte se llevó a
Silverio Macario. El agua se introdujo en
la canoa con rapidez y empezó a
hundirse. Silverio Macario ya no necesito más carnada.
Wolfsschanze, setiembre – diciembre 2013.
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